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Caras y Caretas

           

La llamarada

Alfredo Fortabat y Amalia Lacroze tuvieron una historia de amor que superó al tiempo y a los desencuentros conyugales. También a un cuadro de Antonio Berni que terminó involucrado en un robo y en la herencia familiar.

La operación fue rápida y concisa. Su único preludio, un contacto telefónico para acordar una cita en la confitería El Águila, sobre la esquina de Callao y Santa Fe. Cuando el comprador llegó, el marchand ya lo estaba aguardando.

Era un tipo joven, bien vestido y con modales aristocráticos; su nombre: Jean-Baptiste Guillot. El otro, cincuentón, también lucía una indumentaria elegante, pero sus modales eran más ampulosos que finos. Su nombre: Alfredo Fortabat.

Ambos, tras compartir un café en medio de frases triviales, se dirigieron a un departamento ubicado a media cuadra. Allí, Guillot se encaminó sin más trámite hacia un cilindro de cartón que había sobre una mesa para extraer una tela enrollada de su interior. Fortabat, con el entrecejo fruncido, escrutó aquel cuadro con expresión de conocedor. Lo miró desde todos los ángulos posibles para luego chasquear la lengua, como signo de satisfacción. Finalmente, sacó un talonario para librar un cheque por 70 mil dólares. El trato fue cerrado con un apretón de manos. Era septiembre de 1942.

Unos días después tuvo lugar un gran evento social de la época: la boda del abogado Hernán Lafuente con María Amalia Sara Lacroze, más conocida como “Amalita”, quien acababa de cumplir 22 años.

Aunque don Fortabat, propietario de miles de hectáreas y fundador de la cementera Loma Negra, no asistió a dicho fasto, envió dos regalos a la novia: una pulsera de oro y el lienzo en cuestión. Era La llamarada, una témpera y collage de 50 por 67 centímetros, que llevaba la firma de Antonio Berni.

A la flamante señora de Lafuente le fascinó ese cuadro, fechado doce años antes.

BERNI CON LA PATOTA DE BRETON

En 1930, Berni preparaba su regreso a la Argentina, tras residir por varios años en París. Durante su etapa europea merodeó el círculo de los artistas y escritores surrealistas, tuteándose con personajes como André Breton, Louis Aragon y Tristan Tzara, entre otros.

Su pintura lo encaminaba hacia la consagración, tanto en Buenos Aires como en Madrid, mientras la crítica francesa lo observaba con entusiasmo. De hecho, sus obras ya tenían una respetable cotización internacional.

En lo estrictamente pictórico, mientras emulaba las técnicas de grabado desarrollada por Max Jacob, fue la obra de Magritte la que lo arrojó hacia el surrealismo. Y si bien le atraía sobremanera el automatismo de Joan Miró y el estilo onírico de Dalí, nadie supo influir tanto en él como Giorgio de Chirico, considerado el padre de la pintura metafísica.

Berni había establecido su taller en Arcueil, una comuna situada en las afueras de París.

Allí tuvo un aprendiz, al que el maestro le notaba grandes condiciones, pese a que aún carecía de estilo propio. Por el contrario, aquel muchacho se empeñaba en imitarlo. Era nada menos que Guillot.

En agosto de aquel año, Berni pintó una de sus obras maestras de aquel período, La torre Eiffel en la Pampa. Hecha con témpera y collage, exhibía en primer plano el torso sin brazos de una mujer desnuda junto a un gramófono y, a lo lejos, en perspectiva, la torre en medio de una llanura.

En 1942, Amalita –quien algo sabía de cuadros y se percibía como una coleccionista en ciernes– de inmediato encontró un lazo en común entre aquel cuadro y La llamarada. Motivos no le faltaban.

Porque el lienzo que Fortabat le había regalado exhibía en primer plano el torso sin brazos de una mujer desnuda junto a un gramófono y, a lo lejos, en perspectiva, la Estatua de la Libertad con su antorcha encendida, en medio de la desembocadura del río Hudson. Un obsequio exquisito.

EL AMOR LOCO

Un año antes, Fortabat se encontraba con su esposa, Elisa Corti Maderna, en un palco del Teatro Colón durante una representación de El lago de los cisnes.

El doctor Lafuente y Amalita estaban en el palco aledaño.

Las piernas de Lacroze eran visibles entre los pliegues de su tapado azul. Y don Alfredo, con sus binoculares, no les sacaba las pupilas de encima.

Durante el intervalo, le envió a esa mujer una caja de bombones. Ella los masticaría no sin mirar de soslayo a su desconocido galán.

Unas semanas más tarde, Amalita y Hernán fueron invitados a navegar en un yate por el Tigre. El dueño del barco resultó ser Fortabat, y en la proa encontró la manera de quedarse a solas con ella.

Amalita no tomó muy en serio semejante lance. Y al año siguiente se unió a Lafuente en el santo sacramento del matrimonio.

“No pude soportar ir a su casamiento”, le escribió don Fortabat en una esquela. Pero ya se sabe lo obsequioso que entonces se mostró.

Obsequioso y obsesivo. Porque seis años después, esa –diríase– pasión seguía intacta en él: los Lafuente habían viajado a Europa, y Alfredo los siguió a escondidas. En París, durante una fiesta, simuló encontrarlos casualmente y sacó a bailar a Amalita para confesarle su amor:

–Yo sé que usted se va a casar conmigo.

Ella, turbada ante la insolencia, alcanzó a improvisar:

–No, usted no me puede decir eso. No es cierto. Dirá que le gusto…

–Usted se equivoca, Amalita. Yo estoy enamorado de usted desde el día en que la conocí.

Entre ese instante y el año siguiente, Alfredo y Amalita se divorciaron de sus respectivos cónyuges para así casarse.

La profecía de Fortabat se había concretado, en medio del escándalo de la high society criolla.

Estuvieron juntos por 29 años, y con La llamarada como prenda de ese amor.

EL SECRETO

Cuando, en enero de 1976, a raíz de un ACV, el magnate empezó a tomar sus primeras lecciones de arpa, Amalita, muy alicaída, hizo llevar la tela de Berni a la estancia de Olavarría, porque su sola visión le laceraba el alma.

La llamarada fue hurtada de allí dos años después.

Ella ofreció una recompensa de 200 mil dólares para recuperarla, cosa que logró mediante la intervención de una compañía de seguros.

Los ladrones jamás fueron identificados.

Para que no hubiese ninguna duda, se le solicitó a Berni que certificara la autenticidad del lienzo. A tal efecto, se lo llevaron a su taller.

Berni entonces quiso saber cuándo Fortabat había adquirido el cuadro y cuánto había pagado por él. Al oír ambas respuestas, sólo dijo: “¡Una ganga!”.

Entonces soltó una risita.

Luego, su diagnóstico fue tajante: el cuadro era auténtico.

Un final feliz, pero inacabado. Porque después de que Berni falleciera, en 1981, su amigo, el galerista Moises Yahbes, reveló la verdad del asunto.

En realidad, Berni jamás pintó La llamarada. Sí lo había hecho Guillot, quien únicamente fraguó la firma de su maestro.

El artista le había confiado a Yahbes esa circunstancia, reconociendo la destreza del discípulo para imitar el estilo de otros pintores, sin sucumbir en el tedio creativo de la falsificación.

En homenaje a tal habilidad, certificó esa obra como suya.

De Guillot, tragado por el anonimato, nunca más se supo nada.

Amalita Lacroze de Fortabat dejó de existir en 2012, sin enterarse de la verdadera trama en torno del cuadro que tuvo en su poder por 70 años.

Escrito por
Ricardo Ragendorfer
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