Esta última etapa de la democracia argentina se encamina a cumplir 40 años. Es el ciclo más extenso en la historia moderna del país sin interrupciones autoritarias. Desde la asunción de Raúl Alfonsín como primer presidente de la recuperación democrática, los derechos humanos como política de Estado fueron parte de una larga y compleja tensión con las Fuerzas Armadas en retirada del poder, que fue directamente proporcional a la pérdida de influencia del “partido militar” y al incremento de la lucha del movimiento de derechos humanos.
El hito de ese hilo fundacional que nace al calor de la lucha antidictatorial tiene dos puntos clave que signaron la relación con las Fuerzas Armadas hasta la actualidad: la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) y el juicio a las Juntas Militares de 1985, bajo la orden de un presidente radical que también buscó enjuiciar a los líderes de las organizaciones político-militares, en un estreno tormentoso de la teoría de los dos demonios.
El enjuiciamiento fue histórico por múltiples motivos y concluyó con el encarcelamiento de los jerarcas castrenses, que tres años antes ocupaban la Casa Rosada. Ese proceso signó el desarrollo de las políticas de derechos humanos desde el Estado, porque la resistencia de las Fuerzas Armadas era tan grande (fue expresada en tres levantamientos militares) que el poder civil tuvo serias dificultades para afianzar la estructura burocrática del Estado con el objetivo de desarrollar políticas vinculadas al desarrollo y promoción de los derechos humanos.
Esa tensión al interior del Estado explica por qué buena parte de las tareas de investigación para la recuperación de hijos de desaparecidos y para encontrar los restos de personas asesinadas por la dictadura fue posible gracias a los organismos de derechos humanos, como Abuelas y Madres de Plaza de Mayo, la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos (AEDD), la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y el Servicio de Paz y Justicia (Serpaj), que lograron construir una serie de hitos de gestión e investigación que fueron posibles gracias al esfuerzo de sus integrantes y a una amplia solidaridad internacional que interpeló, lenta pero inexorablemente, el compromiso o la falta de compromiso del Estado.
LOS VAIVENES DE ÁREA CLAVE
Desde Alfonsín hasta la presidencia de Mauricio Macri, la estructura del Estado en materia de derechos humanos fue cambiando en virtud de las diferentes gestiones políticas y también por el impacto de distintos procesos judiciales, como los Juicios por la Verdad y por la restitución de la identidad de hijos de desaparecidos que dejaron en evidencia todo lo que podría haberse logrado si esas políticas hubieran sido impulsadas desde la estructura pública a partir de los 90.
La expresión en la estructura burocrática de estos tironeos se puede advertir en la actual Secretaría de Derechos Humanos. Cuando Alfonsín creó la Conadep y presentó el Nunca Más, el 20 de septiembre de 1984, también puso en funcionamiento la Subsecretaría de Derechos Humanos, que ocupó Eduardo Rabossi, hasta entonces integrante de la APDH. El organismo quedó bajo la órbita del Ministerio del Interior y, a pesar de las presiones castrenses por reducir su estructura, Alfonsín nunca la achicó.
El encargado de degradarla de rango fue Carlos Menem. En 1991 comenzó a funcionar como Dirección Nacional de Derechos Humanos. Gracias a la presión de los organismos y especialmente por el trabajo de Abuelas, Menem se vio obligado a crear la Comisión Nacional por el Derecho a la Identidad (Conadi), que comenzó a funcionar en 1992 para sistematizar e investigar denuncias y datos que antes eran realizados por fuera de la estructura estatal. Menem recién reinstauró ese rango en su segundo mandato, cuando nombró a Alicia Pierini al frente del área, y desde 1997 fue reemplazada por Inés Pérez Suárez.
El fin de los 90 también está marcado por la emergencia de la agrupación H.I.J.O.S., que pone en el centro de la escena el señalamiento contra los genocidas libres e impunes y la necesidad de terminar con las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, que limitaron la posibilidad de enjuiciar a centenares de militares que intervinieron en la represión y desaparición de personas durante la dictadura.
En 2000, Fernando de la Rúa traspasó la Subsecretaría al área del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, y nombró a Diana Conti al frente. Recién en febrero de 2002 la repartición pasó a ser secretaría, por una decisión del presidente provisional Eduardo Duhalde, en una gran paradoja, porque fue el mandatario el que finalmente aceptó subir el área de rango, pero seis meses después se vio obligado a adelantar el llamado a elecciones, tras la brutal represión del 26 de junio de 2002 en el puente Pueyrredón, donde fueron asesinados los jóvenes Darío Santillán y Maximiliano Kosteki a manos de la policía.
DE LA LEGITIMACIÓN A LA NEGACIÓN
La periodista Lila Pastoriza explica el proceso que sucede a partir de la asunción de Néstor Kirchner en la jefatura de Estado. “Situó su legitimación en el horizonte valorativo de los derechos humanos y en la supremacía de la democracia” señala en su texto “Hablar de memorias en la Argentina”, que integra el libro El Estado y la memoria, compilado por el profesor catalán Ricard Vinyes. “El firme compromiso con el castigo a los responsables del terrorismo de Estado y el reconocimiento genérico a la juventud militante de los años 70 se expresaron en la decisión gubernamental de llevar a la práctica las demandas básicas del movimiento de derechos humanos: terminar con las leyes de impunidad y reabrir las causas por los delitos de la dictadura y, por otra parte, la recuperación de la Escuela de Mecánica de la Armada, creando allí el Espacio de la Memoria”, señala la periodista, y concluye: “En torno a estas cuestiones giraron –y giran– tanto las políticas públicas, como las disputas por el sentido”. Todos los organismos consultados para esta nota consideran que esa decisión se experimenta como un proceso de crecimiento de la Secretaría, que tuvo al frente al abogado defensor de presos políticos Eduardo Luis Duhalde. Duhalde tejió lazos con sus pares provinciales, promovió observatorios y comenzó a aportar pruebas para los juicios. Por primera vez los organismos no peleaban solos sino que contaban con el apoyo del Estado.
Diez días antes de dejar el poder, Cristina Fernández de Kirchner trasladó la Secretaría al Espacio de la Memoria. Cuando Mauricio Macri asumió la presidencia, nombró al mismo secretario de Derechos Humanos que tuvo en su gestión porteña. Con la llegada de Claudio Avruj, la Secretaría fue rebautizada como de Derechos Humanos y Pluralismo Cultural. En 2017, H.I.J.O.S. denunció que el área tendría una partida de 607,5 millones de pesos. Según consignó la periodista de Página/12 Ailín Bullentini, eran “110 millones menos que lo que recibió en 2016, con una reducción que supera el 15 por ciento”.
Ante el volumen de la inflación, los organismos buscaron resistir el ajuste. En 2018 el presupuesto fue de 605 millones, y en 2019 bajó a 579,9 millones de pesos, en medio de un recorte del 20 por ciento en los últimos dos años. Al ajuste presupuestario, la administración de Macri le sumó una ofensiva discursiva para antagonizar con los organismos y promovió voceros que buscaron relativizar la cifra de 30 mil desaparecidos, reeditar la teoría de los dos demonios y reorientar la política de derechos humanos a otros ejes que no estuvieran vinculados con la política de Memoria, Verdad y Justicia.