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Caras y Caretas

           

El eterno resplandor del Gato Barbieri

Es el saxofonista argentino de mayor influencia en la escena global de jazz. A cinco años de su muerte, un recorrido por su vida, obra y múltiples búsquedas estéticas.

“Latino”, en el mundo del jazz –o en el de los Estados Unidos– significa caribeño. Le cabe al Gato Barbieri haberle dado a esa palabra otro sentido. Y no sólo porque recurrió, en su repertorio, a tangos o vidalas. En todo caso ese es el lado más aparente de su estilo. El aporte de ese saxofonista nacido en Rosario, educado sentimentalmente en las calles y los bares de Buenos Aires y en el ambiente del jazz porteño de los años cincuenta, crecido musicalmente con los discos y descubridor de un nuevo mundo con John Coltrane, fue encontrar la rugosidad, la fiebre, la aridez y la potencia que estaban más atrás, en el fondo de las chayas del noroeste argentino. No necesariamente sus escalas sino su energía; su expresión; su grito.

Contaba el Gato Barbieri que tocar jazz le había ocasionado cierta culpa, pensando que quienes tenían verdadero derecho a hacerlo eran los afronorteamericanos. En una entrevista publicada en la revista Siete Días en 1971, en ocasión de la visita a Buenos Aires en la que presentó la música “tercermundista” que estaba haciendo entonces y en la que reveló al público de esta ciudad la existencia de un percusionista extraordinario llamado Naná Vasconcelos, relataba la importancia que habían tenido para él las conversaciones con el cineasta brasileño Glauber Rocha, el director de la notable Dios y el diablo en la tierra del sol, que en 1964 había sido candidata a la Palma de Oro de Cannes y de El dragón de la maldad contra el santo guerrero, también conocida como Antonio das Mortes, por la que ganó, en ese festival, el premio a mejor director en 1969. “Habíamos dividido un departamento en Nueva York, y compartíamos la vivienda con Glauber y Naná”, contó mucho más adelante a este periodista.

“Improvisábamos con Naná durante horas, mientras Glauber preparaba feixoada en la cocina. Y fue él quien me dijo que yo también era de una cultura pobre y marginada y que el jazz podía ser el vehículo para expresarlo. Que ser negro o tercermundista era la misma cosa; era estar al costado del mundo.”   

Clarinetista en sus comienzos, Barbieri había tocado, siendo un adolescente, con la orquesta de Lalo Schifrin, el músico que poco después se fue con el grupo de Dizzy Gillespie y, más tarde, ganó fortunas con el tema musical de la serie televisiva Misión imposible. El clarinete cedió su lugar al saxo alto cuando, en 1946, a los 12 años, escuchó a Charlie Parker en “Now’s the Time”. Y el saxo alto fue reemplazado por el tenor cuando escuchó a Coltrane. En ese entonces, iba a Uruguay a conseguir discos. En Buenos Aires, contaba, “no había ni discos ni instrumentos”. El Gato, como todos los gatos –y de allí tal vez le venga el sobrenombnre–  se movía de noche y construía el sonido de una ciudad cosmopolita y moderna que se superponía a otras ciudades anteriores, sin reemplazarlas. Buenos Aires aparecía en ese nuevo jazz, que se filtraba en las músicas en vivo de los canales de televisión, y en el nuevo cine que tenía a Manuel Antín, Leonardo Favio y Leopoldo Torre Nilsson como figuras destacadas. Y el saxo de Barbieri, tocando la música que había compuesto su hermano, el trompetista Rubén, era el sonido de El perseguidor, la película que el también compositor Osías Wilenski dirigió en 1962 a partir del cuento de Cortázar y con Sergio Renán como protagonista. El Gato se movía de noche y, tal vez sin saberlo, su nombre ya prefiguraba otros destinos. A lo largo de una carrera tan extensa como imprevisible (gatuna) nadie tendría, como él, tantas vidas y tan distintas.

“Los músicos de jazz no me consideran un músico de jazz y los músicos latinos no me consideran un músico latino”, decía Barbieri en Nueva York, donde vivió durante más de cuatro décadas. “Si tengo que tocar un tango, puedo; si tengo que tocar música brasileña, puedo. Y si quiero tocar como Coltrane también puedo. Pero lo hago siempre con mi firma”. Si su primera vida había sido la de un deslumbrante saxofonista coltraniano, en la Buenos Aires de fines de los 50 y comienzos de los 60, a fines del 62 comenzó su segunda encarnación, en Roma y junto con su pareja, Michelle, que había nacido en la Argentina pero tenía ciudadanía italiana y, lo que fue mucho más importante para la trayectoria del Gato, era amiga personal de Pier Paolo Pasolini y Michelangelo Antonioni, se movía como pez en el agua en el ambiente intelectual y artístico europeo y viajaba frecuentemente a París.

En esa ciudad, Barbieri conoció al trompetista Don Cherry, que había sido miembro del grupo de Ornette Coleman en 1959, y junto con él grabó dos discos para el sello Blue Note: Complete Communion (1965) y Symphony for Improvisers (1966). También tocó con la Jazz Composer Orchestra de Michael Mantler con la que grabó para el sello ECM la obra Escalator over the Hill, de Carla Bley, donde también participaban Jack Bruce, el bajista y cantante del trío Cream (con Eric Clapton y Ginger Baker), Linda Ronstadt, Enrico Rava y Dewey Redman, entre otros y, en 1969, fue parte de otro disco legendario, Liberation Music Orchestra, del contrabajista Charlie Haden y con arreglos de Carla Bley, publicado por Impulse. El lenguaje era, en gran medida, el del free jazz, ese sub estilo del género alejado de las escalas tradicionales, de los pies rítmicos previsibles y de la idea de tema, que, en esos años, había forjado una fuerte identificación con los movimientos más radicales de lucha por los derechos civiles de los afroestadounidenses. El radicalismo político no podía estar acompañado por una música funcional, complaciente o decorativa. Y el jazz debía problematizar “la cuestión negra” y no estetizarla para el público blanco. El gato se deslizaba por el free pero guardaba sus distancias: “Me dí cuenta de que el free jazz no era para mí”, dijo más adelante Barbieri que había dicho entonces, y ese fue el comienzo de su tercera vida, en un tercer mundo tan fructífero como imaginario y con un disco llamado The Third World, publicado por el sello Flying Dutchman.

Ese no era un título inocente. Tampoco lo era el de la Liberation Orchestra, que recorría un repertorio conformado por canciones de la Guerra Civil Española, temas compuestos por Carla Bley, una obra de Ornette Coleman (“War Orphans”) y dos de Haden, “Circus ’68 ’69”, inspirado por “el circo de” la Convención Nacional del Partido Demócrata a fines de 1968, y “Song for Che”, dedicada al Che Guevara.

Pero hubo, claro, otras vidas. Algunas casi simultáneamente, como el éxito con la música para Ultimo tango en París (1972) –el famoso y en su momento controvertido film de Bernardo Bertolucci con Maria Schneider y Marlon Brando–. Y el capítulo (sud) americano tuvo, por su parte, una continuación con cuatro discos más para Flying Dutchman, Fenix, El pampero y Under Fire, todos de 1971, y Bolivia, de 1973, y una serie para Impulse llamada, justamente, “capítulos”: Chapter One: Latin America y Chapter Two: Hasta Siempre, ambos de ese mismo año, Chapter Three: Viva Emiliano Zapata (1974) y Chapter Four: Alive in New York (1975). Y luego, una vida más, la que comenzó con Caliente (1976) y Ruby Ruby (1978), discos producidos por Herb Albert donde estaba, como siempre, el sonido Barbieri, pero el Gato había abandonado el desafío. “Creo que Caliente es mi disco preferido”, aseguró mucho después. “Herb Alpert fue el mejor productor que tuve. Y Caliente es un disco muy bello. También Tercer Mundo. Y Fenix. Pero mi memoria ya no es buena. Tuve problemas con la droga y el alcohol. Estuve mucho tiempo sin tocar. Después Michelle estuvo muy enferma. Y yo la amaba. Y ella murió y creo que recién me dí cuenta cuando llegó un dolor que no podía soportar. Estaba muerto. Lo único que hace que viva –decía el Gato poco antes de morir, en 2016– es seguir tocando.”

Escrito por
Diego Fischerman
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