A partir del 19 de octubre, en Chile, el neoliberalismo sufrió una serie de derrotas que aceleraron su agonía y en medio de aparatosas y violentas convulsiones desencadenaron su deceso. Tras casi medio siglo de pillajes, tropelías y crímenes de todo tipo contra la sociedad y el medio ambiente, la fórmula de gobernanza tan entusiastamente promovida por los gobiernos de los países del capitalismo avanzado y las instituciones como el FMI y el Banco Mundial y acariciada por los intelectuales y opinólogos biempensantes –como Vargas Llosa y sus compinches– y los políticos del establishment, esa fórmula, decíamos, yace en ruinas.
La nave insignia de esa flotilla de saqueadores seriales, el Chile de Sebastián Piñera, se hundió bajo el formidable empuje de una oleada de movilizaciones populares sin precedentes en toda la historia chilena. Protesta indignada y enfurecida una vez que esa sociedad despertó de su “sonambulismo político” inducido por décadas de engaños, artimañas leguleyas y manipulaciones mediáticas. A las masas chilenas se les había prometido el paraíso del consumismo capitalista, y durante mucho tiempo creyeron en esos embustes.
Al despertarse cayeron en la cuenta de que la pandilla que las gobernó bajo un manto fingidamente democrático las había despojado de todo: les arrebataron la salud y la educación públicas, fueron estafadas inescrupulosamente por las administradoras de fondos de pensión, se encontraban endeudadas hasta la coronilla y sin poder pagar sus deudas mientras contemplaban estupefactas como el uno por ciento más opulento del país se apropiaba del 26,5 por ciento del ingreso nacional, y el 50 por ciento más pobre sólo capturaba el 2,1 por ciento.
Todo este despojo se produjo en medio de un ensordecedor concierto mediático que embotaba las conciencias, alimentaba con créditos indiscriminados esta bonanza artificial y hacía creer a unos y a otros que el capitalismo cumplía con sus promesas y que todas y todos podían hacer lo que quisieran con sus vidas, sin que se inmiscuyera el Estado y aprovechando las inmensas oportunidades que ofrecía el libre mercado.
Pero ninguna utopía, aun la de una aberrante “sociedad de mercado” que envilece la vida social al reducirla a una red de intercambios económicos regidos por el cálculo de costo/beneficio, está a salvo de la acción de sus villanos. Y estos aparecieron de súbito personificados en las figuras de unos adolescentes de escuela secundaria que, con ejemplar audacia y filial solidaridad, se rebelaron contra el aumento en las tarifas del metro que perjudicaba no a ellos sino a sus padres. Su osadía hizo trizas el hechizo, destruido como si fuera un espejo roto, y quienes habían caído en la trampa de resignar su ciudadanía política a cambio del consumismo se dieron cuenta de que habían sido burlados y estafados, y salieron a las calles para expresar su descontento y su furia.
SIMULACIÓN DEMOCRÁTICA
Cayeron en la cuenta de que no eran ni ciudadanos, porque el sistema político no era sino una simulación democrática, ni consumidores, porque lo que adquirían lo hacían a costa de endeudarse hasta el infinito. De la noche a la mañana los confiados consumistas se convirtieron en “vándalos”, “terroristas” o en una revoltosa banda de “alienígenas” –para usar la elocuente descripción de la mujer del presidente Piñera– que avizoraron los límites infranqueables del consumismo para los asalariados, el abismo del endeudamiento interminable y el carácter farsesco del minué democrático que ocultaba, bajo prolijos ropajes y vacías formalidades, la implacable tiranía del capital.
Comprobaron en ese violento despertar que una de las sociedades antaño más igualitarias de Banco Mundial, el dudoso honor de ser junto a Ruanda uno de los ocho países más desiguales del planeta. Como un relámpago advirtieron que habían sido condenados a sobrevivir endeudados de por vida, víctimas de una plutocracia –insaciable, intolerante y violenta– y de la corrupta partidocracia que era cómplice de aquella y gestora del saqueo contra su propio pueblo y los recursos naturales del país. Por eso tomaron las calles y salieron en imponentes manifestaciones a luchar contra sus opresores y explotadores, y lo hicieron –y aún hoy lo hacen– con una valentía y heroísmo pocas veces vistos.
Según el Instituto Nacional de Derechos Humanos ya son veinticinco los muertos por las protestas iniciadas el 19 de octubre; unos 3.400 los heridos (muchos de ellos en grave estado y que podrían aumentar la cifra luctuosa); algunos desaparecidos cuyo número se desconoce con precisión, y 352 las personas que perdieron la visión en uno o ambos ojos a causa de la salvaje represión de las fuerzas de seguridad. Las mismas que se llevaron detenidas a 8.812 personas debidamente registradas por aquel organismo que, además, ha denunciado casos de torturas y otras vejaciones por parte de las fuerzas de seguridad.
Después de esta insurrección popular ya nada volverá a ser igual, nada revivirá al neoliberalismo, nadie lo señalará como la vía regia hacia la democracia, la libertad y la justicia social. Eso aunque Piñera continúe en La Moneda y prosiga su brutal represión. Pese a lo cual ni la OEA, ni los gobiernos “democráticos” del continente –presididos por turbios personajes de frondosos prontuarios– ni tampoco los hipócritas custodios de los valores republicanos tendrán un átomo de decencia para caracterizar a su gobierno como una dictadura, calificación que sólo merece Nicolás Maduro aunque jamás haya habido en su gobierno una represión tan bestial y sanguinaria –aún contra manifestantes armados– como la que quedó documentada en infinidad de videos grabados en Chile que se viralizaron por internet. La receta neoliberal ha muerto, y nada ni nadie podrá resucitarla jamás. Y esto es una gran noticia para el mundo, no sólo para Latinoamérica.