La educación formó parte del tridente fundacional de la democracia moderna en el discurso de Ricardo Alfonsín. Se comía, se curaba y se educaba. Pero en los hechos, la educación en estas cuatro décadas fue un péndulo. De gobiernos que invertían a otros que desmantelaban programas, hasta llegar a la actual incógnita por lo que vendrá en el país.
La política son acciones y gestos. El 27 de mayo de 2003, Néstor Kirchner realizó su primer acto como presidente: viajó a Entre Ríos a resolver un conflicto salarial. La comunidad educativa entrerriana llevaba más de dos meses sin cobrar. Después de una década de lucha, parecía que la educación volvía al centro de la escena.
Se venía de un antecedente icónico de la democracia: la Carpa Blanca, instalada frente al Congreso el 2 de abril en 1997, como una iniciativa original de Ctera, con cinco provincias en huelga y un estado de desesperación. “Ya ni siquiera los paros docentes constituían una noticia en el país menemista”, relató Hugo Yasky. Arrancaron siendo 70 y terminaron siendo 1.500 maestros que perduraron por 1.003 días y reunieron 1.500.000 firmas por más salarios y presupuesto para la educación. Los apoyaron desde Eduardo Galeano hasta Mercedes Sosa y Luis Alberto Spinetta. “Conectamos con algo que forma parte de la historia del pueblo argentino –acotó el diputado y dirigente social–, con algo que une la noción de que solo puede haber democracia si se tiene acceso y se distribuye el conocimiento.”
En 2006, tras una seguidilla de normas como la de Educación Técnico Profesional, la de Financiamiento y la de Educación Sexual Integral, se aprobaba un hito de la democracia: la Ley de Educación Nacional. Trece años de enseñanza obligatoria, la jornada extendida, creación del Instituto Nacional de Formación Docente, que se sumaban a la obligatoriedad de alcanzar la meta del seis por ciento del PIB destinado a educación. Número que Sergio Massa busca llevar al ocho por ciento en 2030. De acuerdo al actual titular de Educación, Jaime Perczyk, “con la eliminación del Ministerio de Educación que propone Milei dejará de haber una Nación educativa. Plantean que las 23 provincias y la ciudad de Buenos Aires se las arreglen como puedan. Eso ya pasó en la Argentina”.
La mirada apunta al antecedente menemista: la Ley Federal de Educación 24.195 (que fue reemplazada por la de 2006) marcó una fragmentación y desarticulación de la red educativa nacional.
Ya en este siglo, los avances de inclusión fueron notorios. Al arrancar la democracia había solo siete años obligatorios. Hoy son 14, y se va camino a universalizar la sala de 3, mientras el pluriempleo demanda la creación de más maternales públicos. En 1981, la tasa de escolaridad de la educación secundaria era del 42 por ciento. Actualmente es del 92.
Pero también hay heridas latentes. El asesinato de Carlos Fuentealba el 4 de abril de 2007, en la Ruta Nacional 22 a cargo de la policía neuquina de Jorge Sobisch. Las muertes de Sandra Calamano y Rubén Rodríguez, tras la explosión de la escuela primaria 49 de Moreno por una fuga de gas, la mañana del 2 de agosto de 2018. La Justicia siempre apuntó a los responsables materiales, nunca a los políticos.
Un fenómeno de estas últimas décadas democráticas es el del pase al sector privado. La ciudad de Buenos Aires es un caso paradigmático. De 2006 a 2022, mientras las primarias públicas bajaron de 149.549 a 145.529 chicos, las privadas subieron de 114.170 a 132.704 alumnos. En diciembre de 2007 asumió el Pro en CABA. Desde entonces, la educación perdió diez puntos porcentuales respecto al presupuesto total del distrito, que tiene un promedio de 20 mil vacantes sin ocupar por año, y donde hoy se pierden más clases por falta de docentes que por paros.
En provincia de Buenos, los niños, niñas y adolescentes representan el 29 por ciento de la población pero significan el 40 por ciento de los pobres. “Ahí hay una deuda que es social y económica”, reconoce el ministro Alberto Sileoni. Menciona “los problemas más apremiantes”, como alcanzar la cobertura total en el sistema (sobre todo en la primera infancia) y lograr mayores egresos en secundaria: “Pero quizás hoy el más importante es mejorar los aprendizajes de todos los niveles y de todas las modalidades”.
Existe una línea de unión entre el alfonsinismo y el kirchnerismo en educación: el impulso a la politización dentro de las instituciones y el fomento al sector superior. Según datos del Ministerio de Educación de la Nación, cuando comenzó el periodo democrático había 350.000 estudiantes universitarios: el 1,25 por ciento de la población. Cuarenta años después son el 5,7 por ciento. El sistema cuenta hoy con 132 universidades en un enorme proceso de descentralización, creándolas más cerca de los territorios. De 2012 a 2021 aumentaron un 30 por ciento los egresados. Uno de cada cuatro cambia de carrera al segundo año y el 25 por ciento ingresa a carreras vinculadas a la tecnología. Actualmente, con la UBA a la cabeza, varias impulsan achicar los planes de estudios para que su (larga) duración no sea expulsiva.
Gabriel Brener, licenciado en Ciencias de la Educación (UBA y Flacso), subraya el problema de la fragmentación: “Muchos chicos y chicas que pertenecen a distintos sectores sociales no se cruzan nunca en esta sociedad, excepto por redes sociales, con la construcción del otro como amenaza. La escuela tiene como desafío en el siglo XXI lograr unir lo diverso para confrontar no con un adversario, sino con la adversidad”.
LOS DESAFÍOS QUE VIENEN
La industria del conocimiento vive un boom en el país (proyecta para 2024 exportaciones por más de diez mil millones de dólares). Sobre ella se puede mencionar un aporte indisoluble: el programa Conectar Igualdad, creado en 2010. Hasta fines de 2015 entregaron 5,5 millones de netbooks a alumnos y docentes, incluyendo programas, libros digitales, capacitaciones, experiencias de programación. Con el macrismo (al igual que la entrega de libros del Plan Nacional de Lectura o el área e Escuelas Técnicas), esa política relacionada al kirchnerismo se desmanteló.
Su continuidad hubiese sido vital para otro suceso clave de estos 40 años, como fue la pandemia. Con la covid-19 vino el aislamiento, y las escuelas se trasladaron a las casas. La brecha digital marcaría la realidad, el futuro y la suerte dispar de una generación. Las escuelas sirvieron de organizadoras sociales. Pero un millón de chicos dejaron de estudiar, de los cuales quedan unos 400 mil por recuperar. El aprendizaje se demoró o empeoró en muchísimos grupos, y en el medio se dio la “cruzada” conservadora por la apertura de las aulas. Un desafío del progresismo a futuro: lograr que el discurso de la educación, como sucedió con la seguridad, no quede como potestad de la derecha.
Hay otros tantos desafíos de la educación para el próximo tiempo. Desde hacer establecimientos con una concepción del aula más moderna, inclusiva y empática; repensar los horarios de clase con horario extendido y discutir el método pedagógico de enseñanza; hasta la incorporación de nuevos contenidos (Ambiente, Nutrición, Salud, Educación Emocional), discutir la mejor forma de evaluar (¿son las pruebas estandarizadas un diagnóstico real?); aumentar la inversión en equipamiento y formación en tecnología, mejorar salarios y condiciones laborales de los docentes (en un contexto donde crecen los pedidos de licencias psiquiátricas y burn out); o crear gabinetes de orientación escolar realmente interdisciplinarios. Pero todo se vuelve una quimera si la educación pasa a formar parte de un país escindido del Estado, desprotegiendo los derechos más esenciales. Porque, parafraseando a Ortega y Gasset, la educación es el aula y su contexto.