La presencia –formal e informal– de las mujeres en las milicias no es algo novedoso, y podemos remontarnos a la historia de las guerras por la independencia para encontrarlas. Las hallamos tanto bajo los estereotipos asignados con la división sexual del trabajo, recluidas en el ámbito privado, como la icónica imagen de las patricias mendocinas en la costura, como también en las “fortineras”, acompañando a los soldados en tareas militares auxiliares (cocineras, enfermeras), o bien al frente del campo de batalla, como la generala Juana Azurduy, la sargenta mayor de Caballería María Remedios del Valle (mujer negra) o la granadera Pascuala Meneses, entre muchas más. Por otra parte, existieron aquellas mencionadas con nombre y apellido: María Magdalena Dámasa “Macacha” Güemes, Martina de Céspedes y demás, dentro de una extensa lista, y otras tantas totalmente invisibilizadas por ser mujeres pobres, indígenas, mestizas o negras.
En su origen y consolidación, los Estados están masculinizados, al decir de Carole Pateman. Durante el proceso de creación de las instituciones argentinas se excluyó a las mujeres de las filas del cuerpo militar oficial, como sucedió también en otras partes del mundo. Las milicias formales invisibilizaron las narrativas en torno de la participación femenina en las batallas emancipatorias. Sin embargo, las guerras mundiales, junto con la llegada de la segunda ola feminista, generaron cambios sociales, políticos y económicos a nivel internacional que permearon el sistema patriarcal y, de a poco, se incorporaron mujeres en distintos sectores laborales, incluso en aquellos más masculinizados.
En la Argentina se vio reflejado, a partir de 1960, el ingreso de mujeres al cuerpo profesional militar a través de la Escuela de Enfermería del Ejército. Por supuesto, esto implicó mantener la subalternidad femenina, no solo en cuanto al estatus profesional dentro de la medicina, sino también dentro del propio cuerpo militar, que jerarquiza el cuerpo comando sobre el profesional, y la oficialidad sobre la suboficialidad, incluyendo en esto el factor salarial.
En la década siguiente, paradójicamente durante los años de la última dictadura militar, los más violentos y misóginos en el país, se produjo la apertura del ingreso de mujeres al Liceo Naval Femenino en Salta, en 1976, y a la Escuela Nacional de Náutica “General Manuel Belgrano”, en 1978. Por otra parte, la Fuerza Aérea las incorporó en 1977, a través de la Policía Aeronáutica Nacional. Estas primeras incorporaciones se produjeron en el cuerpo profesional. Cuando se habilitaron al cuerpo comando –en diferentes años–, todas las fuerzas mantuvieron vedado el ingreso femenino a algunas especialidades, hasta lograrlo integralmente hacia 2012, incluso en submarinismo, paracaidismo, caballería e infantería.
Según la interpretación dada por la especialista Rut Diamint, la incorporación femenina en esos años fue útil al mantener un doble propósito: por un lado, enmascarar numéricamente el descenso de militares varones incorporados a las fuerzas durante la última dictadura, y, por otro, “maquillar” el accionar de la violación a los derechos humanos mostrando un rostro femenino en la recepción de turistas debido al Mundial de 1978, dando una imagen de “sensibilidad y apertura” al tener mujeres dentro de las fuerzas.
En este contexto, la crisis de legitimidad militar frente a la sociedad argentina continuó con la guerra de Malvinas y se cristalizó con el asesinato del conscripto Omar Carrasco al interior de una guarnición militar, mientras cumplía su servicio militar obligatorio en 1994. Este trágico hecho favoreció la modificación de la Ley del Servicio Militar, ahora convertido en Voluntario (Ley 24.429), y el ingreso femenino por este camino.
Y EN EL 2000 TAMBIÉN
Sin embargo, no fue hasta entrado el nuevo milenio cuando la incorporación de las mujeres a las FF.AA. se produjo por la puerta grande, y no por la hendija de la ventana. El proceso estuvo enmarcado por la Resolución 1325 Mujer, Paz y Seguridad de Naciones Unidas (2000), que promovió la toma de decisiones y la participación femenina en situaciones de conflicto, tanto en tareas asociadas a las misiones de paz como a la mediación. A pesar de contar la Argentina con más de 70 años de trayectoria, recién durante la década del 90 sumaron a mujeres a los cascos azules, alcanzando en los últimos años a constituir un diez por ciento de los contingentes enviados.
Bajo el gobierno de Néstor Kirchner y la gestión de Nilda Garré al frente de Defensa en 2005, no solo existió un cambio descriptivo en el acceso femenino, sino un cambio sustantivo, adecuando infraestructura, uniformes y servicios sanitarios a las necesidades de las ingresantes. En este sentido, también se trabajó con una perspectiva de género que atravesó la formación educativa de los cadetes y cadetas, tanto en la capacitación sobre derechos humanos como en género, complementado hoy con trayectos especializados articulados con la Universidad de la Defensa Nacional, y la sensibilización de género, a través de la Ley Micaela.
También bajo la gestión de Garré se abrieron oficinas de género al interior de todas las fuerzas, para recepcionar confidencialmente denuncias sobre acoso y abuso sexual, manejados en exclusividad por foros civiles. Por otro lado, la presencia femenina generó modificaciones mejoradas en el ámbito que afecta lo privado, que condujeron, por ejemplo, a erradicar los “permisos” de matrimonio entre integrantes de las distintas fuerzas, permitir la existencia de integrantes divorciados/as y la incorporación de padres y madres solteras, entre otros beneficios para toda la comunidad militar en el ámbito privado que facilitaron el desarrollo profesional. Con mayor especificidad, se instituyeron equipos interdisciplinarios especializados en violencia intrafamiliar y la creación en el Ministerio de Defensa de un Observatorio de la Mujer y una Dirección de Políticas de Género, que monitorean fortalezas y debilidades que aún quedan por superar en pos del desarrollo femenino como profesionales militares.
Actualmente, las mujeres integran un 17 por ciento de las fuerzas, tienen acceso a todos los escalafones y rangos jerárquicos, contando con una generala, María Pansa; una contralmirante, María Inés Uriarte, y una comodoro, Liliana Rafart; tres cargos de oficialidad superior en las distintas armas. Sin duda, la proyección nos permite “naturalizar” para la próxima década la presencia de más militares argentinas en la dirección de las FF.AA., en distintas especialidades y geografías de nuestro país.