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Caras y Caretas

           

EL TIEMPO ESTÁ DESPUÉS

Tratar de ubicarnos en las particularidades de este momento de cuarentena, pensarlo e internalizarlo, podría permitirnos salir mejores cuando todo pase.

Miro hacia atrás. Apenas unos meses. El 10 de diciembre festejamos y mucho. Como habíamos festejado el resultado electoral. Entre otras cosas, era alegre saber que se terminaba un ciclo dañino, que había dejado al país en el abismo y que había profundizado las lógicas de despojo y muerte.

¿Quién no auguraba, ese día, que los tiempos que vendrían serían duros pero entusiastas, que este 2020 iba a ser considerablemente mejor que los años anteriores, porque la humillación y la violencia no serían el pan nuestro de cada día? Recuerdo eso y que mi enero fue el más tranquilo y amable en mucho tiempo. No sabíamos, claro, de la pandemia global.

Y si recuerdo esto no es por vocación impresionista sino, por el contrario, para dar cuenta de un cierto realismo: hoy la tranquilidad de un gobierno sensato y lúcido, que se ocupa de la salud y que tiene claridad respecto de cómo mover la maquinaria estatal frente a la amenaza epidemiológica, es un ánimo que comparten hasta quienes no lo votaron, pero esa alegría que auguraban nuestros cuerpos no quedó en pie. Ese 10, recuerdo, llegamos a la Plaza de Mayo y estaba sonando Sudor Marika, y en cada fuente eran muches quienes bailaban al ritmo de la cumbia o el cuarteto. Hoy, para preservar las vidas, las calles deben estar vacías, nuestros encuentros mediados por pantallas, la circulación restringida, la economía parada, la actividad cultural suspendida. No discutimos su necesidad: señalo que es necesario pensar ese impacto sobre nuestras vidas. Pararnos en lo que tiene de angustiante y dramático, porque si no podemos pensar y narrar el dolor tampoco podremos considerar otras formas de vida.

EN PRIMERA PERSONA

Pienso en una tía que llora por no poder ver a sus sobrinos, o en un hombre que es abuelo y cree que es mejor enfermarse y morir acompañado antes que sobrevivir en soledad. Pienso en las personas que trabajan en forma autónoma y no tienen ingresos y que al encierro le agregan la dificultad de reorganizar su horizonte vital. O en quienes no tienen salario ni colchón ni resto y cuya supervivencia se define día tras día. O las personas encerradas en cárceles que agregan a la crueldad de ese encierro esta nueva amenaza. Pienso en las mujeres y niñes encerrados con violentos y abusadores, en las que fueron asesinadas desde que comenzó la cuarentena porque la urgencia de la Covid-19 pareció relegar otras urgencias. Y en quienes reconfiguramos nuestras rutinas laborales descubriendo nuevos tedios y problemas, atisbando jornadas de trabajo interminables y privadas de la ociosa conversación que acompaña muchos de nuestros esfuerzos.

Quienes tenemos casa y salario y vivimos en compañías elegidas, solemos decir que habitamos cuarentenas privilegiadas: aparece la idea en intercambios amistosos, ante la pregunta de cómo la estamos llevando. Un modo de decir: no nos podemos quejar, a sabiendas de que hay millones que la pasan mucho peor. Pero, a la vez, es necesario dar vuelta esa ratificación, ver qué encubre, qué impide pensar: qué nos pasa ante la ciudad vacía, las calles habitadas por personas temerosas, la ausencia de una serie de intercambios que eran amparo, alegría común, cercanía. La privación del cuerpo a cuerpo es compleja y afecta todo modo de vida, por lo mismo hay quienes se embelesan con un futuro de teletrabajo y enseñanza a distancia, mientras otres pensamos que son nombres de una distopía. Y a la inversa, tampoco parece haber margen para señalar qué disfrutamos de la cuarentena: hay padres o madres que tienen tiempo que no tenían para estar con sus hijes y la pasan bien de ese modo. No decirlo también encubre. La mistificación, en tanto renuencia a poder dar cuenta de las experiencias que transitamos y sustituir esa palabra ausente con altas retóricas o conclusiones generales, también puede ser negativa y opacar aquello que sucede.

Y la angustia, ¿cómo no reconocerla, nombrarla, decirla? ¿O no son nuestras existencias algo más que una biología en la que puede entrar o no un virus? ¿No son lo sintiente que se debilita por el temor, se paraliza muchas veces ante la amenaza no sólo sobre cada quien, sino sobre las personas que quiere y que estarían en riesgo? La vulnerabilidad es nuestra condición vital, y saber de esa fragilidad no es un dato menor en la construcción de cada trayectoria biográfica. La pandemia actualiza y refuerza eso que es dato cotidiano y nos lo recuerda a cada minuto para convertirnos en agentes del cuidado colectivo.

¿Significa esto que no podemos hablar de la pandemia y del aislamiento social preventivo y obligatorio? ¿O que sería superfluo tratar de pensar qué viene, qué rasgos de otras lógicas de organización social se dibujan en este momento excepcional? Por el contrario, la proliferación textual y la búsqueda muy consistente de argumentaciones filosóficas, la pregunta por el porvenir instalada alrededor de las estrategias para contener la enfermedad, son fundamentales y lo son porque una sociedad no se regula sólo por el saber médico y científico: su pulso político exige polifonía, confrontación de perspectivas, imágenes diversas, alertas críticas. Si no existieran esos esfuerzos, estaríamos ante un monólogo sanitarista que puede ser exigido en una cierta coyuntura pero que sería dañino para pensar la complejidad de la vida en común. Y también la vida de cada persona, porque la salud y su defensa son sólo un aspecto de lo que nos hace vivir.

El más hermoso texto sobre la Covid lo escribió Ana Longoni y salió publicado en la revista Anfibia: cuenta su propia enfermedad a partir de un síntoma, la pérdida de olfato. No es un escrito melancólico sino arrojado, capaz de pensar en qué sucede con un cuerpo cuando se enferma y, a la vez, en el deseo como afirmación vital. Un escrito materialista que quizá nos sirva durante mucho tiempo para saber qué nos pasó y qué nos está pasando en estos días, qué orden de la experiencia sensible transcurre y cómo imaginamos lo que vendrá: con qué roces, qué deseos, qué alegrías.

PENSANDO EL FUTURO

Cuando se reproducen comentarios de algún científico de Harvard explicando que el aislamiento deberá durar hasta 2022, eso no suena a cuidado, sino a gestión del miedo. Y claro que tememos a la muerte, pero no menos a la sequía, el encierro, el despojo, la tristeza. En estos días, tan raros, lo que más temo es el hilo fascista siempre despierto y que se encarna como vocación policíaca en la ciudadanía, y lo que más me esperanza es que el descubrimiento de la propia fragilidad permita a cada une tejer nuevas solidaridades y amistades con otres. Son dos modos de afrontar el miedo, que siempre están presentes. Lo que hagamos cada quien en estos tiempos, lo que imaginemos y digamos, aquello por lo que luchemos, será parte de la definición de la sociedad futura.

Escrito por
María Pia López
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