En 1994 entrevisté a Adolfo Bioy Casares en su departamento de la calle Posadas, ante la inminente edición de sus Memorias. Le pregunté: “¿Escribió sobre sus romances?”. Respondió con orgullo socarrón: “Mire, si las subo a todas, el barco se me hunde”.
Y siguió: “A mí me fue bien con las mujeres cuando empecé a maltratarlas. Yo le decía a Borges ‘maltratalas, si no te van a hacer sufrir’. Pero él no. Él se creía que el amor era una película donde el hombre viene de un lado, la mujer del otro y se abrazan apasionadamente mientras se sobreimprime ‘The end’”.
Otra entrevista. Esta vez a una de las ex de Jorge Luis Borges, la escritora y periodista cultural María Esther Vázquez, cuando aún no había bajado la polvareda que había provocado el libro Borges a contraluz –de Estela Canto, otra ex–. Allí, Estela contaba la ya socorrida escena en la que ella le propone sexo y él se va al mazo. También acusaba a Leonor Acevedo de Borges: “Lo castró, lo hizo desdichado como ser humano”.
Entrevisté a Vázquez con motivo de la obtención, en 1995, del Premio Comillas, de Tusquets, por su biografía Borges. Esplendor y derrota. Debía formularle la –algo vergonzante– pregunta sobre si corroboraba los dichos de Estela Canto en torno de la supuesta impotencia del escritor. Cuando cobré coraje y disparé, no se sorprendió ni me acusó de indiscreto. Su respuesta fue elegante y calculada: “No puedo expedirme sobre nada que no haya experimentado personalmente”.
En sus relatos, Borges retaceó palabras al amor. Pero con las que derramó en algunos poemas y otras que soltó en entrevistas alcanza: “He estado enamorado desde que tengo memoria”. Borges confesó que la primera vez fue a los doce años, de una prima de más de veinte, en Salto, Uruguay. O sea que estaba tempranamente equipado con esa combustión imaginativa y solipsista, con esas implosiones del alma, recargadas por la certeza de que “el mundo es una sola mujer” y, por lo tanto, la vida, una montaña rusa pues, para su teología, “el amor es una religión cuyo dios es falible”.
AMOR DEL LEVE
Los numerosos biógrafos de Borges han publicado listas de sus amores. Cotejándolas sucede que todas son incompletas, que ninguna incluye su amplia paleta sentimental: aquellas que sólo habitaron sus mudas quimeras; las que amó sin que ellas lo supieran jamás o demasiado tarde (las hay); las musas platónicas; las novias formales; las dos con las que se casó; las muchas que lo rechazaron; las que merodeó sin atreverse.
Cuenta ese compendio de divertimentos, alcahuetería y literatura que es el Borges de Bioy Casares, que el autor y su mujer, Silvina Ocampo, se entretuvieron el 20 de junio de 1958 en recordar a las chicas de Georgie. Enumeraron: Margot Guerrero, Silvina Bullrich, Estela Canto, la condesa de Wrede, la rubia Daly Nelson, Cecilia Ingenieros, Marta Mosquera, Alicia Jurado, Susana Bombal, Pipina Diehl, Mandie Molina y Vedia, Gloria Alcorta, Wally Zener, Elsa Astete Millán. Tras el repaso, Silvina exclamó: “Really, he has seen the horrors” (“Realmente, él ha visto el horror”). Bioy amagó poner a salvo a Cecilia Ingenieros y Alicia Jurado, pero la Ocampo no las admite.
Bioy escribe de Borges que “habla de su trágico destino repetido” con las mujeres y dice que por una “fatalidad siempre aparece un hombre y se las quita”. Pero el amigo lo delata: “Una mujer que le dura un año o dos con amor blanco, dura mucho; Borges no puede quejarse: debería jactarse”.
Según Bioy, el “amor blanco” –la relación sin sexo– era la vía regia de los fracasos reiterados. Todo indica que la inagotable tensión amatoria de Borges se daba contra un paredón: la coitofobia. Biógrafos, críticos y aun psicoanalistas ubican la escena fundante de ese espanto en Ginebra, en 1918. Su padre, Jorge Guillermo, había llevado al hijo a un prostíbulo de la Place du Bourg-de-Four. Allí se lo encargó a una prostituta que, según sospechó el debutante, ya había brindado servicios a quien lo había llevado a “hacerlo hombre”. La iniciación sexual fue, claro, un desastre. Vía Freud, más de un psicoterapeuta, tanto en Europa como en Buenos Aires, trataron de remover, sin éxito, esa piedra.
Antes del regreso a la Argentina, el joven Borges tuvo una estada con su familia en Mallorca. En esa época se lo retrata amiguero, con predisposición festiva y con el hábito –adquirido por vía paterna– de frecuentar burdeles, en este caso, La Elena.
El primer noviazgo que consta en sus cartas es con una hija de andaluces, Concepción Guerrero, una adolescente de 16 años. Luego de tres años de romance, él cortó la relación, un gesto que no preanunciaba lo que sucedería después.
Por entonces, la casa de las Lange, en Belgrano, se había convertido para Georgie en un centro de despliegue: charlas, diversiones, flirteos, en una atmósfera intelectual que coloreaba sus fines de semana y suspendía el sepia familiar. Borges se enamorará a su turno de las dos hermanas: de Norah –será la mujer de su para siempre denostado Oliverio Girondo– y luego de Haydée, que cortará el vínculo acaso con un bostezo.
UNA CIERTA INTENSIDAD
A Borges, el enamoramiento lo tensaba como a una cuerda de arquería: su dedo índice gastaba los teléfonos; sus asedios podían tenerlo horas aguardando a la presa en la cercanía de su domicilio o de su trabajo, acaso nada más que para contemplarla; su voz trémula podía pasar a la verborrea y a un ingenio cargoso. Fueron testigos sus parejas más intensas: Cecilia Ingenieros, Estela Canto, Alicia Jurado, María Esther Vázquez.
Dos casamientos exornaron su persecución arrobada. El primero con Elsa Astete Millán, en septiembre de 1967. Se trató, en verdad, de un ensayo para recuperar la intensidad de un noviazgo tórrido de 1931, cuando Elsa y Jorge se conocieron en La Plata y mantuvieron una relación a la que ella le puso fin al enamorarse y casarse con Ricardo Albarracín. Pero en la remake institucionalizada ningún corazón se aceleró. A los tres años, Borges, más que separarse, se fugó.
Con María Kodama llegó una suerte de planicie final. De emprender juntos estudios y colaboraciones pasaron a los viajes y, en los viajes, de compartir hotel a compartir habitación. Se casaron por poderes en Paraguay en abril de 1986, pocos meses antes de la muerte de él, en Ginebra. Bioy acusó a Kodama de encofrar a su amigo. Se vengó escribiendo mal y hablando peor sobre ella.
El amor pasó por la vida de Borges como un vértigo de catástrofes y quizá concluyó como un amparo. En su literatura, pero más en las notas y, sobre todo, en las infidencias póstumas de Bioy, consta ese catecismo misógino que yace en el envés del ideal romántico. Como en todo, lo que más lo consoló fue la literatura: “El amor genera desdicha –dijo– y la desdicha es necesaria para la poesía”.