Escribía en forma obsesiva. Lo que no quiere decir que escribiera mucho sino que había temas a los que volvía una y otra vez: la infancia perdida, el silencio, la sexualidad desbordada, la locura y la muerte, siempre la muerte, como amenaza y como promesa.
Que haya sido una artista precoz con trastornos psiquiátricos y que se haya suicidado siendo joven fueron condimentos esenciales para alimentar el ideal romántico y transformarla en un mito. Pero ella era muy de carne y lágrimas, demasiado intensa y sanguínea, y su poesía está tremendamente viva como para confinarla al mármol de las estatuas. Flora Alejandra Pizarnik nació el 29 de abril de 1936 en Avellaneda, provincia de Buenos Aires. Sus padres, un matrimonio de judíos ucranianos, habían llegado a la Argentina, donde tuvieron primero a Myriam y, dos años después, a Alejandra. También fue en estas tierras donde se enteraron de que los nazis habían asesinado a sus familias, a excepción de un hermano y una hermana que, como ellos, se habían ido antes del exterminio.
Alejandra todavía usaba el “Flora”, hablaba con acento europeo y había empezado a estudiar Letras en la UBA cuando a los 19 años publicó La tierra más ajena, su primer libro de poesía. El epígrafe comienza diciendo: “¡Ah! El infinito egoísmo de la adolescencia”, con lo que da dos claves que marcarán toda su obra: el autor de la cita es Arthur Rimbaud, otro poeta maldito que, como ella, murió muy joven, y la adolescencia, que será la etapa a la que Pizarnik se aferrará, tratando de eternizarla.
Fue en esos primeros años cuando aparecieron los complejos por su tartamudez, su acné y la obsesión por la gordura que la llevó a tomar pastillas. Alejandra combinaba las anfetaminas con los barbitúricos, y al tiempo se hizo adicta, por lo que saltaba de la euforia a la depresión y padecía feroces insomnios.
Tener que estudiar en forma sistemática no pegaba con su espíritu indómito, así que después de un tiempo dejó la universidad y se puso a tomar clases de pintura con Juan Batlle-Planas. Pero la poesía marcaba sus días y en 1956 publicó La última inocencia. El libro está dedicado a quien entonces era su psicoanalista y fue su amor platónico durante varios años.
Para entonces, ya era Alejandra, una chica nada convencional, que llevaba el pelo corto, se vestía de forma andrógina y había empezado a relacionarse con otros poetas y artistas. Su vida social, amorosa y sexual bordeaba los excesos, y sería así casi siempre, excepto el último año, en el que el dolor psíquico pudo más.
Pizarnik leía sin parar, tenía un humor corrosivo y era puro impulso y franqueza, lo que la llevaba a amar con furia, en esos días al poeta colombiano Jorge Gaitán Durán, cuya muerte trágica en un accidente aéreo le dejó marcas.
En 1960 se fue por cuatro años a París, donde pasó hambre y se deprimió, pero también escribió, trabajó como traductora, publicó en prestigiosas revistas literarias, tomó clases en La Sorbona y se relacionó con escritores franceses y latinoamericanos. Entre ellos, con Octavio Paz, que iba a prologar su libro Árbol de Diana, y con Julio Cortázar y Aurora Bernárdez, que además de sus íntimos amigos fueron casi su familia.
Alejandra adoró París, que le permitió descubrir escritores que la fascinaron. Sin embargo, decidió volver a Buenos Aires, donde publicó Los trabajos y las noches (1965), con el que ganó dos premios muy prestigiosos. A su alrededor danzaban ya los fantasmas de la muerte y la soledad que la habían llevado a dos intentos de suicidio, aunque también estaba todo lo otro: sus colegas que la aplaudían e instituciones internacionales, como la Guggenheim, que la becaban para que siguiese escribiendo. La condesa sangrienta fue su más emblemático texto en prosa, al que le siguieron la publicación de Extracción de la piedra de locura (1968) y El infierno musical (1971), ambos de poesía.
Los últimos años fueron difíciles. La poeta daba cada vez más muestras de desquicio, y en 1972 estuvo cinco meses internada en una clínica psiquiátrica. Cuando salió, todo fue para peor: vivía de noche y su dieta se basaba en grandes dosis de té y pastillas con las que trataba de domar su dolor y fragilidad, mientras escribía de jaulas, sangre y oscuridades. El 25 de septiembre de 1972 la encontraron muerta por sobredosis en su departamento. Tenía 36 años y la muerte, con “sus extrañas manos”, la había finalmente abrazado. Ella nos lo había dicho: “Alguna vez me iré, como quien se va”. Y lo hizo, no sin antes dejar su despedida.