Uno de los mayores problemas que presentan muchos de los pronósticos que circulan en estos días acerca de cómo será el mundo después de que haya pasado la emergencia sanitaria que hoy atravesamos radica en la suposición de que hay algo en la naturaleza del virus, que con tanto ahínco combatimos, o en el tipo de problemas que él plantea a nuestra organización social que determina de manera inexorable las características que habrá de tener nuestra convivencia cuando –como se dice– “todo esto haya terminado”. Unos creen que esta situación producirá una herida mortal, definitiva, en el cuerpo, que parecía tan vital y tan lleno de futuro, de la sociedad capitalista. De modo que ya no habrá que hacer la revolución: el “bichito” hará por nosotros el trabajo de terminar con esta forma injusta de organización social.
Otros, de un optimismo tal vez más moderado, afirman que esta situación nos habrá enseñado a todos que no es posible vivir sin un Estado activo y fuerte, y que caminamos hacia formas de organización social con Estados más presentes y con más funciones que los que hoy tenemos. De modo que ya no habrá que hacer política ni que convencer a nadie: todos los actores sociales y políticos saldrán de la crisis convencidos por igual, por el puro imperio de las evidencias, de las bondades de la intervención del Estado en nuestras vidas. Otros más, por último, nos traen noticias más preocupantes: sostienen que esa mayor presencia del Estado en nuestras vidas se verificará en sus dimensiones más represivas, más disciplinadoras, más funcionales al desarrollo de formas especialmente restrictivas de una biopolítica de la televigilancia y el control remoto de nuestros movimientos, nuestros contactos, nuestra intimidad y hasta de nuestra temperatura.
UN PEQUEÑO DETALLE
Estas perspectivas, muy distintas entre sí, comparten sin embargo algo, a saber, el olvido de la política como dimensión fundamental de la vida de los pueblos, a través de la cual estos organizan sus comportamientos y diseñan colectivamente su futuro. No está escrito en ninguna necesidad inmanente a la naturaleza de esta crisis el rostro del planeta que tendremos cuando ella haya terminado. Incluso es posible que esta última expresión revele un exceso de confianza que nada autoriza a que tengamos: algunos de los trabajos que hemos podido leer en estos días, escritos por gente que sabe más que uno, destacan que si la humanidad en su conjunto no revisa su modo actual de producir sus alimentos (los animales que comemos y los forrajes destinados a esos animales), los trastrocamientos de los ecosistemas de vastas porciones de la tierra seguirán generando, como lo vienen haciendo desde hace varias décadas y varias pestes, otras enfermedades de transmisión zoológica como esta que hoy tanto nos perturba, de la que sería ingenuo suponer que, si no cambian las cosas, vaya a ser la última.
Por lo demás, ni siquiera el fin de esta emergencia que hoy enfrentamos está a la vista. Hace unos días, el alcalde de Nueva York decía, contra algunas posiciones exitistas respecto de la marcha del combate contra el virus, que “todo esto sólo habrá acabado cuando tengamos la vacuna”. No sé nada sobre virus ni sobre vacunas, pero digo: si no cambian cosas muy fundamentales en los modos en los que hoy, en el mundo entero, se diseñan, se fabrican, se venden y se compran las vacunas, el día que “tengamos” (¿quiénes?) la que esperamos tener contra este virus que hoy ataca al mundo, “todo esto”, esta situación tan angustiante y tan perturbadora que vivimos, sólo “habrá acabado” para aquellas personas que estén en condiciones de comprarla o que vivan en países cuyos Estados estén dispuestos o tengan las divisas para hacerlo. Para otros, para millones y millones de hombres y mujeres en todas partes del planeta, la no modificación de esas condiciones puede ser, incluso con vacuna, y acaso sobre todo con vacuna, una segura condena a muerte.
SER Y ESTAR EN EL MUNDO
Tenemos, entonces, dos desafíos por delante. Uno es cómo, en este marco tan difícil, darle una oportunidad a la política, y a una política democrática, para que sea ella, y no las fuerzas de la economía o los saberes técnicos del control social, la que defina los lineamientos de nuestro futuro. El asunto es, en efecto, un desafío, porque las condiciones actuales de vida en la pandemia entran en fuerte tensión con los requerimientos de la democracia. Y esto no sólo por los riesgos que ciertos modos de gestión de las políticas de seguridad sanitaria pueden acarrear para las libertades “negativas” de los ciudadanos frente a los poderes públicos, sino también por los riesgos que el aislamiento de esos ciudadanos representa para su libertad “positiva” para participar de manera deliberativa y activa en la vida pública. No hay democracia sin participación. Debemos pensar qué formas de participación ciudadana son posibles en estas circunstancias.
El otro desafío es cómo pueden los pueblos del mundo, en esta emergencia y después de que la superemos, incidir sobre los factores de poder económico y político del planeta para forzar una necesaria revisión de los modos en que hoy se producen los alimentos que consumimos y se fabrican, por esa vía, las pestes que sufrimos. Se ha dicho: el coronavirus no es la enfermedad, sino el síntoma, y el enemigo que hay que combatir no es el “enemigo invisible” con el que hoy lidian médicos, enfermeros y científicos de todo el mundo, sino la bien visible forma de organización económica del planeta. No sabemos cuál será el rostro que tendrá el mundo después de superada esta emergencia. Pero no podemos desaprovechar la oportunidad que ella nos ofrece para discutir las dos o tres cosas que, parecería, debemos discutir.