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Caras y Caretas

           

EL MÉDICO QUE VIO MORIR AL GENERAL

El doctor Carlos Malbrán estaba haciendo compras en una farmacia del centro porteño cuando el estampido de un disparo llamó su atención y la víctima requirió de sus servicios.

Durante la mañana del 22 de junio de 1889, el doctor Carlos Gregorio Malbrán acudió a la farmacia Menier, situada en la esquina de Esmeralda y Tucumán, con el propósito de adquirir un brebaje digestivo para su consumo personal.

Allí era tratado con suma deferencia porque, con apenas 27 años, aquel hombre ya tenía una promisoria carrera en el campo de la medicina. Tanto es así que en los círculos académicos había tenido una excelente acogida su tesis sobre la “Patogenia del cólera”, escrita tras ser enviado por el presidente Miguel Juárez Celman a combatir una epidemia de ese mal en Mendoza. Seguidamente viajó a Europa para estudiar el uso de los sueros contra la tuberculosis y la difteria con dos eminencias: Max Joseph von Pettenkofer y Robert Koch. Ahora era miembro de la Comisión de Buenos Aires para la Gestión de Residuos.

Malbrán esperaba que le empaquetaran la compra, cuando echó un vistazo a su reloj de bolsillo; faltaban exactamente diez minutos para el mediodía. De pronto, se oyó un disparo.

Tal estampido había sonado en la calle, hacia donde él –al igual que el resto de los presentes– dirigió la mirada. Entonces pudo ver un cuerpo sobre el empedrado y una silueta con una pistola aún humeante entre sus dedos.

De inmediato, el herido fue acarreado por algunos transeúntes hasta la farmacia. Era un sexagenario con la cara y parte de la barba canosa empapadas en sangre. Malbrán se dispuso a prestarle los primeros auxilios.

EL CAUDILLO

En este punto conviene retroceder a 1870, cuando ya concluida la Guerra de la Triple Alianza contra Paraguay, el gobernador entrerriano, don Justo José de Urquiza, agasajó en su residencia, el Palacio San José, al presidente Domingo Faustino Sarmiento. El anfitrión lucía exultante. No suponía que hubiera una conjura en su contra, dirigida por un antiguo aliado, el general Ricardo López Jordán. Este, tras secundarlo en las batallas de Caseros y Pavón, se encontraba muy disgustado con él, puesto que le atribuía –entre otras agachadas– un pacto con Bartolomé Mitre para poner fin a la Confederación Argentina a cambio de seguir en carrera. De modo que fijó su plan para el 11 de abril, convirtiéndose así en el último caudillo federal en armas.

El punto de partida de su revuelta era destituir y arrestar a Urquiza. Para eso envió al Palacio San José una partida de 50 hombres comandados por el coronel Simón Luengo. Ya se sabe que el asunto se desmadró y que, al grito de “¡Muera el traidor de Urquiza!”, ellos dejaron su cadáver hecho un colador.

Dos días después, consternado por aquel epílogo, López Jordán asumió como el gobernador provisorio con la venía de la Legislatura provincial.

Pero Sarmiento se la tenía jurada, y no tardó en imputarle tal homicidio, acusación que repetiría una y otra vez en el transcurso de los años.

¿Acaso fue realmente así? Porque Juan Bautista Alberdi, en sus Escritos póstumos, desliza que fue el mismísimo Sarmiento quien ordenó la muerte de Urquiza.

Sea como fuere, desde entonces el Presidente no le dio tregua a López Jordán. Y a la semana de ser este designado, envió a Entre Ríos un regimiento. Acto seguido, declaró la guerra a esa provincia como si se tratara de otro país. Así, tras algunas escaramuzas, el 23 de enero del año siguiente se produjo en Corrientes la batalla de Ñaembé. Fue la primera gran derrota del caudillo.

De tal enfrentamiento su memoria supo guardar una imagen: el preciso instante en que uno de sus oficiales, el capitán Atilio Iturralde, con un catalejo incrustado bajo una ceja, observó a un fusilero enemigo que estaba por ensartar con la bayoneta a un cabo de su milicia justo cuando una esquirla lo hirió de muerte. Es probable que aquel plano se completara con el relampagueo de las explosiones, los incendios que azotaban el valle y las humaredas.

Ese día huyó a Brasil con 1.500 hombres. Fue el comienzo de su agonía política y militar. Un penoso desplome que prosiguió, a fines de 1873, con la derrota en la batalla librada cerca del arroyo entrerriano Don Gonzalo. Fue allí donde el ejército nacional estrenó los fusiles Remington adquiridos en Estados Unidos por Sarmiento, y que causaron estragos entre las tropas jordanistas. El resto de sus vicisitudes incluyeron otros combates con resultados calamitosos y su captura, de la cual escapó disfrazado de mujer. Desde aquel momento, su cabeza tuvo precio: diez mil pesos de la época. Finalmente se exilió por más de tres lustros en Uruguay. Hasta principios de 1888, cuando Juárez Celman lo benefició con una amnistía. Y fijó residencia con su familia en Buenos Aires.

EL ÚLTIMO SUSPIRO

A los 67 años, ya alejado de las pujas del poder, la única aspiración de López Jordán era recuperar su grado de general. En tales circunstancias no imaginaba que los resortes del destino le regalarían una especie de revancha.

En vísperas de la primavera, una noticia conmovió a la ciudad: la muerte en Asunción del Paraguay de Sarmiento. Su cuerpo fue repatriado.

Juárez Celman decidió rendirle honores y se organizaron las exequias para el 21 de septiembre. Nunca antes hubo en Buenos Aires un entierro de tamaña magnitud. Los carruajes fúnebres eran majestuosos, sin desentonar con la sobriedad de la cureña. El cortejo avanzaba hacia la Recoleta ante la mirada silenciosa del público. Eran miles de ciudadanos atraídos por el espectáculo, y allí había una notable escena de la historia: López Jordán estaba entre ellos. ¿Qué pensamientos habrían cruzado entonces por su mente?

El 22 de junio del año siguiente, López Jordán desayunó con su esposa; luego se despidió de ella y salió del hogar.

Iba a visitar a su amigo Damaso Salvatierra. En el trayecto encontró al coronel Octavio Leyra, a quien saludó antes de seguir su camino.

Entonces, súbitamente, en la calle Esmeralda, a metros de Tucumán, lo cruzó un sujeto con estampa torva. Y empuñando una pistola Lefaucheux de calibre 12, le dijo a viva voz:

–Soy Aurelio Casas. ¡Usted degolló a mi padre y yo lo voy a matar!

López Jordán no sabía de qué diablos le hablaba.

Ni que el progenitor del susodicho, el cabo Zenón Casas, de las fuerzas nacionales, había sido despenado tras toparse con una partida de desertores al mando de un tal Nicómedes Coronel, con quien tenía una cuenta pendiente.

Y menos aún –tal como después lo estableció el dictamen judicial– que Aurelio actuaba en realidad por cuenta de Justo y Diógenes Urquiza, vástagos del insigne militar, a cambio de algunos billetes.

Ignorante de todas esas cuestiones, el caudillo sólo alcanzó a parpadear al recibir un tiro en la cabeza.

Su masa encefálica enchastró el empedrado. Pero Ricardo López Jordán aún respiraba cuando lo ingresaron a la farmacia Menier.

El azar quiso que exhalara su último suspiro entre los brazos del doctor Carlos Malbrán. A su modo, fue también la cólera lo que acabó con él.

Escrito por
Ricardo Ragendorfer
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