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Caras y Caretas

           

El suicidio que no fue

Tres años después del fallecimiento de Alfonsina Storni, en el mismo escenario, un hombre mató a su esposa pero simuló una muerte al estilo de la poeta.

Por Ricardo Ragendorfer. Fue suicidio por imitación”, soltó el subcomisario José Urricceli al inclinarse sobre la mesa para escrutar la tapa gris del poemario Mundo de siete pozos, de Alfonsina Storni. A continuación, halló adentro del libro un recorte del diario Crítica correspondiente al 25 de octubre de 1938. Era el obituario de la autora. “Fue suicidio por imitación, no hay ninguna duda”, insistió sin apartar los ojos del papel. El juez supo asentir con un leve corcoveo. Entre ellos no fue necesaria una sola palabra más. Porque ambos habían intervenido en las actuaciones por el fallecimiento de la señora Storni. Desde entonces ya habían transcurrido tres años. Tal vez el policía evocara ahora la mañana de aquel trágico martes. Una mañana ventosa; especialmente, en la escollera de la playa La Perla, a la altura de la calle Chacabuco. Urricceli había llegado allí con tres suboficiales luego de que alguien avisara en la Comisaría Primera lo sucedido: dos obreros de la Dirección de Puertos habían visto un cuerpo que flotaba a unos 200 metros de la orilla. Poco después, al subcomisario le bastó un vistazo para reconocer en ese cadáver –ya tendido sobre la arena– a la afamada poeta.

Su coreografía final no fue como la describirían posteriormente ciertas versiones alusivas; en realidad, lejos de caminar por la playa hasta internarse en el mar con solemne parsimonia, Alfonsina se tiró del espigón no sin sofocar un alarido atroz. Uno de sus zapatos quedó atrapado por un hierro del borde. Así Urricceli pudo determinar el sitio exacto del salto. Pero su curiosidad lo llevó a otros detalles. Alicaída y desesperanzada por un mal que la aniquilaba en medio de espantosos dolores, ella escribió su último poema, “Voy a dormir” (publicado al día siguiente en el diario La Nación), además de una carta para su único hijo, Alejandro. Y sin ser vista, abandonó de madrugada el hotel situado en la calle 3 de Febrero al 2800, apenas a tres cuadras de la playa. Sus pertenencias quedaron cuidadosamente ordenadas en la habitación que había ocupado. Era como si ella pudiera entrar allí en cualquier momento. Al menos eso imaginó Urricceli, mientras hurgaba sus papeles. Ahora, también un martes (el último de noviembre de 1941), y esta vez en el dormitorio de un departamento situado en la avenida Colón, hurgaba las pertenencias de otra difunta.

DORITA Y EL MAR

Esa mañana también fue ventosa; especialmente, en el espigón de la playa La Perla. Alguien había avisado en la Comisaría Primera que un cuerpo flotaba a unos 200 metros de la orilla. Quien en vida fuera Dorita Barragán, de 39 años –según un documento hallado entre sus ropas–, se habría tirado de la escollera. Uno de sus zapatos quedó atrapado por un hierro del borde. Pero, a diferencia de Alfonsina –reparó el subcomisario–, ella cayó al océano sin gritar. Horas después, ya en la que fue la última morada de aquella mujer en la Tierra, Urricceli aún miraba el amarillento recorte de Crítica sobre la escritora.“Dorita era muy sensible”, musitó una voz a sus espaldas. El juez y él se voltearon hacia el flamante viudo, un hombrecillo serio y atildado que sollozaba casi en silencio. Era Adolfo Barragán, un empresario marplatense de 48 años. El tipo esgrimía por coartada haber vuelto del Casino a las dos de la mañana. Tal hora coincidía con la travesía de su esposa hacia La Perla. No había razón para desconfiar de él.

Entonces el juez le informó que, en este caso, la autopsia no es más que una simple formalidad. Que en unas horas le sería entregado el cadáver. Y que al día siguiente ya podría velarlo. El siguiente paso de Urricceli fue la Morgue Judicial. El doctor Llambías tenía la estampa y la jovialidad de un pediatra, y no la de un forense. Pero esta vez su actitud era sombría. Y sin pronunciar una sola sílaba guió al subcomisario hasta su escritorio. Recién entonces, dijo:

–El cuerpo estuvo menos de seis horas en el agua…

Tras una pausa, completó:

–Y lo que tenemos acá no es un ahogamiento húmedo… Entiende de lo que le hablo, ¿no?

Urricceli, ya con el ceño fruncido, contestó:

–Sí, claro. Que la laringe ya estaba comprimida. Por eso no tragó agua.

–Exacto. La estrangularon. Cuando cayó al mar ya estaba muerta. Nada muy inteligente. El subcomisario oyó dicho remate a medias, puesto que con sumo apuro ya enfilaba hacia la salida del edificio. Media hora después, dos patrulleros y un Chevrolet Master, a bordo del cual iba Urricceli, rodearon el edificio de la avenida Colón.

Pero nadie estaba en el departamento del matrimonio Barragán. En rigor a la verdad, don Adolfo justo regresaba de visitar a un familiar cuando advirtió el despliegue policial. Y puso los pies en polvorosa. Ese hombre, que solía realizar ciertos emprendimientos inmobiliarios, no atravesaba por su mejor momento económico. Eso se debía a su ludopatía, una compulsión que se le agravó en 1939 al inaugurarse en Mar del Plata el Casino Central. Desde entonces comenzó a acumular deudas; estas crecieron como una bola de nieve. En tales circunstancias contrató un seguro de vida para Dorita. El resto –para los investigadores– fue toda una obviedad.

JUSTICIA POÉTICA

A partir de aquel momento el presunto homicida fue intensamente buscado en todo el país. Urricceli estuvo a cargo de la pesquisa. Es de resaltar que al subcomisario lo obsesionó un poco la metodología criminal de Barragán. Máxime cuando su víctima no sólo desconocía la obra de Alfonsina sino que ni siquiera era afecta al consumo de literatura. ¿Acaso don Adolfo sí lo era? No se sabe. Pero la investigación arribó a la certeza de que ese tipo estudió hasta los más mínimos detalles del suicidio de la poeta para poder disfrazar su crimen. Pero es evidente que –por apuro o ignorancia– subestimó la cuestión de la autopsia. Barragán fue capturado a mediados de 1943, al tratar de abordar un tren en Retiro rumbo a la ciudad de Córdoba. Condenado a perpetua, falleció diez años después en la Penitenciaría Nacional.

Fue una gran paradoja que el suicidio de Alfonsina Storni, una pionera del feminismo, haya inspirado, justamente, un femicidio. En su memoria se inauguró un monumento de piedra que exhibe a una mujer con túnica y una estrofa del poema “Dolor”, escrito por ella en 1935. Pero la Municipalidad de Mar del Plata la instaló en plazoleta Irizagaray. De modo que, durante décadas, el único vestigio de esa tragedia en el lugar del hecho fue un puesto de panchos llamado “Alfonsina”. Ahora, en cambio, uno de los balnearios de La Perla lleva su nombre, al igual que el club de playa y también un restaurante. Lo que se dice, justicia poética.

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