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Caras y Caretas

           

EN BUSCA DE LA INFANCIA PERDIDA

Quizá porque regresar a la niñez es imposible, la poesía de Alejandra Pizarnik gira en torno de ese desgarro primordial que la convirtió en extranjera, la enfrentó a la angustia y a la muerte y la impulsó a indagar en la escritura la lengua de un territorio sólo habitado por ella.

“Hora en que la yerba crece/ en la memoria del caballo./ El viento pronuncia discursos ingenuos/ en honor de las lilas,/ y alguien entra en la muerte/ con los ojos abiertos/ como Alicia en el país de lo ya visto”. Este poema de Alejandra Pizarnik que pertenece a Los trabajos y las noches (1965) se llama “Infancia”, palabra que no sólo designa uno de los núcleos obsesivos de su poesía, sino que también es el lugar inaccesible al que apunta su escritura, a la que suele emparentársela con el romanticismo y el surrealismo.

No se trata, sin embargo, de la evocación de un tiempo de felicidad, de un irrecuperable paraíso perdido, porque Alejandra tuvo una infancia desdichada y parece no haber habitado nunca paraíso alguno. Por eso, no habla de la niña feliz que fue y dejó de ser, sino más bien de un tiempo de asombros intactos, en que el mundo parece gobernado por la lógica de la poesía, la inocencia permite creer en verdades absolutas y no existe lo imposible, aunque la muerte sea ya una presencia funesta. Pero, sobre todo, es una etapa en que el lenguaje no es una prisión, sino un balbuceo, un murmullo esencial capaz de expresarlo todo. “Vivo el poema como una explosión por debajo del lenguaje”, dijo alguna vez Alejandra, no en un poema, sino en una pregunta dirigida a Roberto Juarroz.

Nadie se va de la infancia por decisión propia. Somos expulsados de ella de manera inexorable sin posibilidad alguna de apelar el fallo porque se trata de una ley impuesta por la naturaleza. Pero ella vivió esta expulsión como un “desgarro”, como un exilio sin posible regreso, aunque la mujer adulta nunca renunció a buscar el camino de regreso en su propia escritura. La suya, para decirlo con sus propias palabras, fue una infancia “asesinada”. Para llegar al jardín, espacio recurrente en su poesía, es necesario caer, como cayó Alicia en la madriguera del conejo.

LA TIERRA MÁS EXTRAÑA

Aunque nació en Avellaneda el 29 de abril de 1936, parece haber heredado de sus padres la extranjería. De origen ruso-judío, ellos llegaron a la Argentina huyendo de los horrores de los campos de exterminio donde diariamente morían miles de judíos. Gran parte de la familia había sido asesinada por el nazismo, un hecho que resultaba difícil o imposible de remontar. Tanto Alejandra como su hermana mayor, Myriam, crecieron escuchando la historia del Holocausto, un relato que permeó sus vidas ensombreciendo todo atisbo de alegría. Esta fue otra forma del exilio, un exilio narrado que contribuyó a consolidar en la poeta su sensación de ser siempre una extranjera, una extraña. Pero hubo quizá una tercera forma de ser extranjera: la preferencia de su madre por su hija mayor, que supuso para Alejandra un exilio del amor materno que incrementó su constante sensación de orfandad. No por casualidad su primer poemario, publicado en 1955, se llamó La tierra más extraña. En “Poema a mi papel”, contenido en ese libro, define su escritura como “penas impresas”, lo que marca que para ella el acto de escribir constituía la única forma de consuelo, aun cuando tantas veces no lo encontrara. Lo corrobora en sus Diarios – que comenzó a escribir a los 18 años y no abandonó hasta poco antes de su muerte, en 1972– cuando dice: “Escribir es querer darle algún sentido a nuestro sufrimiento”. También menciona allí al poeta que admira y al que dice “imitar”: César Vallejo. “¡Amado Vallejo! ¡Mi adorado poeta triste!”, dice, identificándose con él en el sufrimiento de estar vivo y también en su familiaridad cotidiana con la muerte.

Para no ser una extranjera perpetua, hizo de la poesía su patria, su casa, una suerte de mundo paralelo de palabras en el que se sentía más arraigada que en el mundo real. “Voy a ocultarme en el lenguaje”, dijo Alejandra alguna vez a modo de objetivo no sólo poético, sino también vital. “Ella nunca reflexionaba sobre el lenguaje como expresión, siempre lo tomaba con una aventura individual”, dice Ivonne Bordelois, quien fue su amiga.

POETA MALDITA

Sin embargo, no siempre se sintió allí resguardada. Por el contrario, se enfrentó varias veces a la frustración de no poder encontrar la palabra capaz de expresar la profundidad de su angustia para poder liberarse de ella aunque fuera por un momento. Es entonces cuando su afán destructivo se impone sobre su impulso constructivo y la angustia la acerca peligrosamente a una única salida: la muerte. La angustia y la muerte forman parte de los núcleos obsesivos de su obra porque son también, como en Vallejo, núcleos obsesivos de su vida. La angustia de Pizarnik parece sobrepasar la angustia existencial de ser “arrojado en el mundo” de la que habló Sartre, una angustia que es casi definitoria de la especie humana, pero que en ella parece personalizarse y llegar a los tonos más sombríos hasta volverse imposible de soportar.

Estos núcleos pueden reconocerse a través de sus poemarios La tierra más ajena, La última inocencia (1956), Las aventuras perdidas (1958), Árbol de Diana (1962), Los trabajos y las noches, Extracción de la piedra de locura (1968) y El infierno musical (1971). El humor y la ironía que también cultivó son claves que caracterizan más bien a otros géneros que también abordó, como el teatro y el relato.

Si algún privilegio tuvo Pizarnik, fue un privilegio oscuro: ser una de las escasísimas poetas mujeres consideradas malditas. Tan enamorada de las lilas que las incluyó en muchos de sus poemas, pasó su corta vida, sin embargo, cultivando “las flores del mal”, multiplicándolas a partir de las raíces de su propio sufrimiento, como si Baudelaire mismo le hubiera encargado cuidar su jardín sombrío mientras él estuviera de viaje.

Su suicidio a los 36 años terminó de convertirla en un mito, pero, al mismo tiempo, demostró que la angustia, el sufrimiento, la sensación de ser una extranjera en todas partes y su familiaridad con la muerte, por la que se sentía seducida, no fueron meros tópicos literarios.

Escrito por
Mónica López Ocón
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