Hombre trabajador y honesto, buen padre y amigo, el gaucho Martín Fierro vivía en las pampas bonaerenses en su rancho humilde, trabajando la tierra con su mujer, la China, y sus dos hijos. Con su eterna compañera, la guitarra, cantaba y “decía”, a pesar de ser casi analfabeto. Toda esa calma, esa vida tranquila, cambió abruptamente y Fierro conoció por primera vez el infierno.
El gaucho fue reclutado forzosamente para servir en un fortín e integrar las milicias que peleaban en la frontera argentina contra los indígenas. Con su partida, dejó desamparada a su familia.
En el fortín, Martín Fierro y los demás gauchos eran obligados a trabajar y sacrificarse. No tenían ropa, vivían cubiertos con harapos, debían obedecer a sus superiores y si se rebelaban eran cruelmente castigados. No les pagaban salarios, y los jefes, corruptos, buscaban su propio beneficio, robando y ocupando terrenos de indígenas.
“¡Ah! hijos de una… la codicia/ Ojalá les ruempa el saco;/ ni un pedazo de tabaco/ le dan al pobre soldao,/ y lo tienen de delgao/ más ligero que un guanaco.”
Allí conoció al sargento Cruz, que se convirtió en su amigo y defensor. Una noche, ebrio y casi inconsciente, Fierro mata a un moreno en una fiesta. El sargento Cruz, que estaba con él, se pone de su lado y juntos se escapan para refugiarse entre los indios. A partir de entonces se vuelve un desertor.
Antes de iniciar su huida, decide ver a su familia, pero cuando vuelve a su rancho no encuentra a nadie. Le cuentan que sus hijos se vieron forzados a trabajar como peones y que su mujer fue obligada a casarse con otro hombre y vender la casa. En la pulpería, algunos mal intencionados afirmaban que la China se había enamorado de un extranjero adinerado y había abandonado a sus hijos para irse con él. Lo cierto es que Fierro la recuerda siempre con cariño.
“Tuve en mi pago en un tiempo/ hijos, hacienda y mujer,/ pero empecé a padecer,/ me echaron a la frontera./ ¡Y que iba a hallar al volver!/ Tan solo hallé la tapera.”
CAMINO DE IDA
Entonces Martín Fierro se convierte en un gaucho matrero, un delincuente, una persona sin miedo a la autoridad, un hombre que viviría fuera de la ley. Su personalidad también sufre una transformación y se convierte en un Fierro reservado y melancólico. Su única compañía es la guitarra con la que, en sus versos, habla del honor y la valentía como dos virtudes que debe tener siempre una persona de bien. También valora mucho la amistad y la lealtad.
“Al que es amigo, jamás/ lo dejen en la estacada/ Pero no le pidan nada/ Ni lo aguarden todo de él/ Siempre el amigo más fiel/ es una conduta honrada.”
Mientras permanece en las tolderías, Fierro sufre la pérdida de su amigo Cruz, que muere de viruela. Allí también conoce a la cautiva, una mujer criolla que había sido tomada por los mapuches. Fierro la libera, no sin antes asesinar a uno de los mapuches. Entonces decide irse. Deja a la mujer a salvo en su estancia y retoma el viaje.
Solo y abatido, Fierro continúa con su marcha sin imaginar que una noche, en una pulpería, se encontraría con sus hijos, el hijo de Cruz y el hermano del gaucho negro que había asesinado, con quien sostendrá una payada de contrapunto de la que nacerá la más popular de sus enseñanzas dedicadas a sus hijos.
“Los hermanos sean unidos/ porque esa es la ley primera./ Tengan unión verdadera/ en cualquier tiempo que sea,/ porque si entre ellos se pelean,/ los devoran los de afuera.”
Esa noche, sus hijos le cuentan cómo habían vivido esos años. El mayor estuvo preso injustamente. Al menor le tocó vivir junto a un viejo renegado y ladrón llamado Viscacha, que fue el tutor del niño después de la muerte de la tía que lo tenía a su cargo. Algunos parroquianos, testigos de esa noche, aseguran que el reencuentro hizo lagrimear al gaucho. Sin embargo, los que conocen a Fierro desmienten esa versión ya que el gaucho pensaba que “los hombres no debían llorar ni mostrar sentimientos de una manera tan directa, eso era una característica de las mujeres”.
Luego de esa noche en la pulpería, Fierro y sus hijos montaron y se dirigieron a la costa de un arroyo. Allí pasaron toda la noche, y al amanecer decidieron separarse. Otra vez pierde a sus hijos. En esta ocasión por su estado de pobreza. Sin embargo, antes de despedirse, toma la guitarra y les da los últimos consejos, no sin antes aclararles que estos consejos, que le ha costado adquirir, se los da porque desea dirigirlos, pero que su ciencia no alcanza para darles la prudencia que precisan para seguirlos.
Fierro siente que ha cumplido con su deber, pero está cansado y lo explica en los últimos versos que se le conocen: “En mi obra he de continuar/ hasta dárselas concluidas,/ si el ingenio o si la vida/ no me llegan a faltar”, y que si algún día faltasen, los gauchos sentirán tristeza en el corazón y lo tendrán en su memoria para siempre. “Que nadie se ofenda/ si canto de este modo/ no es para mal de ninguno/ si no para bien de todos.”
Con sus defectos y virtudes, Martín Fierro supo afrontar con coraje la adversidad y fue valiente para luchar por sus derechos y los de los gauchos. Tal vez la imposibilidad de ejercer como padre le dejó un dolor irreparable, pero sus reflexiones y consejos están llenos de sabiduría.
Su sentido del honor, su respeto por la mujer, compasión hacia el pobre y los desposeídos son el legado del gaucho cantor a sus hijos. Y, sobre todo, el deseo de que no repitan su historia.
“El hombre no mate al hombre/ Ni pelee por fantasía;/ Tiene en la desgracia mía/ Un espejo en que mirarse:/ Saber el hombre guardarse/ Es de gran sabiduría.”