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Caras y Caretas

           

HOLLYWOOD EN PANTALLA CHICA

El impacto de las series en la industria del cine. Cómo competir contra el streaming y la comodidad del hogar.

Por Jessica Blady. Cuando la televisión irrumpió como adelanto tecnológico, y después como medio audiovisual, a finales de la década del veinte, Hollywood miró a su “futura competencia” con ojos recelosos, convencido de que iba a llevarse a la industria cinematográfica por delante. Esta premonición apocalíptica nunca se llegó a cumplir –recordemos que auguraban el mismo destino para la radio ante la aparición del cine– porque el arte de las imágenes en movimiento fue, es y seguirá siendo una de las formas de entretenimiento más económicas (sí, incluso más allá de los valores que se manejan hoy en día) pero, ante todo, porque es la prolongación de un “ritual” irreproducible del que muchos espectadores quieren seguir formando parte. Hay algo en la experiencia colectiva de la sala oscura que, a pesar de contar con la mejor resolución 4K y el sonido Dolby 7.1, no puede replicarse en la comodidad de nuestro living. Sepan disculpar esta visión tan romántica (¿e ingenua?), pero nos gusta creer que del otro lado hay gente que comparte el sentimiento. Ojo, esto no implica que la pugna para captar al público sea cada vez más feroz y que las costumbres se vayan modificando. El cine como medio debe adaptarse y, de alguna manera, retroalimentarse de la pantalla chica, ya que las opciones que ofrece esta última son cada vez más variadas y atractivas… y casi por el mismo precio de una entrada. Las cadenas premium, como HBO, vienen modificando nuestros hábitos como televidentes desde hace más de tres décadas gracias a sus productos originales de calidad, capítulos de duración versátil y la falta total de cortes publicitarios, un dato no menor a la hora de encarar los temas que se muestran en pantalla. Los sistemas de streaming –VOD (video on demand, de su original en inglés)–, como Netflix, Amazon Prime Video, YouTube Premium, Facebook Watch o CINE.AR Play, sumaron otra variable: la posibilidad de acceder a temporadas completas el mismo día de su estreno y en simultáneo con su país de origen.

¿Quién puede competir con semejante inmediatez? Por supuesto que no los canales de “aire” –léase, el cable básico– que transmiten sus episodios, muchas veces, con bastante delay y en versión doblada al castellano, un formato con un grandísimo número de adeptos a lo largo y ancho de América latina pero poco aceptado por los seriéfilos más puristas. De ahí que el on demand gane por goleada, siga sumando abonados a montones y no dejemos de escuchar, ante la recomendación de una serie/documental/película, la temida frase: “¿Está para ver en Netflix?”.

El cine no escapa a esta metodología, aunque todavía los estrenos más esperados no cuentan con la misma prontitud al alcance de un clic. La industria quiere y debe proteger sus posesiones más preciadas, y tras su paso por las salas, los films se siguen tomando su tiempo antes de llegar a los hogares, al menos, para los que no pueden acceder a las apps y suscripciones premium. A falta del viejo y querido videoclub del barrio y una buena distribución de los formatos caseros, la alternativa para aquellos que esquivaron los estrenos en el cine (o quieren repetir la experiencia) termina siendo la temida “mantita” y el camino de la ilegalidad. En vez de sentir que está perdiendo la batalla, el séptimo arte intenta adecuarse a los nuevos formatos y exigencias de la audiencia, y como parte de esta evolución, el término “película para televisión” adquiere todo un nuevo significado.

LA CAJA NO TAN BOBA

Por décadas nos hicieron creer que la TV era la hermana bastarda, un medio menor en comparación con el arte fílmico. Los vínculos entre ambos formatos son más estrechos de lo que quisiéramos admitir, y en esta nueva era dorada para la pantalla chica –una que parece estar entrando en el ocaso– las diferencias se van diluyendo y, en más de una ocasión, nos encontramos celebrando la calidad y la originalidad televisiva por encima de los refritos y las superproducciones hollywoodenses más genéricas. Ni lo uno ni lo otro, y si quisiéramos aplicar la filosofía del yin y el yang, es justo decir que “en todo lo malo hay algo de bueno y en todo lo bueno hay algo de malo”. Es verdad que los grandes estudios dependen mucho más del éxito de sus tanques cinematográficos porque la inversión es millonaria y el riesgo gigantesco –a la producción en sí hay que sumarle una cuantiosa suma destinada al marketing–, pero con una ínfima parte de esos presupuestos también pueden concebir películas más chicas que les otorgan premios y prestigio. Así se equilibra la balanza dentro de una industria que es, a la vez, arte y entretenimiento, y cuenta con infinidad de compañías dispuestas a darles un lugar a las producciones más jugadas e independientes. Pero, ¿qué pasa cuando las mayors no quieren aceptar el desafío y ciertos proyectos anclados a pesos pesados de Hollywood no llegan a buen puerto? Nombres como los de Steven Spielberg, Mike Nichols, Martin Scorsese y un larguísimo etcétera siempre estuvieron ligados a la pantalla chica en carácter de productores o de directores de algún “evento televisivo”, destacando esta cualidad de one time only para no mezclar la paja con el trigo. Hoy, los papeles se invirtieron casi por completo. Muchas grandes producciones recurren a directores debutantes, del ámbito independiente o que comenzaron tras las cámaras de un estudio de televisión, un poco para abaratar los costos y otro tanto para controlar las ínfulas del “autor”. En el proceso, los hermanos Russo (Avengers: Infinity War), Taika Waititi (Thor: Ragnarok), Tim Miller (Deadpool), Colin Trevorrow (Jurassic World), Patty Jenkins (Mujer Maravilla) o Ryan Coogler (Pantera Negra) sumaron su particular visión y toneladas de billetes para el estudio, acentuando esta ida y venida entre los dos medios.

Desde la otra vereda, ya es moneda corriente ver a grandes estrellas y realizadores oscarizados incursionando en el mundillo de la tele, en apariencia, último bastión para la originalidad y, muchas veces, esa diversidad que le falta a la pantalla grande. Sin ir muy lejos, y pensando en el año que dejamos atrás, podemos mencionar a Amy Adams (Sharp Objects), Laura Dern (The Tale), Julia Roberts (Homecoming), Michel Gondry y Jim Carrey (Kidding) y Park Chanwook (The Little Drummer Girl), nombres que agregan prestigio e interés tanto para el público como para la crítica. Dramedias, documentales, miniseries… hasta ahí, todo bien; pero la cosa se complica cuando hablamos de largometrajes que quieren trascender el mote de “película para TV”. Cuando Netflix arrancó su producción original de la mano de House of Cards (2013-2018) con el sello de David Fincher, entendimos que la plataforma apuntaba alto en materia de calidad y de sumar nombres de peso a su grilla. En 2015 llegó Beasts of No Nation, su primera producción cinematográfica con miras a la temporada de premios. La película de Cary Joji Fukunaga juntó varios galardones, aunque los métodos de distribución de la N roja crearon un nuevo interrogante y una posición a tomar por una industria a la que mucho no le gusta que le cambien las reglas del juego. El drama protagonizado por Idris Elba tuvo un estreno limitado en las salas de los Estados Unidos al mismo tiempo que se lanzaba on demand disponible para todos los suscriptores. Esta metodología permite esa inmediatez de la que hablábamos unos párrafos más atrás y, obviamente, reduce intermediarios entre el producto y el público. Ni hablar de que elimina casi toda una franja del proceso cinematográfico (las distribuidoras), y en muchas ocasiones, como Okja (2017), Aniquilación (Annihilation, 2018), La balada de Buster Scruggs (The Ballad of Buster Scruggs, 2018) o Roma (2018), nos priva de disfrutar de estas obras como se debe: en la gran pantalla. Eso, suponiendo que al público realmente le interese abandonar la comodidad de su casa y movilizarse hasta al cine. No los podemos culpar si pensamos en el mal comportamiento que se viene dando en las salas, pero sin la opción sobre la mesa, tampoco podemos sacar conclusiones concretas. Festivales como el de Cannes le dieron la espalda a este sistema creando más de una controversia, mientras que Netflix decidió flexibilizar sus propias reglas para tener más posibilidades a la hora de las premiaciones, acercándose a los métodos de otras compañías, como Amazon, que invierten en coproducciones originales pero se adaptan a la distribución más convencional. El cine no va a desaparecer aunque el streaming nos inunde con sus productos y nos encerremos un fin de semana a maratonear los últimos estrenos. Lo bueno de todo esto son las posibilidades que se abren para los realizadores: los novatos, que con un lanzamiento simultáneo pueden llegar a millones de espectadores, o los consagrados, que logran la libertad creativa (o el presupuesto) que muchas veces le niega el estudio. Una de cal y una de arena, pero nunca sabremos qué tan rentables son estas producciones “cinematográficas” si el público no tiene la chance de disfrutarlas en el cine.

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