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Caras y Caretas

           

Rioplatenses

Países hermanos, unidos por el origen y acaso separados por los proyectos, Argentina y Uruguay tienen tanta historia en común como caminos que se bifurcan. El reciente intercambio entre Alberto Fernández y su par Luis Lacalle Pou en la celebración por los 30 años del Mercosur reaviva la parábola de amores y desamores que nos unen y nos espantan.

Considerar casi lo mismo a dos países tan escandalosamente distintos como Argentina y Uruguay es mucho más desafiante de lo fácil que parece. Poco menos que incomparables en población, territorio, tamaño de recursos naturales, evolución política moderna y hasta carácter, roza en la temeridad jugar con ellos a las siete diferencias y tentar simetrías donde tal vez hay solo coincidencias. Aun así, persistimos –a veces lúdicos, en ocasiones serios– en las semejanzas de la hermandad, en la igualación del mate, el truco o el dulce de leche, en lo difícil de diferenciarnos aunque “los uruguayos sean otra cosa”, según conceden, elogiosos, los argentinos, y los porteños –porque el uruguayo se relaciona con el porteño mucho más que con el argentino y con la argentinidad del porteño mucho más que con el país del porteño–, tan soberbios como siempre, según entienden, sin piedad, los uruguayos. Un desbalance de conceptos con el que, desde el lado oriental del mostrador, parecen equilibrar, moralmente, otro tipo de desproporciones donde el parámetro lo impone el más grande.

Pero decodificar este vínculo que consagra a la Argentina como a la tierra de las oportunidades para los uruguayos que vienen a jugar al fútbol, actuar en sus teatros, cantar en sus estadios y asistir a sus recitales, o al Uruguay como el lugar donde los argentinos anuncian periódicamente que se irán a vivir, tranquilos, entre personas sin apuro y automovilistas bien educados que permiten paso al peatón, sin cuarentenas y hasta no hace tanto tiempo, casi sin covid, merece referencias concretas de sus recorridos históricos y asumir un riesgo grande en el análisis. Y es que, si bien hay una historia que nos une, no nos iguala.

¿Por qué ese mismo parecido que en teoría resuelve las definiciones, algo así como un ser binacional que heredamos y rehicimos, nos entrampa, fijándonos en una idea siempre corregida y autosuficiente, mucho más adecuada que verdadera, de lo rioplatense? ¿A qué respuesta le tenemos miedo?

Primera trampa: hacer de la política del otro, la propia. Segunda trampa: confundir todo lo que conocemos con conocerlo todo. Tercera: deformar el espejo hasta ver lo que queremos ver. Pensar que nos devuelve una imagen fiel, cuando estamos recreándola.  Cuarta: quien tiene el poder de influencia sobre el otro (por el tamaño de los recursos con los que cuenta para eso) cae en el engaño de creer  que se prolonga en el otro, y el otro, en la trampa de confiar que lo que ve por los medios que reproducen a su vecino es todo lo que el vecino es. Quinta: pensar que lo que no se ve (más común en el porteño que mira menos de lo mucho que deja ver) no es.

No se trata, aquí, de establecer cuánto nos une sino de poder interpretar cuánto de lo que nos une nos diferencia. Y viceversa. Qué de argentinos y uruguayos los sienta en una misma mesa a discutir, a negociar o hablar de bueyes, y jugadores de fútbol, perdidos, como si fuesen los mismos.

EL ESPEJO DE LA HISTORIA

Las comparaciones –odiosas, quizá– pueden comenzar por la más estricta actualidad ya que hoy es posible comprobar cómo el actual presidente Lacalle Pou replica en Uruguay el juego de fotos trucadas que en su momento implementara el ex presidente Macri, en la Argentina. Imágenes preparadas y simétricas: Macri jugaba al fútbol, Lacalle juega al fútbol;Macri bajaba a la playa, Lacalle baja a la playa, y sucesivamente así, uno hace ravioles, el otro…Eso, lo que dijo China Zorrilla, tan uruguaya, en Esperando la carroza, tan argentina. 

Pero hay eventos mucho más trascendentales que los que se producen en una agencia de publicidad.

La historia de los vínculos entre rioplatenses bien podría comenzar cuando en 1806, de aquel lado del charco, saltaron a los barcos para cruzar a Buenos Aires y combatir defendiéndola de los ingleses o, cuando en el marco de las mismas invasiones, se hicieron fuertes desde esta orilla para repeler un segundo intento inglés que comenzaba por Montevideo.

Podemos jalonar, o incluso abrir esta línea de tiempo, con la Liga Federal, cuando el proyecto de Artigas reunió a buena parte de los que después serían uruguayos y argentinos bajo la misma Liga de los Pueblos Libres.

Sería hasta necesario hablar de cómo Oribe sitió Montevideo sin dejar de pelear para Rosas, y Rivera la defendió sin dejar de pelear contra él, con los unitarios que se refugiaban en Montevideo.

Todo sin olvidar la nunca deseada pero salvadora costumbre de exiliarse en el otro lado del río mientras los enemigos gobernaban en el propio.

No sería equivocado partir de la lucha de puertos o de la propia raíz colonial pero, como siempre, es más interesante comenzar con Perón.

El 27 de febrero de 1948, las embarcaciones “Yatay”, argentina, y “Capitán Miranda”, buque uruguayo, se detuvieron en el mismo punto, a la misma vez. Estaban en idéntica altura del Río de la Plata, su desembocadura. Perón, presidente de la Argentina, se reúne con Luis Batlle, presidente del Uruguay.

La relación entre ambos países arrastraba entonces las tensiones heredadas de la Segunda Guerra Mundial, el recelo de unos con otros por supuestas injerencias en la política local y el posicionamiento de la región en el mundo de posguerra, entre problemas de vecindad que convocan formalmente la entrevista. Tal vez como un evento preparatorio, algunos meses antes, a fines de agosto de 1947, Evita había visitado Montevideo, había bailado con Batlle en el Club Uruguay y había propiciado –cuentan– que Batlle y su archienemigo político, Luis Alberto de Herrera (antepasado directo del actual presidente uruguayo), se dieran la mano después de mucho tiempo sin hablarse, todo con tan sólo 28 años.

Perón había llegado a decir que desde Uruguay sus enemigos preparaban golpes y atentados contra él y contra Evita, en Uruguay llegaron a decir que el peronismo colaboraba con los blancos infiltrando actos de los colorados en Montevideo. En medio de semejante crisis, como en esas relaciones donde los que aman odian, tuvieron que hablar.

La entrevista de Batlle con Perón tuvo lugar en el “Yatay”, el barco argentino. Perón jugaba de local.

Evita obsequió a Matilde, la esposa de Batlle, una pulsera de diamantes. Perón regaló a Batlle una cigarrera de oro con la inscripción “Al Presidente del Uruguay”. Las fotos del encuentro no dejan mentir. La incomodidad enfría la reunión y las imágenes son crueles con las formas. Perón sonríe para la historia con un gesto que parece de memoria, Batlle lo hace para la foto, y nada más, Evita no mira a Matilde, Matilde la mira, pero con un aire de rechazo, es una mujer obligada por las circunstancias que no reprime que se quiere ir. Como se podía prever, los resultados de la entrevista son escasos, por no decir nulos. Ya no volverán a verse. Pero el peronismo todavía no ha terminado con los Batlle, ni el Batlle más joven de la escena, Jorge, hijo de Luis, con veinte años ese día, con los peronistas.

Continuemos. Una vez que se atraviesa el peronismo, es difícil volver. ¿Qué pasa con los protagonistas del saludo en el barco siete años después? ¿Dónde están en ese año, 1955, que más que número es todo un nombre de la política argentina?

Mientras Perón inicia su exilio, Jorge Batlle acompaña a su madre, Matilde, la esposa del hombre a quien Perón le regaló una tabaquera, mientras visita a los pilotos de la Fuerza Aérea argentina que bombardearon la Plaza de Mayo, en Buenos Aires.

La madre de Jorge Batlle –esa mujer– era argentina. Siendo presidente del Uruguay, Batlle deberá recordarlo, muchos años más tarde, cuando, entre lágrimas, se entrevistó con Duhalde para pedir perdón por haber dicho que los argentinos eran “todos” unos “chorros” del primero hasta el último.

Pero esto no será hasta 2002. Desde 1955, argentinos y uruguayos siguen caminos dispares.

DICTADURAS, DEMOCRACIA, REVOLUCIÓN            

En la Argentina se irá de una dictadura (la fusiladora) a la otra (la de Onganía), pasando por una elección con mayorías prohibidas en las que el partido más votado fue el que no se podía votar, mientras en Uruguay se recorre un camino con democracia plena que va de la hegemonía del Partido Colorado al primer gobierno blanco del siglo XX cuando Luis Alberto de Herrera, bisabuelo de Lacalle Pou, gana las elecciones de 1958. La uruguaya es una democracia que, no sin recelos en los sectores más conservadores, lejos de proscribir, se afirma en un proceso que acaba de producir una alternancia histórica y lentamente habrá de evolucionar en un sistema de tres partidos, con la izquierda unida.

No es tan llamativo pero sí muy emblemático de hasta dónde todo lo que nos separa nos une, cómo por caminos tan distintos y distantes en las dos orillas coinciden –con diferencia de días– ante la figura del Che.

Ya estamos en los 60. En Argentina lo recibe Frondizi. El gobierno está acorralado, sus políticas son erráticas y su encuentro con el Che lo empujará en su caída. Se reúne en  secreto. Se trata de un episodio que impactará directamente en la política argentina ya que, a la proscripción del peronismo, se agregará la del comunismo.

En Uruguay lo recibe el presidente Víctor Haedo. Lo hace frente a las cámaras, tomando mate, luce cómodo. En presencia de Guevara, Haedo le dice a su perro Poncho que festeja al Che: “Te me estás volviendo Fidelista”.

En 1966, Onganía toma el poder e instaura una dictadura. En Uruguay, como durante todo el siglo XX hasta el golpe de 1973, hay elecciones.

También en 1966, y cuando se están abriendo períodos en los que argentinos y uruguayos jugarán con fuego, comparten rol en un terreno sin alarma política pero de cargada identidad. Es en Inglaterra, durante el Mundial de Fútbol. En instancias decisivas, Uruguay enfrenta a Alemania –se le nombra un árbitro inglés– y Argentina a Inglaterra, con un juez alemán. Son eliminados el mismo día y de la misma forma, perjudicados por el juez que arbitró. Antonio Rattín se sienta en la alfombra roja de la reina, los uruguayos sospechan sobornos en alguno de sus jugadores y el episodio ingresa en la memoria colectiva por la puerta enorme del fútbol.

CLIMA DE ÉPOCA 

Quedémonos en los 70. Tengamos un poco de buen Mayo Francés. Unos bajo el rigor de una dictadura de pensamiento franquista y otros en el marco de una, todavía, ininterrumpida democracia, pidieron con su estilo lo imposible. Leyeren el boom latinoamericano, vieron el cinema novo, miraron hacia Cuba, pero con la diferencia, no menor, de que el pueblo uruguayo era libre de hacerlo y el argentino, como mucho, clandestinamente libre.

Sin embargo, como prueba –trágica– de que hasta nuestras diferencias se nos parecen,  poco después de que en la Argentina tenga lugar la terrible Noche de los Bastones Largos que reprime a los universitarios, en Uruguay matan en una marcha al estudiante Líber Arce. Era claro que en el Uruguay de la democracia y en la Argentina de los militares unos y otros vivían bajo el mismo clima de época.

En 1974 muere Perón. En Uruguay, ya gobiernan los militares.

Como era casi de rigor desde la primera mitad del siglo XIX, cuando ante la falta de libertades en su país uruguayos y argentinos iban a buscarla en el país del otro, parece que es el momento de que Buenos Aires refugie a los uruguayos que se exilian, pero tanto unos como otros no tardarán demasiado en comprender que ya no hay dónde escapar, que, de la peor manera posible, los dos lados del Plata han vuelto a ser la misma cosa.

Mientras tanto nos prestábamos los jugadores, las playas y los cantores de tango, disputamos a Gardel, lo perdimos con Francia y hasta quedó tiempo para que dos investigadores desarrollaran la tesis que sostiene para Uruguay la posesión de las islas Malvinas.

La tesis se apoya en un documento de 1841 por el cual España le cedió a Uruguay las atribuciones del Puerto Militar de Montevideo sobre el archipiélago del Atlántico Sur, y, como parte de este, la posesión jurídica sobre las islas Malvinas.

Una pieza de coleccionismo, un preciosismo documental, pero que algo dice sobre cómo hasta las demarcaciones nos funden y confunden dentro de la misma unidad cultural, mimetismo grave, en ocasiones, que obligó a que la corte de La Haya, Cristina Fernández y Pepe Mujica –en última instancia– dirimieran dónde terminaba un río y dónde comenzaba una pastera.

El diferendo por la instalación de una planta industrial de propiedad finlandesa a la vista de Gualeguaychú había comenzado en 2005. Los asambleístas de Gualeguaychú decidieron cortar los puentes y mientras la medida duró pasaron aproximadamente cinco años, los únicos durante los que el río no unió ni separó, directamente enfrentó.

MEDIO HERMANOS

¿Por qué, entonces, siendo unos parte de los otros, de conocernos de toda la vida, la necesidad de inventarnos, también, de toda la vida?

Como si se tratara de un superego bien ensayado que a cada lado nos adiestra en qué pensar al respecto, para todo existe una ética que se referencia en el otro. Sólo así parece posible que el Uruguay bien educado, serio e incorruptible, en su más reciente versión y en una sola etiqueta, “del Pepe”, haya formado parte del discurso moral de argentinos que jamás votarían a la izquierda, y el antiperonismo, del de muchos uruguayos que nunca votarían a los candidatos de la oligarquía, evidencia de que las divergencias tienen cierto efecto complementario en nuestra relación.

Un vínculo por el que es válido apelar a la metáfora de los hermanos del Río de la Plata aunque sería más valido decir medio hermanos, porque si hay una parte de la relación de los medio hermanos que es indivisible, hay otra que jamás los unirá.

Y tal vez allí radique la explicación. Los une el origen y los separan sus proyectos. Los une el origen hispánico, la matriz de la conquista y posterior colonización de sus territorios, el virreinato y su disolución, esa línea, llamémosle, materna, de la historia, que une a la madre España con la patria. Los separa la línea que podemos considerar paterna del Estado moderno por la que uno corta lazos con la Iglesia transformándose en laico y otro todavía jura por los evangelios.

Durante el primer batllismo, Uruguay avanzará en reformas tan fundacionales como nacionalización, estatización, leyes laborales y hasta divorcio por la sola voluntad de la mujer sin cambiar la correlación de fuerzas; casi medio siglo después, el peronismo traerá en la Argentina derechos revolucionarios en el campo de la justicia social pero cambiando para siempre la correlación de fuerzas, inaugurando una disputa por el control del Estado al tiempo que en el otro lado del río, “Suiza de América” mediante, el Estado será utilizado para amortiguar en las grandes disputas.

Todo lo que el origen unió, sus refundaciones, mitos o concreciones, algún tiempo después, lo reinventaron, bifurcándolo.

Estas diferencias vinieron a sumarse a las asimetrías, obvias, de población y territorio, pero el imaginario las resolvió, dándoles un lugar que es tan afuera como propio de la identidad de cada actor. El argentino pudo mirarse en un espejo no tan pequeño, el uruguayo pudo mirarse en un espejo no tan grande, y así pudieron verse e inventarse.

Lo característico de nuestros antagonismos es que nos constituyen. Entre sus parecidos y sus diferencias uruguayos y argentinos siempre serán las dos cosas, pares y también distintos. Dos orillas de una misma realidad que, según marque la historia, los une, los separa o los junta en mitad del río.

Río que es mucho más que una referencia geográfica, es una metáfora perfecta. La equidistancia natural –y construida– de dos que comparten más espacio en la realidad que en el territorio, un manto de piedad sobre las diferencias, un paño colocado por la historia entre dos espejos con distorsiones de espejismo, para que algo no se rompa.

La historiografía uruguaya recoge que aquella imperiosa jornada de 1948, todavía sobre el “Yatay” y después de una propuesta de Perón que, detallada por su ministro Miranda, estaba condenada al fracaso, se hizo un silencio que pareció irremontable. Fue entonces cuando, para salir del paso, un delegado uruguayo propuso un brindis. “Muy bien, ministro, muy bien –dijo, levantando su copa–. Por la hermandad rioplatense.”

Y se fueron por donde habían venido, cada quien para su lado. Tan cercanos, tan distantes.

Escrito por
Martín Generali
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