Cineasta, hombre de radio, melómano, creador de pequeñas grandes historias, Leonardo Fabio Calderón es un artista que siempre construye desde abajo, a partir de los territorios, para elevar desde allí su obra hacia un lugar que excede lo temporal, que trasciende la superficie. El límite de los bordes existenciales con Marc, la sucia rata, donde se sumerge en las arenas poéticas de José Sbarra; el pandemónium comitrágico de Lucho y Ramos; una amistad más allá de los márgenes terrenales en Justo en lo mejor de mi vida.
Establecido hace años en Villa Gesell, lejos de las magnitudes de la urbanidad porteña, Calderón ha sabido reconvertirse al mundo de la radio y profundizar su pasión por el decir, por esa comunicación que también se filtraba a través de su cine. Además, viene trabajando en un nuevo proyecto audiovisual, un documental donde se propone abordar el ámbito de los extras del cine.
–¿Qué hechos marcaron tu infancia como para terminar eligiendo el camino del cine?
–Me parece que las tardes de sábado y domingo en el cine Atalaya de Córdoba y Scalabrini Ortiz, en aquellos años avenida Canning, fueron determinantes. Allí podíamos ver tres películas durante toda la tarde. Eran especialmente de acción. Guardo en mi recuerdo una tarde en especial donde pasaron tres películas de King Kong, occidentales y coreanas. También recuerdo sábados de cine en la sala de subterráneos de Buenos Aires que quedaba en la calle Bartolomé Mitre: todo Louis de Funès, Pierre Richard y Bud Spencer y Terence Hill. La actividad cinematográfica la tengo íntimamente asociada a la magia y a la ilusión aspiracional de una vida de aventuras.
–¿Es tu vida artística una forma de militancia y resistencia hacia los tejidos de poder? ¿Qué te motiva a la hora de pensar un proyecto?
–Uno, cualquiera, tiene una necesidad imperiosa de decir cosas, cosas que le pasan, cosas que le calientan, paradojas que pretende exorcizar, pero la pertenencia a la clase trabajadora es por suerte una condición indisimulable y se cuela como una mirada sobre todas las cosas de la experiencia terrestre. No es que uno se ponga a pensar o crear una misión militante para bajar línea o decir su verdad política. Insisto: la militancia se cuela en todo caso en la explicación del mundo y las relaciones de poder. La resistencia es parte del ADN de los trabajadores y trabajadoras del mundo. Los subalternos nos debemos a cierto propósito de redención. La poesía tiene su pasaporte propio y no necesita tarjetas de presentación, pero si el poeta pertenece a la clase trabajadora se le nota una especial carga, una necesidad reveladora de las desigualdades en un sistema injusto, por más bucólica que sea esa expresión artística.
–¿Cómo recordás tu paso por el Enerc y tus trabajos como asistente de dirección? ¿Cuáles fueron las influencias que más marcaron tu visión del cine?
–Durante muchos años trabajé con Nicolás Sarquís y la experiencia no es exclusivamente cinematográfica. Hacer una película siempre implica recorrer una aventura a veces de años, al borde, al límite de las fuerzas, con una intensidad que no he encontrado en otras actividades, al límite siempre de lo sensatamente posible. Nicolás solía decir ante cualquier desafío que implicaba una apuesta a todo o nada: “Hay que tener un alto sentido de la irresponsabilidad para dedicarse al cine”. La gente sensata se dedica a otras actividades, no a hacer películas. También he sido asistente de Gerardo Vallejo y Zuhair Jury, admirados artistas en todos los sentidos. De cada uno de ellos me llevo la confirmación de que solo es posible llegar a algún resultado apreciado con una alta cuota de desapego a todo lo que no sume a la misión encarada y un amor infinito en la cruzada que significa cada proyecto cinematográfico. Las influencias siempre existen, pero no creo que aun haciendo películas deban ser exclusivamente cinematográficas. Todavía siento la piel erizarse de cuando leí por primera vez Los siete locos. Roberto Arlt, Discépolo, Alejandro del Prado y la voz de Angelito Vargas me suman más latires que otras expresiones, hermosas también, más perfectas, más académicas tal vez, pero sin esa virtud de influenciarme la mirada y algún comportamiento. Ingresé a la escuela de cine falsificando el título del secundario. Debía unas materias de cuarto y quinto y no podía anotarme sin esa documentación. Con esa precariedad, sospechando que en cualquier momento descubrirían la trampa y me pegarían una patada en el culo, transité momentos maravillosos en una institución ejemplar, gratuita e indispensable. Tuve profesores como Rubén Cavallotti, que a su vez había sido asistente de Luca Demare en La guerra gaucha; Oscar Carballo, Alberto Farina, todos monstruos que me dieron dimensión del amor por el más lindo trabajo del mundo que cualquier chico pueda soñar. La escuela me permitió ingresar rápidamente en la industria del cine. En los pasillos de las escuelas uno se encuentra con gente apasionada que está dispuesta a filmar aunque las condiciones indiquen que es una empresa imposible.
–Marc, la sucia rata es una de tus primeras películas sobre una novela de José Sbarra. ¿Qué te sedujo de ese texto?
–Los 80 fueron unos años muy emblemáticos, allí la resistencia detonó en experimentación artística antidictadura pero desde un hedonismo desafiante. Las drogas fueron un condimento que se fue convirtiendo en indispensable. El arte explotando en los sótanos, la embriaguez y la euforia abrieron una dimensión nueva en la realidad cotidiana. Marc, la sucia rata, la novela de José Sbarra, es muy representativa de esos años. No era sencillo conseguirla. La leí de unas fotocopias que me acercaron y me enamoró desde la primera página, quise adaptarla inmediatamente. Indagué en su autor y me enteré de que la película sería filmada en Moscú, en esa época URSS, debido a cuestiones políticas internas y ante el advenimiento de la perestroika el proyecto no se realizó. Cuando me entero, José Sbarra ya había fallecido, y me contacto con su hermana, quien me brindó toda su bendición para realizarla. Tardamos cinco años en terminarla. Fue cruzar el desierto. Comenzamos el rodaje en el final del gobierno de Menem, sin apoyo de ningún tipo, luego atravesamos a De la Rúa y la cosa empeoró, pero nunca bajamos los brazos y seguimos filmando, con fiestas a beneficio y sorteos de lechones que nos donaban para ayudarnos. Recién en 2002 y gracias al apoyo de Jorge Coscia, que ya era presidente del Incaa, pudimos culminarla. Así, estrenamos el 4 de diciembre de 2003.

–En Lucho y Ramos, pasado un tiempo, filmaste con otros soportes. ¿Cuáles son los pro y los contra del celuloide y las nuevas tecnologías?
–Desde que comencé a trabajar en la industria del cine no hubo dos películas que tuvieran una continuidad tecnológica. En cada proyecto siempre hubo cuestiones nuevas que aprender, de este modo y más ahora, ya existe una gimnasia de la transformación permanente. Al comienzo era muy engorroso pues no existían tutoriales, uno del equipo hacía un curso en el exterior y luego le enseñaba al resto del equipo. Los primeros formatos digitales estaban muy alejados del estándar del celuloide, medio que en parte se vivía como una claudicación. Ahora es muy distinto. Filmar en la Argentina en celuloide sería imposible. Por otro lado, hoy las nuevas luces posibilitan una logística más sencilla. Se extraña el material fílmico, pero no es posible volver atrás, como todo.
–¿Cómo ves a la industria cinematográfica argentina en esta era de plataformas?
–Los contenidos audiovisuales han quedado absolutamente desprotegidos. Actualmente se trabaja en una ley, pero no existe aún cuota de pantalla ni se han efectivizado aportes al fondo de fomento por parte de las plataformas de streaming audiovisual. La pérdida de soberanía en los últimos ocho años es letal para la identidad cultural de todes les argentines.
–¿Fue una necesidad existencial tu partida a vivir en Gesell y dedicarte al periodismo en la radio?
–A los 40 años sentí que me estaba perdiendo de muchas cosas. Luego de filmar Como el ave solitaria, de Gerardo Vallejo, en la provincia de San Luis, al volver a CABA el vértigo y el ruido me provocaban una gran incomodidad que llegó a afectar mi salud. Vendí todo y me fui a vivir a Villa Gesell. Los vecinos y vecinas me recibieron muy bien, allí empecé a hacer radio y descubrí una pasión tan grande como la de fabricar películas. La radio abre una comunicación cotidiana que relata de ida y vuelta las vivencias donde operadores, oyentes y comunicadores son pasajeros de un mismo viaje. Con el tiempo decidí terminar el secundario gracias la Plan Fines y hacer la licenciatura en Periodismo en la Universidad Nacional de La Plata.
–¿La ideología está invisibilizada en las producciones cinematográficas de hoy? ¿Existe una línea de cine “nacional y popular” que resista los embates de la lógica neoliberal?
–La ideología es ineludible. No creo en subgéneros como el que mencionás, más bien hay películas cuyos relatos tienen más o menos anclaje en las luchas populares por la independencia. También hay películas vendepatria y enemigas de las clases subalternas, que son las peores, pero me parece que el buen cine, el que goza del cariño de la gente, no tiene segundas intenciones de traficar ideas ni hacer bajadas de línea. La batalla contra el neoliberalismo y el imperialismo se da en todos los frentes, pero son los espacios de difusión, exhibición y fomento donde se debe dar batalla. Las películas serán conmovedoras o no serán nada. Mi película Justo en lo mejor de mi vida es un relato absolutamente argentino, orgulloso de su pertenencia y viaja sobre andariveles de la existencia universal, rozando lo metafísico. Ensaya sobre la vida después de la muerte. No se lo propone, pero es una película innegablemente nacional y popular. No aborda una gesta patriótica, pero su alma y su piel son tan argentinas que con su sola presencia desplazan a la mirada utilitaria de idea liberal del mundo.
–¿Cuál es tu próximo paso como realizador y qué venís reflexionando acerca del contexto que vivimos políticamente?
–Estoy trabajando en un documental sobre los mal llamados “extras” del cine. Estamos escribiendo con Horacio Labraña con la intención de rodar antes de fin de año. El movimiento nacional ha caído en muchas trampas que le ha tendido el sistema. Las persecuciones son idénticas a las que sufrió el general Perón en sus 18 años de exilio luego del sanguinario golpe de Estado de 1955. No es sencillo recomponer liderazgos. Ese es solo uno de los desafíos. Los últimos años han sido muy tristes para los trabajadores y trabajadoras, pero estoy seguro de que cualquier gobierno peronista es mejor que la más atildada propuesta liberal. Tengo muchas esperanzas y nuestro pueblo es sabio, el suicidio no es alternativa.