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Caras y Caretas

           

UN CANTOR EMANCIPADO

La carrera de Goyeneche se desarrolló entre los años 40 y 90 del siglo pasado y tuvo dos grandes momentos: como cantante de orquesta y como cantante con orquesta. En ese pasaje se juega la identidad del artista.

A lo largo de 1968, mientras el mundo vibraba en el rango de frecuencia del rock y el pop, Roberto Goyeneche grababa un LP con Baffa-Berlingieri y Aníbal Troilo, y se preparaba para hacerlo al año siguiente con Astor Piazzolla y Armando Pontier. Más tarde llegarían dos fantásticos LP con direc- ción y arreglos de Atilio Stampone: Sentimiento tanguero y Goyeneche 1973. Si un tiempo antes las orquestas cambiaban periódicamente de cantores, o estos las abandonaban en busca de mejores oportunidades, aho- ra uno de sus principales emergentes elegía soberanamente dónde encuadrar su voz. Desde luego, Goyeneche había llegado al 68 tras una trayectoria signada por la epopeya de haber grabado y actuado –el tango canción es una forma particular de la actuación– con Horacio Salgán y Aníbal Troilo sucesivamente. Eso significaba un galardón imbatible, la graduación en la mejor escuela de las voces tangueras posteriores a Carlos Gardel. Sin embargo, aquel Goyeneche de los años 50, al que Salgán había descubierto ganándose la vida como colectivero, no era excepcional; no lo era más que Edmundo Rivero, Floreal Ruiz o el exquisito Raúl Berón.

POLACO RELOADED

Hubo entonces una reinvención. Fue al emanciparse de las orquestas canónicas que Goyeneche devino solista, dejando así de ser un “cantor de orquesta” para ingresar a la condición de “cantante con orquesta”. En términos cronológicos, podría decirse que destacó en el peor momento del tango, cuando, arrinconado por otras músicas, el género se convirtió en un réquiem de sí mismo hasta terminar refugiado en Grandes valores del tango. Hagamos un ejercicio de síntesis. En 1968, María Elena Walsh presentaba su “show de los ejecutivos” y viraba sus canciones en dirección al público adulto, después de haber sido la gran juglaresa de los niños. Ese año, el Di Tella de la calle Florida comenzaba sus ciclos de la Nueva Canción, Jorge de la Vega grababa El gusanito en persona y Nacha Guevara espantaba burgueses frente a burgueses. Un poco al margen de todo, pero con enorme potencial, el naciente rock argentino –por entonces, música pop o beat– acababa de encontrar en Jorge Álvarez y su sello Mandioca una vía de producción independiente. ¿Y Piazzolla? Vivía su mejor hora, grabando “Adiós Nonino” para Trova, por más que la mayoría de los tangueros lo consideraba un apóstata. ¿Música realmente “popular”? Todavía el folklore, esos ritmos de raíz criolla que habían gozado a principios de la década de un verdadero boom. En ese contexto, habiendo transcurrido algunos años de la muerte del último ídolo del tango, Julio Sosa, Goyeneche ya era dueño de sus inconfundibles maneras, pero aún le faltaba mejorarlas. O llevarlas más lejos, hacia esa delgada línea que separa el drama de su parodia. Por más de una razón –si bien la principal fue el estado de su voz, que declinó mucho en sus últimos años– , el Goyeneche de 1968-1974 fue insuperable. Le ganó a su pasado y a su futuro, y quizá también a buena parte de la historia general del canto tanguero. Su personalidad interpretativa era vigorosa pero nunca prepotente. Cuidaba como ninguno cada palabra cantada, evitando siempre, aun en sus momentos más virtuosos, que el significado quedara subsumido a la razón musical. Se reconocía como parte de la estela gardeliana –a menudo, un poco en broma, decía que cantaba mejor que Gardel–, aunque su fraseo y su oído armónico simpatizaban con referentes más modernos. En su discoteca se paseaban Frank Sinatra y Tony Bennett. Había encontrado la forma de ser eslabón entre el tango del añorado ayer y el del incierto mañana. Por eso po- día grabar sin conflicto “Como la cigarra”, tener buena relación con algunas figuras del rock argentino (especialmente con Litto Nebbia, que produjo algunos de sus últimos discos) e interpretar una de las dos mejores versiones de “Balada para un loco” de Piazzolla-Ferrer (la otra fue la de Amelita Baltar, lógicamente).

UNA LECCIÓN DE TANGO

Perfecto en el arte de entonar y cómplice de los sentidos recónditos de su repertorio, Goyeneche abarcó prácticamente el arco completo del tango canción. Sería tedioso citar aquí todos los tangos que interpretó magistralmente. Sentimental, burlón, trágico… Por suerte grabó mucho. En la antología personal no podrían faltar “Siga el corso”, con Salgán, ni “La última curda”, con Piazzolla. Y obviamente tampoco las gemas que cantó con Troilo, su maestro principal, con el que aprendió y rezongó. Pero quizá los tangos que mejor le venían, aquellos que lo habilitaban para expresarse más libremente, hayan sido los de los hermanos Virgilio y Homero Expósito. Sus versiones de “Afiches”, “Naranjo en flor”, “Chau, no va más”, “Tristezas de la calle Corrientes” o “Percal” –no todos los mencionados con música de Virgilio– son fundacionales, aun cuando no hayan sido las primeras. Y en ese lote precioso destaca “Maquillaje”. Corría 1974, su garganta estaba intacta –faltaban unos años para la displasia– y aún el personaje no amenazaba con fagocitar al cantante. El arreglo de Stampone equilibra música de cámara con giros criollos, hasta que la aparición del piano nos mete de lleno en clima de tango. Y entonces Goyeneche, maestro del rubato y osado gambeteador de la barra de compás, sobrevuela las texturas sonoras como ningún otro cantor hubiera podido hacerlo. En cierto modo, en “Maquillaje” parece estar adelantando su testamento artístico: una lección de tango en tiempos hostiles para el género.

Historiador y escritor.

Escrito por
Sergio Pujol
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