Por Ezequiel Adamovsky. Lo que pasa es que en este país…”. La frase es frecuente y lo que sigue a “este país” suele ser negativo. Que la gente no quiere trabajar. Que hay “un problema de cultura”. Que “es todo una joda”. Que “son todos chorros”. La presencia de “los negros” es habitualmente invocada como índice y síntesis de todas esas incapacidades. Por extensión, también sus preferencias culturales (“negros cumbieros”), sus prácticas de reclamo (“negros piqueteros”) o sus identidades políticas (“negros peronistas”). Existe una especie de odio de sí mismo que aflora constantemente en diversos ejercicios de autodenigración. Pasó hace poco cuando un puñado de hinchas de River arrojó piedras al micro de Boca que iba camino a la final de la Copa Libertadores. Desde las redes sociales tanto como desde las columnas de los principales diarios brotó un nivel de odio desmesurado que se dirigía no a los cuatro o cinco que tiraron piedras, sino a todos los argentinos. “Somos una tribu autodestructiva”, bramó Pablo Sirven desde La Nación. Los argentinos son “bárbaros” y la nación es “un laboratorio del fracaso”, agregó Clarín. “Vivimos en la Edad de Piedra”, sumó TN. Como si las pedradas entre hinchas de fútbol fuesen un fenómeno particularmente argentino, la prueba irrefutable de que, como nación, no servimos para nada. En un ensayo anterior para Anfibia traté de explicarlo a propósito de la idea de “Peronia” que comenzó a circular hace unos pocos años. Quien imagina (y detesta) vivir en Peronia se coloca obviamente por fuera de esa nación deforme, primitiva, fracasada. No acepta reconocerse a sí mismo como parte de la realidad esencial del país: lo mira no con mera distancia crítica, sino desde un distanciamiento luctuoso. Porque quien cree vivir en Peronia no es un extranjero: vive en la tensión de ser y no ser parte, al mismo tiempo, de esa nación dislocada de la que es habitante a disgusto. Todos estos modos del odio sí se relacionan con el hecho de que este país no ha conseguido generar visiones del “nosotros” compartidas por todos. Que es otro modo de decir que las clases altas no han podido afirmar su hegemonía. Y eso por sus propias limitaciones, por lo inadecuado de sus propuestas, pero también por el hecho de que poderosos movimientos populares han conseguido varias veces cuestionar su lugar. Las elites argentinas fueron una de las únicas en América latina en proponer una narrativa nacional que invitaba a los habitantes a imaginar- se exclusivamente blancos y europeos. Sin duda, una visión difícil de conciliar con la realidad demográfica de nuestro país, que siempre ha sido mucho más diversa, pero que al mismo tiempo tuvo resonancia en buena parte de la población, que efectivamente se piensa de ese modo, acaso por orgullo de un pasado inmigratorio reciente. Por la inadecuación del discurso de la Argentina “blanca y europea” respecto de la realidad y también por el protagonismo que las clases bajas tuvieron en nuestra historia, la narrativa que habían propuesto las elites encontró competencia en un conjunto de visiones menos sistemáticas, que reivindican o eligen hacer visible lo moreno/ plebeyo como parte de la nación o incluso como su núcleo más auténtico. Además de expresar des- acuerdos políticos, la oposición peronismo/antiperonismo fue el canal principal por el que se tramitó la lucha entre esas visiones contrapuestas. Que es también la tensión entre diferentes grupos de habitantes de este suelo que no terminan de aceptarse del todo unos a otros como connacionales.
LA ERA DE LA GRIETA
En la era de “la grieta”, especialmente ahora que las ilusiones de superarla por vía del macrismo se desvanecen, es de esperar que la esquizofrenia nacional se exacerbe. Incapaz de convencer a la población de la bondad de sus propuestas, la derecha local tiene una tendencia a resentir- se con los habitantes del común. Si sus políticas no avanzan no es porque no sirvan: es que la población no es digna de ellas. Las ideas están bien, las medidas son las correctas, es el mejor equipo de los últimos cincuenta años, pero qué querés si está todo plagado de barrabravas, piqueteros, zurdos, sindicalistas, planeros, vagos, peronistas, extranjeros, todos mal acostumbrados luego de años de populismo. Como en el siglo XIX, es la barbarie que bloquea el camino a la civilización. Es la propia arcilla de la nación –su realidad étnica y cultural– la que impide que la nación deseada florezca. La culpa es de “los negros”. Las diferencias de clase y étnico-raciales entre los argentinos hacen de caja de resonancia, por lo que estas visiones no sólo tienen lugar entre las elites: una buena parte de la población, que ni siquiera es necesaria- mente de derecha, las hace propias. La culpa es de esos negros que joden en la calle en lugar de agarrar la pala. La Argentina es Peronia. Y hasta que no deje de ser Peronia no será la Argentina un país en serio. Los ejercicios de autodenigración son modos de reclamar al país que sea otra cosa, algo que no es, pero que tampoco está claro que pueda ser. Porque la denigración no apunta a un defecto transitorio que pudiese superarse en el corto plazo, sino a los dones étnicos de la nación, a un defecto más profundo sobre el que pesa la sospecha de que sea incorregible. Esa sospecha angustiante es la que aparece a flor de piel en la compulsión a interpretar cualquier acontecimiento desagradable –quince hinchas apedreando un micro– como signo ominoso de nuestra incapacidad congénita. Y es la misma que alimenta la irritabilidad frente al otro que en los últimos tiempos viene dando lugar a esas agresiones microfascistas difusas y crecientes que proliferan en sintonía con el momento político, esas violencias de palabra o de hecho que se ejercen sobre el prójimo, percibido como culpable de que no seamos lo que se supone que deberíamos ser. La tensión existe y precede en mucho al momento actual. La Argentina deberá encontrar algún día los modos de procesarla. Pero lo preocupante de la hora es la disposición de algunos referentes partidarios, periodísticos e intelectuales a utilizarla como atajo para hacer avanzar sus políticas. Como si la falta de una multitud que marche alegre al cambio porque está convencida de cambiar pudiera remediarse activando una pasión más sombría: un odio tan grande a nosotros mismos que nos empuje al cambio por asco a lo que somos.