Ni los más futboleros recuerdan sus nombres, y sin embargo, tuvieron el orgullo y el privilegio de vestir la camiseta albiceleste en un Mundial. Fue en la cita ecuménica de Italia 1934, cuando la Argentina presentó un seleccionado integrado por jugadores provenientes de modestas instituciones que militaban en la asociación amateur, “reforzado” por otros tantos recién llegados del interior, y todos juntos se subieron a un barco que los trasladó a la península para disputar el partido más importante de sus vidas. Fue debut y despedida (2-3), contra el seleccionado de Suecia, pero quién les quita lo jugado.
Para entender la historia de esta bizarra participación de la Argentina en los mundiales de fútbol, hay que remontarse a tres años atrás. La larga huelga mantenida por la Asociación Mutualista de Footballers en reclamo de la libertad de acción de sus afiliados había derivado en la creación de la Liga Profesional que comenzó tardíamente su temporada 1931, consagrando a Boca Juniors como el primer campeón de la nueva era. Mientras tanto, los clubes chicos, que no podían permitirse pagar fichajes y honorarios a sus jugadores, continuaron asociados a la entidad madre, que organizaba campeonatos que revistaban muchísimo menor interés y nivel de juego. Si bien se mantenían conversaciones para fusionar ambas entidades, todavía no existía pleno consenso para concretarlo.
Así llegó la invitación para participar del segundo Mundial de Fútbol, con sede en la Italia gobernada por el régimen fascista de Benito Mussolini. La Liga aglutinaba a los jugadores más representativos, pero no estaba dispuestos a cederlos. Reivindicaba un argumento ético, aunque en el fondo oportunista. Europa había boicoteado el Mundial de Uruguay 1930 con su baja de participación de selecciones nacionales, y desde este lado del charco, se habían comprometido a hacer lo propio en la siguiente ocasión. En realidad, a los dueños del fútbol local no les entusiasmaba demasiado un evento que se iba a desarrollar a miles de kilómetros de distancia y obligaba a prescindir de sus figuras durante los tres meses que duraban el viaje de ida y vuelta en barco, sin generar ningún tipo de rédito económico.

En cambio, la Asociación, que mantenía el reconocimiento oficial de la FIFA, aceptó el convite y organizó una representación a la medida de sus posibilidades.
Para comenzar, se contrató a un director técnico extranjero (o entrenador, como se decía en la época, con la E bien grande estampada en el buzo), que estaba formado como preparador físico: el italiano Filippo Pascucci, con paso por River, que se enfocó en seleccionar jugadores del medio amateur, los únicos disponibles.
Las eliminatorias fueron un trámite, literalmente. Quedaba definir la plaza con Chile, pero las demoras argentinas derivaron en una especie de ultimátum de la Asociación para jugar un solo partido definitorio y de locales. Cuando los chilenos protestaron por semejante arbitrariedad, la FIFA avaló el esquema propuesto desde Buenos Aires y el seleccionado trasandino quedó afuera sin salir a la cancha.
El espíritu de la delegación, que partió desde el puerto de Buenos Aires a bordo del vapor Neptunia con destino a Génova, quedó reflejado en el rechazo a una invitación de la Confederación Brasileña de Deportes para disputar un partido en la escala en Río de Janeiro.
“De ninguna manera se aceptarán partidos amistosos con fines lucrativos que desnaturalizarían los motivos del viaje”, notificó el Consejo Directivo de la entidad responsable.
Consultado por el diario Crítica, Manuel Seoane, ídolo de Independiente, que conocía el medio europeo desde la legendaria gira con Boca en los años 20, pronosticó: “Los argentinos tendrán a su favor solamente la mayor picardía y especialmente la velocidad de la mayoría de los jugadores”.
Respecto de los talentos individuales, el Negro Seoane tampoco derrochó elogios, rescatando apenas al mediocampista Federico Wilde y al delantero Luis Galateo, ambos de Unión de Santa Fe. “Los demás son jugadores discretos, muy entusiastas y que seguramente se jugarán por el prestigio del football argentino”, concluyó diplomáticamente.
¿Quienes eran “los demás”, convocados por Pascucci? Había un poco de todo. Tres provenían de Estudiantil Porteño (actual Estudiantes de Buenos Aires), que saldría campeón del torneo amateur ese año; otros dos, del hoy extinto Sportivo Buenos Aires; Barracas Central (2), Almagro, Dock Sud y Sportivo Alsina también aportaron nombres a la nómina. El arquero titular, Héctor Freschi, revistaba en Sarmiento de Chaco, y otro delantero, Roberto Ibañeta, era un empleado bancario que despuntaba sus aspiraciones futboleras en Gimnasia y Esgrima de su Mendoza natal. Además había un paraguayo naturalizado, Urbieta Sosa, que también jugaba en el fútbol cuyano, y lo hacía en Godoy Cruz. El Turco José Nehim bajó desde San Juan con fama de defensor con buena llegada al arco contrario.
Esa profusión de valores del interior le valió el mote de “seleccionado chacarero”.
A todo o nada
“¡A ver cómo se portan nuestros muchachos!”, arengaba en la previa el por entonces influyente periodista Hugo Marini desde su columna “El sport de cada día”.
“Mañana se inicia el campeonato mundial en Italia. A nuestro equipo le toca medirse con el rival, que ni elegido hubiera sido más favorable. Suecia, a pesar de algunos triunfos últimamente, tiene un flojo récord como para pensar que puede oponerse al entusiasmo de los argentinos. Claro que en esta ocasión, no podemos abrigar todas las esperanzas en la tarea de nuestro conjunto: improvisado a último momento, no está en condiciones de que se le exija un gran rendimiento.”
A la hora de la verdad, el 27 de mayo de 1934, el estadio Litoralle, de Bolonia, poblado por 14.000 espectadores, se conmovió tempranamente con el grito de gol del argentino Antonio Belis, marcado de tiro libre a los tres minutos de juego. Pero la alegría duró poco. Cinco minutos más tarde, los suecos alcanzaban la igualdad y el partido se empantanó en el medio campo, para dar señales de inclinarse favorablemente hacia la albiceleste hasta el entretiempo.
Tras el descanso, los argentinos volvieron a madrugar a su rival, con gol de Galateo a los dos minutos, y los suecos a empatarlo, tras un error garrafal del arquero Freschi, promediando el complemento.
Los nervios de Freschi contagiaron a todo el equipo y, faltando diez minutos para el final, otra desafortunada intervención puso en ventaja definitivamente al seleccionado proveniente del frío. De nada valieron los intentos aislados por remontar lo irremontable.
“El team argentino presionó, pero sin ninguna eficacia”, resumió el reporte de Crítica”, que ponderaba el desempeño del delantero santafesino.
En una nota de color, citando fuentes de la United Press, se daba cuenta de la promesa que Pascucci no pudo cumplir. El entrenador italiano, que tenía a su novia viviendo en Parma, cerca de Bologna, había anticipado que si los suyos ganaban y pasaban de ronda, viajaría esa misma noche a pedir la mano de la muchacha, que llevaba tres años sin ver.
Tercer tiempo
Contra lo que puede pensarse, y a pesar de la tristeza que los embargó hasta las lágrimas, los argentinos no se tomaron el primer barco de vuelta. Se quedaron en la península hasta el final del torneo, que consagró al anfitrión, bajo la amenazante mirada del Duce. Incluso, jugaron un partido amistoso contra un combinado italiano B y le ganaron 2 a 0.

En paralelo, cuatro compatriotas festejaron el título como propio. Eran los llamados “oriundi“, descendientes de inmigrantes y tempranos emigrados al fútbol europeo, que jugaron en el seleccionado campeón. Raimundo “Mumo” Orsi había brillado en Independiente y Enrique Guaita, en Estudiantes de La Plata. Ambos integraron recordadas delanteras, de aquellas que se recitaban de memoria. Atilio Demaría y Luis Monti habían estado en el plantel del seleccionado argentino que resultó subcampeón cuatro años antes en Uruguay. El caso de Monti es singularmente único e irrepetible, dramático. Jugó dos finales bajo terrible presión física y psicológica.
“En 1930, en Uruguay, me querían matar si ganaba, y en Italia, cuatro años más tarde, si perdía”, recordó mucho tiempo después.
Digno de un epitafio.