El tiempo se detuvo y vivimos confinados. La afirmación surge de una sensación compartida por millones de personas en todo el mundo. En nuestro país, el distanciamiento social obligatorio lleva poco más de un mes, un lapso ínfimo en relación con los años en los que nuestras vidas transcurrieron con circulación libre y sin mayores restricciones en los contactos interpersonales. Sin embargo, los sentimientos de angustia, temor y preocupación son reales y parecería que nos acompañan desde hace mucho tiempo. La incertidumbre manda y nadie sabe hasta qué punto podremos reencontrarnos con el mundo tal cual lo conocíamos. La humanidad vive un momento inédito en su historia contemporánea producto de un virus con una capacidad sorprendente para replicarse, que desnudó la profunda fragilidad de las sociedades modernas.
La psicoanalista, docente e investigadora Alexandra Kohan es muy consciente de la complejidad y magnitud del escenario que impuso la pandemia. También de que, dado su breve período de desarrollo y su incierto final, se hace imposible trabajar con certezas y respuestas concluyentes. Situaciones tan excepcionales suelen demandar nuevas herramientas de análisis y estas todavía se encuentran lejos de desarrollarse. Pero de la misma manera, estos tiempos también necesitan de la reflexión, de hacerse preguntas y cuestionar mandatos, imposiciones o autoexigencias que pueden hacer aún más pesado y asfixiante el ya de por sí difícil desafío de transitar esta pandemia desatada por la Covid-19.
–Vivimos un momento único en la historia contemporánea y estamos aprendiendo a transitarlo. Durante los primeros días se multiplicaban los llamados a escribir una gran novela, bajar diez kilos, arreglar la casa… ¿Cómo observás ese fenómeno?
–Ese tipo de humores se ven muy claramente en las redes sociales, aunque no sean una encuesta general de los estados emocionales de la sociedad. Lo que más me extrañó fue que esos mandamientos comenzaron a circular muy rápidamente, incluso antes de que la cuarentena fuera obligatoria. Se usaba mucho la expresión “aprovechar”. Es curioso cómo se activan esas consignas, casi como si lo que estuviéramos viviendo fuera algo de todos los días y lo único extraño fuese que no podemos salir de nuestras casas. Pero después nos encontramos con la realidad. Que estamos en nuestras casas pero muchos tenemos que trabajar de forma remota, y eso no siempre es sencillo. Que compartimos el espacio familiar con el laboral y todos tienen sus necesidades y exigencias, que se multiplican las tareas hogareñas por la mayor dificultad para conseguir alimentos, por ejemplo, y por todas las nuevas tareas de higiene que requieren. Entonces el voluntarismo suele diluirse, y está bien que así sea si lo entendemos como una imposición. El que pueda disfrutar y hacer más cosas que le gusten, bienvenido sea. Pero dejarse llevar por normativas puede generar más frustración y malestar.
–Ahora las familias están obligadas a convivir las 24 horas los siete días de la semana. ¿Esa dinámica sí o sí lleva al conflicto?
–Es una situación inédita. Eso de compartir día a día un espacio quizá puede tener puntos de contacto con las vacaciones, una época del año en la que pueden aumentar los conflictos familiares. Pero son períodos cortos, permiten otras libertades y están fundados en un horizonte de disfrute. Acá surge a partir de un repliegue social obligatorio y necesario, impulsado por el Estado y con un final incierto. En general, la cuarentena impide la alternancia, porque normalmente las familias conviven pero no cada hora del día. Los padres trabajan, los chicos estudian y los espacios comunes no tienen una dinámica permanente. Ahora se superponen en un contexto general de incertidumbre, y eso siempre genera dificultades. Hoy todos los días parecen iguales: nos despertamos, abrimos los ojos y la pandemia siempre sigue ahí.
–A veces las dificultades de la cuarentena tapan un poco su origen, que es la pandemia.
–Exacto. Vengo escuchando mucho la ansiedad para ver si aflojan la cuarentena. Eso se visibiliza mucho con la expectativa cada vez que el presidente Alberto Fernández da un mensaje. La gente espera que se pueda salir a correr, si se habilitarán nuevas actividades, si podremos salir con los chicos a la calle… Parecería que un cambio en estas reglamentaciones fuera capaz de modificar la realidad. Y la realidad es que el virus sigue ahí, circulando, enfermando y matando. Hasta ahora no hay vacuna ni un tratamiento efectivo. Todo esto último, por más que no lo expresemos o no lo pensemos permanentemente, está implícito y nos interpela.
–Aparentemente, la vacuna no será realidad en 2020 y es un enigma su efectividad y cómo hacerla llegar a todo el planeta. ¿Se viene un mundo con las relaciones sociales marcadas por el miedo y el distanciamiento?
–Uno sigue las noticias, y muchas de ellas no son nada alentadoras. Algunas aseguran que el distanciamiento social seguirá hasta 2021 o 2022. Parece una locura, pero vivimos en esa incertidumbre. Me preocupa que se instale el miedo a la otra persona como agente de la enfermedad. En algún punto me recuerda a cuando empezó el sida. El miedo y la parálisis que podía generar en los cuerpos eran notables. “¿Cómo vamos a hacer para seguir cogiendo?” era la pregunta de esos años. Lo del coronavirus podría llegar a una escala muchísimo mayor. Creo que a muchos nos preocupa cómo esta pandemia va a alterar a futuro los lazos sociales. Los miedos a veces se expresan de la peor manera, como los ataques a médicos o personal de la salud. Muchos los aplauden a las 21, pero otros los quieren echar de sus edificios el resto del día; diría que a veces son los mismos.
–La sexualidad en tiempos de cuarentena es otro tema complejo por el aislamiento social. El Estado incluso dio directivas muy explícitas.
–Sí, no me gustó mucho. Más allá de las buenas intenciones, el Estado interviniendo y nomenclando las prácticas sexuales me incomoda. Me parece invasivo. El otro día, un colega rosarino que respeto muchísimo, Juan Ritvo, alertó sobre lo errado de que el Estado tome al sexo como una actividad aeróbica y construya su discurso desde ahí. Las normativas sobre la sexualidad siempre son represivas, tanto cuando vienen de la Iglesia como del Estado. Incluso hoy, que no nos prohíben sino que nos dicen cómo coger. Que entienda la sexualidad como mera necesidad fisiológica también me parece un error. Para el psicoanálisis, la sexualidad no es un manual de instrucciones: la sexualidad es perversa y polimorfa.
–Muchas parejas que se habían separado volvieron a vivir juntas para pasar la pandemia con sus hijos. ¿Cómo ves ese fenómeno?
–Evidentemente no hay fórmulas y está perfecto que cada uno busque la suya. Lo que me preocupa es ver muchas quejas de madres y padres con hijos acerca de las restricciones para circular. Me refiero a las parejas separadas que intentan respetar el esquema de una tenencia compartida. Las restricciones eran muy duras al principio, se fueron organizando después con las autorizaciones por escrito, pero todavía aparece alguna queja producto de alguna confusión en los controles policiales. Me preocupa porque la idea más extendida es que los chicos tienen que pasar la cuarentena en un solo domicilio, y casi siempre es el de la madre. Eso, por un lado, es muy injusto para los padres presentes y para sus hijos. Por el otro, parece establecer desde el Estado que la dueña de los hijos es la madre. Ese es un concepto muy machista que contradice los avances que los feminismos consiguieron al respecto.
–Todos nos preguntamos cómo será el día después. ¿Coincidís con quienes creen que saldremos mejores como personas y construiremos sociedades más igualitarias?
–Son expresiones muy voluntaristas. Amparadas en la idea de un aprendizaje o progreso casi exponencial. A mí me terminan sonando muy new age. Son discursos sospechosos. No sabemos cómo vamos a salir de esto, ni cuando, ni si vamos a salir de todo esto. Es muy incierto. Quizá surge una economía todavía más cruel y concentrada porque sólo sobreviven las grandes empresas. También está el riesgo de que algún presidente se tiente con las medidas de control social y eso redunde en democracias más acotadas. Escucho usar mucho la expresión “lo que no te mata, te fortalece”, y es una caracterización caprichosa. Muchas cosas no te matan pero te hacen pelota. Te dejan con agujeros para siempre. Y, en el mejor de los casos, uno aprende a convivir con esos agujeros. Pero nunca se van, son imposibles de llenar. Todo esto es muy reciente y sus implicancias son realmente inciertas. Es muy temprano, me parece, para sacar conclusiones determinantes. Pero que sobrevivamos no garantiza que salgamos mejores de todo esto.