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Caras y Caretas

           

Yuri Herrera y una novela del inframundo

El escritor mexicano trastoca las fronteras de mundos destinados a estar separados, pero fatalmente conectados por la pobreza y el narcotráfico. En Señales que precederán al fin del mundo, el mito, la lengua y la realidad hacen a las peripecias de una trama casi inexistente.

Señales que precederán al fin del mundo comienza con el respingo de las cosas y finaliza con su silencio; en medio de ambos, un trayecto dividido en nueve etapas remeda el descenso al inframundo que, según la cosmovisión mexica, tiene lugar después de la muerte. La segunda novela del mexicano Yuri Herrera abreva en la mitología precolombina a fin de auscultar la realidad inasible de la frontera. No con intención de poetizar la violencia, la migración o la miseria, sino para rodear las arteras encerronas del realismo. Recostado en la dirección del mito, como en otro tiempo y con otra valencia lo hicieran Joyce, Saer o Marechal, Herrera da forma a una novela de peripecias casi sin trama.

Makina, la protagonista, debe entregar un mensaje a su hermano, que partió encandilado por los fuegos fatuos de una vaga promesa de tierras al otro lado de la frontera. Hace tiempo que no llegan noticias de él, por eso la Cora, madre de ambos, le encarga a Makina cruzar la frontera que divide su anónimo pueblo rural de la gran urbe del vecino país del norte. Y la oficia, para ello, a recurrir a los tres caciques del pueblo –los señores Hache, Q, Dobleú–, quienes garantizarán protección en etapas cruciales del viaje: cruzar el río, hallar a su hermano y “lo que necesite” luego.

Si Trabajos del reino, el primer libro de Herrera, narraba la parábola de ascenso y caída de un compositor de corridos seducido por el oropel de la vida en la corte de un narcotraficante, en Señales que precederán al fin del mundo esa figura, la del capo narco, se calibra a otra distancia. Por un lado, Makina requiere los servicios de estas figuras porque pueden sortear los ripios de la aventura con la pasmosa facilidad de quien detenta un poder irrebatible; pero por otro, procura no transformarse en un servil acólito para resguardar una cuota de libertad. El trazo de la línea es delgado y la posibilidad de tropezar palmaria, pero la senda recta de la trama, su vía férrea, conlleva un pacto con los vaivenes del destino: mirar siempre hacia adelante, con el sol a su espalda, donde todo escollo tarde o temprano se salva siempre y cuando no se mire atrás. Por eso Makina no presenta ningún asomo de duda, obcecada en cumplir el fatal recado.  

Los títulos de los capítulos, y cada uno de los lances que alumbran, van rotulando la trenza entre lo real y el mito. “Estoy muerta”, dice Makina. Con esta constatación abre la novela y el paso a otro mundo. Así, los tres narcos del comienzo actúan como el trío de divinidades que separa la tierra del inframundo; así se cruza un río que separa a los vivos de los muertos. La búsqueda de Herrera no parece encauzarse hacia la configuración de una realidad que adquiere los visos de la fantasía, ni tampoco hacia su reverso. De la certidumbre del “estar muerta” del comienzo al “estar lista” del final se produjo un pasaje. Y ese tránsito no es el de un territorio a otro dentro de la acostumbrada, corpórea, cartografía, sino el paso a lo real del acontecimiento. Herrera llega de la mano de Rulfo y su fantasmagórica Comala hasta cierto punto; luego, se desprende de su sombra y alumbra una salida. Si al comienzo la protagonista decía: “Una no escoge cuáles mensajes lleva y cuáles deja pudrir. Una es la puerta, no la que cruza la puerta”, el final de la travesía revierte las certezas, las da vuelta como a un guante, y habilita no cruzar el umbral. El fin del mundo, de esta manera, es una de las versiones del eventual destino propio.

Pero el centro neurálgico de Señales… es su lengua. No causalmente, Makina en su pueblo es operaria de una central telefónica y habla tres idiomas: español, inglés y gabacho (la mezcla de ambos). De ahí que la impura sea su santo y seña. Se trata de una lengua que se detiene un paso antes de la caricatura mimética, que no reniega de la chispa poética ni de la porosa materialidad. Sobre esta impureza, la novela apunta lo que sigue: “Al usar en una lengua la palabra que sirve para eso en la otra, resuenan los atributos de una y de la otra: si uno dice Dame fuego cuando ellos dicen Dame una luz, ¿qué no se aprende sobre el fuego, la luz y sobre el acto de dar? No es que sea otra manera de hablar de las cosas: son cosas nuevas. Es el mundo sucediendo nuevamente, advierte Makina: prometiendo otras cosas, significando otras cosas, produciendo objetos distintos. Quién sabe si durarán, quién sabe si sus nombres serán aceptados por todos, piensa, pero ahí están, dando guerra”.

A las ficciones de craso testimonio mimético, a las de raudo vuelo escapista, Herrera les declara la guerra por igual. Con su lengua, el mito y la acuciante realidad.  

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Juan F. Comperatore
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