En 1979 el neoliberalismo gobernaba el país de la mano de la dictadura encabezada por José Alfredo Martínez de Hoz y su empleado, el general Jorge Rafael Videla. Venía desarrollando una sistemática represión sobre el pueblo eliminando mediante el perverso método de la desaparición a miles de argentinos. El cerco informativo de los aún llamados “grandes medios” operaba en complicidad no sólo silenciando las denuncias de los familiares sino operando a favor del genocidio, incluso más allá de lo que les pedían los usurpadores de la Casa Rosada. Imperaba un régimen económico que tenía entre sus prioridades la destrucción del salario y de la industria nacional mediante una contención salarial y la liberación de los precios y las importaciones. Había que soportar en los cines publicidades que nos hablaban de la ineficiencia congénita de nuestra industria frente a las beldades importadas. Las Madres y Abuelas hacía dos años que venían advirtiendo al mundo con un coraje extraordinario sobre los horrores de la dictadura en inmensa soledad en la Plaza de Mayo, en medio del hostigamiento de los esbirros del régimen, que secuestraron, torturaron y asesinaron a la primera conducción de las Madres, y la indiferencia y hasta la hostilidad de los transeúntes, como pudo ver el mundo en un reportaje de la televisión europea en ocasión del Mundial de Fútbol de 1978.
La labor incansable de los organismos de derechos humanos en nuestro país y en el exterior fue instalando el tema del Estado terrorista argentino en los principales medios extranjeros y aumentando el interés internacional por la real situación de la Argentina. En ese contexto se produce la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), organismo de la OEA, para realizar una inspección, muy a pesar del gobierno militar. La CIDH recibió miles de denuncias y recorrió cárceles y centros de detención. Los organismos de derechos humanos fueron los que alentaron a familiares y amigos de las víctimas a atreverse a denunciar, ya que el gobierno realizó, con el apoyo incondicional de los medios, una feroz campaña intimidatoria. Aprovechando que la visita coincidió con la obtención por el Seleccionado juvenil del campeonato mundial en Japón frente a la Unión Soviética de la mano de Maradona, se repartieron en todo el país banderitas y stickers con la leyenda “Los argentinos somos derechos y humanos”, que no pocos “humanos” y muy “derechos” argentinos lucieron orgullosos en sus autos, vidrieras de sus negocios y pechos. Mientras tanto, el relator José María Muñoz incitó a los hinchas que festejaban la obtención del título a pasar por la Avenida de Mayo, donde los familiares de los desaparecidos hacían largas colas en torno a la sede de la OEA para efectuar sus denuncias ante la Comisión, para insultar a esa gente que, según “el relator de América”, daba una mala imagen del país, mientras ponía en duda la legitimidad del dolor y el contenido de las denuncias de los familiares.
La cúpula de la Iglesia permaneció indiferente en general y muy activa en algunos casos, como el del vicario castrense monseñor Victorio Bonamín, quien, fiel a su estilo de acompañamiento y aliento del genocidio, declaró por aquellos días: “Ahora es probable que haya que poner cartelitos: ‘Pórtese bien porque la OEA lo mira’. Si sube la conciencia debe bajar la represión. Pero si la conciencia, la responsabilidad entre sí mismo va bajando, debe subir la represión”. Del otro lado de la vida, de la Iglesia oficial y de todo, el obispo de Neuquén, el inolvidable luchador Jaime de Nevares, acompañó y defendió a los familiares en las filas en aquellos días espantosos de la historia argentina. El informe final de la CIDH reconocía que en nuestro país se violaban sistemáticamente los derechos humanos. En este número de Caras y Caretas queremos recordar aquel hecho histórico que marcó un antes y un después en la lucha por la vigencia de los derechos humanos en la Argentina.