Todo lo que hacía Leonel Edmundo Rivero lo hacía bien. Podría haber destacado como guitarrista clásico o bien como investigador de la lengua callejera o como escritor, pero decidió ser “apenas” una de las voces más fascinantes y singulares de la formidable historia del tango. Un cantor extraordinario en el real sentido de la palabra, sobrio, agreste y romántico al mismo tiempo, de registro bajo. Maravilloso. Único.
Descolló en las mejores orquestas –de Horacio Salgán a Anibal Troilo– y también con guitarras. Hizo lucir a los poetas más sofisticados de su tiempo –Enrique Cadícamo, Homero Manzi, Pascual Contursi, Enrique Santos Discépolo– y también en los que hurgaron en el hondo bajo fondo de la marginalidad, aquellos vates lunfardos como Carlos de la Púa y Dante Linyera. Era un estudioso de la voz y el habla: escribió ensayos en los que vinculaba los cantantes líricos con los del tango y fue uno de los más tenaces agitadores de la Academia Porteña de Lunfardo. Gardeliano irredento siguió, como el Zorzal, la línea estética que integraba ciudad, arrabal y campo. Se consideraba, en ese sentido, “cantor nacional”, tan diestro en el tango como en la milonga, la cifra y el estilo.

El arte de Edmundo Rivero tiene que ver con cierta mirada asceta. Había una relación entre su vida personal –sobria, saludable, ordenada– y la artística. Con sabiduría, asordinó el carácter teatral de la interpretación tanguística. Evitó la declamación con consciencia casi militante. Nada en él fue intuitivo o casual. A diferencia de Roberto Goyeneche, por caso, soslayó la anécdota y la bohemia para concentrarse en el estudio metódico de todo lo que le interesó: desde el aprendizaje académico de la guitarra clásica española a la disección del canto de Carlos Gardel. En el ejemplar libro Las voces, Gardel y el canto analizó las posibilidades infinitas de la voz humana y trazó una serie de máximas de lo que debe ser un cantor. Una de ellas: “Cantar a media voz y no fortísimo”. También escribió, contra cierto estereotipo romántico de los años 40 y 50: “No comparto la idea de que todo es simple cuestión de sensibilidad, una especie de ‘duende’ misterioso que tiene cada cantor. Gardel, de quien siempre se olvida esta faceta, pudo llegar a superarse porque estudiaba, tomaba clases, escuchaba a los grandes cantantes”.
En los años de oro del género, debió lidiar contra ciertos presupuestos. Su lugar, siempre único, aparecía a contramano de los tenores galanes tanto en lo físico como en el registro vocal. Hay una anécdota célebre que marca la ceguera –y sordera– de la industria discográfica de aquellos tiempos, en los que el tango era un negocio formidable, una locomotora imparable a la que había que alimentar con grabaciones de todo tipo, de las viñetas cándidas de la orquesta de Alfredo De Angelis a la elegancia de la de Osvaldo Fresedo. Cuando Horacio Salgán iba a grabar su primer disco con Rivero como vocalista, un directivo del sello RCA le dijo al pianista y director: “Mire, la orquesta es rara, no se le entiende bien. Pero el cantor es imposible”.
Los amigos lo llamaban Leonel o El Feo; Troilo le decía “Gaucho”. Cantó a Homero Manzi de un modo maravilloso. Con la orquesta de Pichuco se apropió de tangos hermosísimos como “El último organito” y “Sur”, su éxito más trascendente. Es extraño el efecto que provoca su canto. La voz de Rivero convoca a recordar un sonido añejo, un mundo perdido, con maneras graves pero amables. Una quimera lejana, en la que el tango conjugaba excelencia y pueblo.
En los años de repliegue y resistencia –a partir de los 60–, se dedicó a profundizar el lunfardo. El habla marginal siempre estuve presente en el género –con gemas como “El ciruja” o “Mano a mano”–, pero él le impregnó ideología, contenido semántico y, además, forzó la composición de nuevas piezas lunfardas. Hoy muchas de ellas han quedado arrumbadas por su contenido apologético de la violencia de género; otras fueron rescatadas por artistas extremos, de otros palos, como Daniel Melingo y Ricardo Iorio.

A Rivero le gustaba recordar su infancia en Valentín Alsina y Saavedra. Tenía idealizado el pasado, un poco a la manera borgeana: evocaba payadores, malevos, boyeros y serenatas. Hijo de un jefe de estación de tren y de una madre que gustaba tocar la guitarra, de muy pequeño supo que la música era su destino. De eso, del destino y el azar, llegó a conversar precisamente con Jorge Luis Borges. En 1965 fueron convocados Rivero, Borges, Astor Piazzolla y Luis Medina Castro para plasmar en un disco –El tango– las milongas del escritor. Pensar esos nombres ilustres desde la perspectiva actual haría suponer un suceso artístico de alcances mundiales. Sin embargo, tuvo menos éxito del esperado. No hubo una alquimia real entre los genios de los díscolos Borges y Piazzolla. Es un buen disco, tal vez algo pretencioso y solemne, con piezas como “Jacinto Chiclana” y “A don Nicanor Paredes” que sobrevivieron al olvido.
En 1969 abrió El viejo almacén, un local en San Telmo que combinó buen tango y jet set internacional. Edmundo Rivero se dejó rodear por reyes, actores y actrices de todo el mundo. Ya había dado todo, y sólo le quedaban las relaciones públicas, y algunos tangos que cantaba cuando la noche lo requería, y que le despertaban una memoria emotiva conmovedora.
Muy probablemente ni siquiera él fue consciente de su dimensión artística. Viajó por gran parte del mundo, con su guitarra a la manera trovadoresca, o al frene de diferentes agrupaciones. Sentía un especial embelesamiento por Japón. “La guitarra no me sirvió solamente para ganarme la vida –comentó–, sino que también fue una llave dorada que me abrió las puertas más increíbles”. Esas puertas tenían que ver con los malandras y su verba, los poetas y “las maravillas de la cultura nipona”.
Leonel Edmundo Rivero murió el 18 de enero de 1986, hace 35 años. Fue un músico inconmensurable. Ahí está, desordenada, en vinilo, cd y en spotify, su discografía. Cada escucha es una oportunidad para descubrir nuevas aristas de su arte. Siempre severo, definitivamente clásico.