No todo empezó ahí, sin embargo, el momento en el que las familias se enteraron de la fuga suele ser el recuerdo que ordena la memoria, marcas en el cuerpo propio por el dolor infligido en las personas amadas y primeros brotes del calvario: “Estábamos con mi marido mirando televisión y de repente suspendieron para decir que los presos de Rawson se habían querido escapar, así que al otro día organizamos un viaje para ir a Trelew. Yo siempre digo que lo de Trelew fue una experiencia, una experiencia militar donde después se ejecutó con todo en los años posteriores. Viajamos muchos padres, había de Córdoba, de Rosario, de todas las provincias, nos preguntaron por qué estábamos ahí y les dijimos que al saber que estaban detenidos, queríamos arrimarles frazadas, medicamentos y cosas por el frío y nos dijeron que no les hacía falta absolutamente nada porque tenían todo lo que podían necesitar y que nos ultimaban a que en veinticuatro horas nos volviéramos cada cual a su lugar o quedábamos detenidos”. La voz del testimonio (Archivo Nacional de la Memoria) es la de Soledad Davi, la mamá de Eduardo Capello. La Sole, como la nombran quienes la aman, vivía en Jacinto Aráuz, La Pampa, era maestra, estaba casada y tenía dos hijos: Jorge y Eduardo. A Eduardo lo fusilaron en la masacre de Trelew y a Jorge lo secuestraron junto a su compañera, Irma Márquez (Violeta), y al hijo de ella, Pablo Miguez (14 años), el 12 de mayo de 1977 en Sarandí. Los tres continúan desaparecidos.
Las palabras de Soledad renuevan ahogos, va a decir que quiso matarse cuando fusilaron a Eduardo y que no lo hizo porque lo vio muy desesperado a su hijo Jorge, y que cuando se lo llevaron a Jorge y se quedó, como ella decía, “sin hijos”, solo pensó en criar y en darle felicidad a su nieto. Soledad murió a los 94 años. Su nieto se llama Eduardo, como su tío, y continúa con el legado de su abuela.
Desde hace cincuenta años las voces de los familiares de los fusilados en la masacre de Trelew destruyen el poder del silencio artero y recuperan la verdad y la memoria. Son el reflejo inagotable que vence al olvido y el armónico de prepotencia vocal que lo ahuyenta.
Después, el tiempo sin derroche biográfico le da cuerda al reloj y enlaza memorias para que Jorge, la obra de teatro que las sobrinas de Jorge Ulla estrenaron en Santa Fe, se acople con EnSayo, la performance salteña de María Laura Buccianti sobre Ana María Villarreal, y con los cuadros pintados por su mamá que Marcela Santucho no tiene, pero imagina.
HISTORIAS QUE SE CONECTAN
La verdad enlazada recupera la carta abierta que Alicia Krueger (viuda de Rubén Bonet) les escribió a los responsables de la masacre, su propio recuerdo sobre aquel 22 de agosto, cuando escuchó en la radio que los presos de la Base Almirante Zar habían intentado fugarse de nuevo y que había muertos y heridos, y la carta que su marido les escribió a sus hijos en mayo de 1972 desde la cárcel de Rawson.
La verdad enlazada sostiene el nombre de los Lesgart, Pujadas, Lea Place y de todos los familiares perseguidos, asesinados, secuestrados y desaparecidos, y lo cimienta en las miradas y en los abrazos de sed infinita de los familiares que sobrevivieron, vivieron en la clandestinidad, se exiliaron –adentro y afuera del país– y pidieron (fue a Néstor Kirchner, en 2005) que se reabriera el juicio de Trelew, que se nombrara al aeropuerto como lugar de memoria y que se abrieran los archivos de la Armada. La querella la iniciaron en 2006. El juicio comenzó en 2012.
La verdad enlazada lee las cartas que se mandaban María Angélica y su tía Chela (Beatriz Lema) y hace propias las palabras de Ilda Bonardi (viuda de Humberto Toschi): “No nos sorprende que este asesino (Roberto Bravo) siga defendiendo con uñas y dientes la versión mentirosa que hicieron pública después de la masacre (…) No nos mueve la venganza, solo queremos justicia (…) Queremos hacer de Trelew el lugar de la memoria y no el lugar del dolor”.
La verdad enlazada recita los versos que nacieron en Trelew pocos días después de la masacre: “16 rosas rojas caídas de madrugada florecerán cada agosto en la tierra liberada”, y se reconoce en el coraje de Elisa Martínez, la mujer de Rawson que no tenía ningún familiar preso pero que, conociendo las distancias patrias y las dificultades de las familias, organizó una comisión de solidaridad con los presos políticos. Elisa (fue la apoderada de Mariano Pujadas) es parte de esa familia de apoderados que parió el pueblo de Rawson. En Trelew, el documental de Mariana Arruti, varios testimonios dan cuenta de esa solidaridad de puertas abiertas, de ropas limpias colgadas en sogas compartidas y de cocinas con cacerolas grandes. La evocación lo nombra pueblo solidario, “tan solidario –diría Soledad– que a muchos de ellos los hostigaron, los encerraron”, y lo siguieron haciendo hasta hace unos años, amenazando a los empleados de la funeraria de Trelew. No fueron los únicos, un plan de persecución sistemática contra los familiares allanó y mató. Fueron diez allanamientos, diecinueve, más, repiten las voces de la memoria: “Cuando mataron a mi hijo entraron a mi casa quince tipos vestidos de civil a las cuatro de la mañana, revolvieron todo y se llevaron de una valija en la que yo tenía pañolenci de todos los colores, porque era maestra, un trozo de pañolenci rojo para comprobar que mi hijo era trotskista” (Soledad Davi).
LA MEMORIA DE MOEBIUS
Después de pensar en su infancia pampeana, Soledad recuerda que, en Villa Gesell, adonde se mudó con su esposo para cuidar al nieto –el mar ampara–, tomaba el micro los miércoles a la noche para ser una más en la ronda de los jueves.
Como en la ronda, Soledad es una más entre las mujeres de ese grupo que nació hace cincuenta años cuando les tomaron impresiones digitales, les hicieron un prontuario y masacraron a sus familias. Juntas, aunque cada una lo hizo por su lado, abrieron los cajones para ver a sus muertos acribillados y enfrentaron la represión de los militares en los velatorios. Heredaron el dolor de los párpados heridos al mismo tiempo y convirtieron ese patrimonio nunca deseado en un pacto de eficacia, en una usina justiciera alimentada por rastros de amor en pérdida pura amontonados en ausencia. Los días rotos, los enteros. Una cinta que respira voces y un boquete de sueños guardan las palabras que se dijeron en las visitas a la cárcel. Esa cinta y ese boquete unen a Soledad yendo a Rawson desde Jacinto Aráuz en un Citroën 3CV que llegaba con los vidrios rotos por el ripio con la tía Chela oliendo la comida que su mamá cocinaba durante una semana para que comieran “todos sus nietos”, porque había aprendido a los 72 años, gracias a su nieta, que la familia no era solamente la que llevaba la misma sangre, y con Alicia pensando en Mariana (cuatro años), en Hernán (seis) y en ese viaje del mes de julio de 1972 en el que estuvieron con su papá un mes antes de la masacre. La cinta no se corta.
La verdad enlazada deja que el pasado siembre recuerdos para que la memoria, que se construye cada día, crezca generosa en el presente.