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Caras y Caretas

           

La muerte de Yabrán y un país de infinitas posibilidades

Ilustración: Víctor Augusto Peña
Ilustración: Víctor Augusto Peña

La noticia del suicidio del todopoderoso empresario conmovió a propios y ajenos. Quien escribe esta nota estuvo hace poco más de 23 años en la casa de sepelios La Previsora, se enfrentó al cuerpo sin vida del acusado de ser el autor intelectual del asesinato de Cabezas y sufrió múltiples sobresaltos.

Fue fácil reconocer sus facciones –aun cuando su cara estaba hinchada, pero intacta, por las consecuencias del fuego y la violencia–, su pelo cano, su cuerpo fornido, sus rasgos denunciados por la cámara de José Luis Cabezas, quien encontró la muerte en aquella cava siniestra de Pinamar por esa imagen. Fue fácil comprender lo absurdo de ese cadáver (todos los cadáveres desnudan los sinsentidos humanos) que hasta unos días antes había sido el hombre más poderoso de los inefables 90, el más impune, el que entraba y salía de la Casa Rosada sin pedir permiso: Alfredo Enrique Nallib Yabrán yacía indefenso en ese cajón de madera lujosa bajo una luz mortecina.

“En el aire había un olor inexplicablemente ácido. Primero emergió una mano entre los cortes de Nylon; luego, un cuerpo laxo, amarillento. Ese cadáver era igual a Alfredo Yabrán. Su tórax era inconfundible. También su frente y su pelo cano. Su rostro no estaba destrozado sino deformado. Parecía de látex, su cara estaba hinchada por los 35 perdigones que habían estallado dentro de su cabeza.” Así comenzaba mi nota publicada el 22 de mayo de 1998, hace ya más de 23 años. Muchos años después volví a esa habitación para recordar esa noche. A tratar de saldar deudas, a intentar chequear con otros testigos aquello de lo cual mis ojos habían dado cuenta. Durante este tiempo me pregunté una y mil veces si realmente había visto a quien creía haber visto. Y también me cuestioné mil veces si mi testimonio visual tenía valor periodístico. Tenía demasiado internalizada la necesidad de las tres fuentes para chequear la información. Tarde o temprano debía volver a Gualeguaychú. A esa noche tan violenta.

Pasado el mediodía del 20 de mayo de ese año, una placa roja de Crónica anunció para todo el país que “Alfredo Yabrán se había suicidado”. La noticia impactó en las redacciones de los diarios como una bomba atómica. Yo trabajaba en el diario Perfil, de la misma editorial para la cual trabajaba José Luis Cabezas. Rápidamente, un equipo de más de diez periodistas viajó para la zona: la estancia de Larroque, donde Yabrán se había pegado un tiro con una escopeta Bataan calibre 12.70, la morgue del cementerio de Gualeguaychú, y a mí me mandaron a cubrir la noche en la casa de sepelios La Previsora.

VER EL CUERPO

Fue allí, la madrugada del jueves 21 de mayo, en la habitación trasera de la casa de sepelios, mientras los empleados limpiaban el cuerpo de Yabrán ya lacerado por la autopsia, donde tuve la posibilidad de ver junto a otros dos periodistas –Manuel Lazo y Facundo Pastor– durante más de veinte minutos el cuerpo del hombre acusado de comandar la mafia más influyente del país y sindicado como el asesino intelectual del reportero gráfico José Luis Cabezas. En esos momentos, el cadáver del hombre más poderoso de la Argentina por ese entonces yacía delante de mí, inocuo y a quien ni siquiera los 600 millones de dólares de su patrimonio y el poder de su organización le habían permitido evitar su fin barroco y violento.

Pero el reconocimiento del cadáver fue interrumpido abruptamente al grito de “ahí viene el hermano, ahí viene el hermano”. Para escondernos, nos zambullimos detrás de unos coches fúnebres. Y lo único que le escuché decir esa noche a Miguel Yabrán fue: “Espero que no haya ningún periodista aquí dentro porque le pego un tiro en la cabeza”. Segundos después, recorrió el garaje de punta a punta hasta que nos descubrió y nos fulminó con su mirada. En un descuido, alguien –en ese momento yo no sabía quién era– nos indicó una escalera que conducía al depósito de ataúdes. Paradójicamente, allí, en ese altillo oscuro, acovachado entre féretros, me sentí protegido de la muerte. Recién a las 4.25 de la mañana, el mismo hombre que nos escondió nos bajó del altillo, nos abrió la puerta de la calle y yo sentí que el frío de la madrugada me devolvía a la vida.

Muchas teorías se tejieron alrededor de la muerte de Yabrán. Desde que su fallecimiento fue fraguado y el empresario aún hoy vive en un paraíso terrestre, disfrutando de su fortuna, hasta que, en realidad, no se suicidó sino que fue asesinado ese mediodía en Aldea San Antonio. “Demasiado poderoso para suicidarse”, reza el principal latiguillo de los escépticos. Y quizás justamente ese exceso de poder sea la razón por la cual ese hombre decidió eliminarse para salvar a su familia, proteger su patrimonio y al mismo tiempo evitar la humillación de perder la impunidad que había construido. Alguna vez, el propio Yabrán, en una nota de tapa al diario Clarín, expresó: “El poder es la impunidad”. En aquellos días de mayo, el Poder Judicial lo había citado a declaración indagatoria y había muchas posibilidades de que quedara preso. “No van a tener mi foto esposado”, juró públicamente el empresario por esos días. De manera brutal, cumplió con su palabra.

DECENAS DE VERSIONES

Detrás de la muerte de Yabrán se han tejido decenas de versiones, ninguna de ellas demasiado comprobada. Lo cierto es que el empresario más poderoso de la Argentina menemista, dueño de un conglomerado de empresas que controlaba todo lo que entraba y salía del país con sus empresas de transporte de carga en los aeropuertos pero también con la fusión de empresas de correo privado, también compitió violentamente, como suele hacerse en los capitalismos primitivos, por la privatización del Correo Central. En aquello años, el propio ministro Domingo Cavallo había intercedido para que quien se quedara con esa compañía estatal fuera la estadounidense Federal Express. En esa interna cruzada, finalmente perdió Yabrán, quien tenía en el vientre de su grupo no sólo empresas sino también un ejército de fuerzas de seguridad formado por ex integrantes de grupos de tareas de la última dictadura cívico-militar. Lo concreto es que, después de la guerra política, económica y mediática que culminó con la muerte de Yabrán, quien se quedó con el Correo Argentino fue el Grupo Macri.

Pasaron más de 23 años de esa noche oscura y alumbradora al mismo tiempo. Años en los cuales, curiosamente, poca gente creyó que el cadáver que vi fuera el del empresario postal. Siempre dije lo mismo: el cuerpo que yo vi era igual al de Alfredo Yabrán. Nada indica lo contrario. Sin embargo, miles de teorías conspirativas se ciñeron sobre el caso. Razones no faltaron, aunque sólo se traten de fantasías colectivas. Después de todo, la Argentina es un país de posibilidades infinitas.

Escrito por
Hernán Brienza
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