La “armonía de clases” fue uno de los cimientos en los que se basó la “comunidad organizada” que alguna vez propuso el peronismo, basada en la doctrina social de la Iglesia y refractaria tanto de la “lucha de clases” que planteaba el marxismo como de la supremacía individualista y del capital en que continúan abrevando las corrientes liberales y capitalistas más ortodoxas.
Se trataba, en otras palabras, de que el empresariado argentino aceptara conferirles derechos laborales y sociales a sus trabajadores, y que estos últimos no buscaran apropiarse de los medios de producción, para construir así, junto al Estado, una nación definida como socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana.
Ya desde su época como secretario de Trabajo y Previsión durante los gobiernos de Ramírez y Farrell, Perón impuso a los empresarios otorgar a sus trabajadores beneficios sociales, como el salario mínimo, el aguinaldo, la supresión del trabajo a destajo, la reglamentación de horarios de comercio o el establecimiento de escalas salariales, lo cual condujo a los trabajadores a adherir tempranamente a la causa peronista, frente a las propuestas sin correlación material del comunismo. Sin embargo, fueron estas mismas políticas las que le valieron el rechazo de la organización representativa del capital, la Unión Industrial Argentina (UIA) que tildó sus políticas como “propias de un modelo autoritario”, por lo que “en defensa de la democracia”, según su comunicado, realizó para 1945 un lockout patronal y financió la campaña electoral de la Unión Democrática, el partido que disputaba la presidencia con el laborismo de Perón.
CRECIMIENTO DEL PODER OBRERO
De esta forma, la “armonía de clases” quedó un tiempo suspendida, sobre todo luego de la intervención por parte de Perón a la UIA a poco de haber asumido su presidencia, en 1946. Así, el creciente poder obrero, que amenazaba con achicar la rentabilidad de los empresarios, obligó a Perón a encontrar un representante del capital que adhiriese a su doctrina, sobre todo luego de la crisis económica de 1952.
Tras varios intentos fallidos, Perón encontraría en José Ber Gelbard al empresario que mejor entendería su causa. Gelbard, un inmigrante judeopolaco sin estudios que había sufrido el rigor de la pobreza en sus tiempos de vendedor ambulante en Catamarca, había tenido la literal buena fortuna de ganar la lotería, lo que junto a su innato talento emprendedor lo había llevado a ser un próspero empresario con ascendencia entre otros olvidados “bolicheros” del noroeste argentino, a quienes representaba desde la Federación Económica del Norte Argentino (FENA).
Perón tomó contacto con este empresario por intermedio de Evita, quien conoció a Gelbard en una cena de la Organización Israelita Argentina, la sección judía del peronismo, y con el que pronto ella se identificaría por sus origines marginales y su fulminante ascenso social gracias a las políticas peronistas, el esfuerzo y el talento.
El apoyo de Perón a Gelbard sería clave para que este último creara en 1953 la Confederación General Económica (CGE), desde donde al cabo de poco más de un año se intentó dar un marco institucional al proyecto peronista de “armonía de clases”, al celebrarse el Congreso de la Productividad y Bienestar Social, donde cien representantes de la CGE y cien representantes de la Confederación General del Trabajo (CGT) se unieron para elaborar un documento con propuestas para mejorar la productividad en las empresas y el bienestar de los trabajadores.
La proscripción del peronismo no rompería este vínculo, pues para 1962, ambas entidades elaboraron una plataforma y un plan de acción postulando la necesidad de un apoyo público a las empresas nacionales, incrementos salariales y la expansión del mercado interno, mientras que en 1972 volverían a unirse para elaborar otro documento que daría pie a las “Bases mínimas para el acuerdo de reconstrucción nacional”, en el que se basó el famoso Pacto Social de 1973.
EL RETORNO A LA COMUNIDAD ORGANIZADA
“En los últimos 18 años el país ha asistido a un proceso de injusta distribución del ingreso, por la
cual los trabajadores asalariados que alcanzaron una participación de más del 50 por ciento del ingreso nacional durante el gobierno del general Perón hoy lo hacen en solo el 36,1 por ciento.” Así, la CGT y la CGE se comprometían a “aunar esfuerzos para restituir a los trabajadores asalariados su participación sustraída en el ingreso nacional”. Estos fueron las más importantes definiciones del Acta de Compromiso Nacional para la Reconstrucción, Liberación Nacional y Justicia Social, el famoso “Pacto Social” que el titular de la CGE, Julio Broner, y el de la CGT, José Ignacio Rucci, rubricaron a solo cinco días de la asunción de Cámpora, el 30 de mayo de 1973, bajo la mediación del flamante ministro de Economía, José Ber Gelbard.
El Pacto fijaba aumentos salariales de entre el 13 y 20 por ciento, incrementos del 40 por ciento en las asignaciones familiares y de 28 en las jubilaciones mínimas, junto con el congelamiento posterior de salarios, beneficios sociales, tarifas públicas, carnes, textiles y precios de productos fabricados por 570 empresas durante dos años. Pero el mismo era en rigor el punto de partida para el Plan Trienal para la Reconstrucción y la Liberación Nacional 1974-1977, presentado tras la asunción de Perón y basado en el trabajo técnico de la CGE con la asistencia de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) de Naciones Unidas.
Y es que de acuerdo al investigador James Brennan (1997), de la Universidad de Harvard, “Gelbard y sus colegas demostraron tener una sofisticación y capacidad de aprendizaje superior a la que suponían sus críticos (…). Gelbard no quería, como sostuvieron muchos de sus detractores, el simple regreso a una economía distributiva, y el agrandamiento del mercado por el aumento de la demanda interna, [sino que su plan] era un intento serio y multifacético de atacar la estructura monopólica y las prácticas habituales del capitalismo argentino, y de romper con la dependencia del capital multinacional, sin por eso recurrir a políticas inflacionarias, con lo que su plan era un ruptura con todos los planes desde el 1955 a 1973”.
Sin embargo, toda la arquitectura diseñada por la CGE y la CGT se asentaba en los cimientos de Perón, así como en los precios relativos mundiales de las últimas décadas. Por eso, el fallecimiento del líder, el 1º de julio de 1974, junto a la crisis mundial del petróleo por la suba unilateral por parte de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) luego de la guerra Yom Kipur de 1973, hirió de muerte todo el proyecto, dejando además todos los flancos abiertos para la ofensiva de la alianza liberal, agrupada a partir de 1975 en la Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias (Apege), integrada por las principales Cámaras de la UIA, la SRA, la Confederación de Asociaciones Rurales de Buenos Aires y la Pampa (Carbap), las Confederaciones Rurales Argentinas (CRA) y la Cámara Argentina de Comercio (CAC), entre otras.
La misma se definió como “la agrupación de fuerzas contrarias a la hegemonía que, en cuanto a representatividad, se le asignó a la CGE”, exhibiendo su posicionamiento político al manifestar que objetaban “seriamente, por ejemplo, el mecanismo de concertación puesto en práctica por el Gobierno a partir de mayo de 1973, a través del denominado Pacto Social, suscripto por autoridades gubernamentales, de la CGT y la CGE”, es decir, la alianza institucional entre empresarios nacionales y trabajadores.
En octubre de 1974, consciente de que su tiempo se acababa, Gelbard solicitó la difusión en cadena nacional de un mensaje que buscaba ser un resguardo, o bien su legado. Allí señaló que el PBI había aumentado en el primer semestre de 1974 un 6,2 por ciento; que la participación de los trabajadores en la riqueza había pasado del 33 al 42,5 por ciento; que la tasa de inflación anual, que en mayo de 1973 superaba el 80 por ciento, se había ubicado el mes anterior en un nivel algo superior al 22, y que la desocupación, que en abril de 1973 era del 6,6 por ciento, en abril de 1974 era del 4,2. También dejó algunas definiciones, como que “a partir de 1955, las denominadas reglas de mercado, que existen y deben respetarse bajo ciertas condiciones, llevaron siempre miseria para el pueblo trabajador”; que “las tesis económicas aplicadas por los técnicos adiestrados en las grandes metrópolis extranjeras solo sirvieron para mantener nuestra dependencia”, y que los problemas económicos que persistían “tienen arreglo sin caer en cirugías monetaristas o reaccionarias”.
El 19 de ese mes presentó a Isabel Perón su renuncia indeclinable al ministerio, siendo sucedido por el entonces presidente del Banco Central y ministro de Economía del segundo peronismo, Alfredo Gómez Morales, quien tras nueve meses fue secundado por Celestino Rodríguez, autor del célebre plan liberal ortodoxo “Rodrigazo”.
Para marzo de 1976, pocos días antes del derrocamiento de Isabel Perón, Gelbard otorgó su primera entrevista a la prensa. Allí señaló que existía “una campaña destinada a exhibir nuestras tragedias presentes como un resultado de la política económica aplicada entre mayo de 1973 y octubre de 1974, cuando la realidad es que estamos sufriendo las consecuencias de haber abandonado aquella política. La maniobra es clara: primero se hizo arriar las banderas del desarrollo con justicia social y soberanía, y ahora se trata de asegurar que nadie se atreva en el futuro a levantar estas mismas banderas”.