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Caras y Caretas

           

ARGENTINA, TIERRA DE AMOR Y VENGANZA

En tiempos de peronismo y gorilaje, la relación entre una muchacha pobre, oriunda del interior, y el hijo de una familia de patrones desató pasiones opuestas según el lado de la grieta desde el que se lo mirase.

Por Ricardo Ragendorfer. El 15 de abril de 1953, justo cuando el discurso del General cerraba un acto de la CGT en Plaza de Mayo, explotaron dos bombas. Fue un hecho de notable crueldad porque tuvo a la muchedumbre como blanco. Hubo seis muertos y 92 heridos, entre ellos 19 mutilados. Así nacieron los “comandos civiles”. Días después la policía detuvo a los autores del asunto, encabezados por el radical Roque Carranza. Desde entonces las redadas contra las células del terrorismo antiperonista se multiplicaron en el tiempo. Y durante los dos años siguientes muchos de sus cuadros se dieron a la fuga hacia diferentes direcciones.

MADRUGADA EN EL MARPLATENSE

En medio de tal marco político, Jorge Eduardo Burgos revisó por última vez el contenido de la pequeña valija de cuero para cerciorarse de no haber olvidado nada. Él estaba por viajar a Mar del Plata. Luego se despidió de la madre. Ella aún lo llamaba “Jorgito”, pese a que ese hombre mofletudo, de baja estatura y algo excedido de peso ya tenía 36 años. El papá lo acompañó hasta el hall del edificio. Esa familia vivía en la avenida Montes de Oca 280, de Barracas. Un taxi llevó al muchacho hasta Constitución para abordar El Marplatense. Era la medianoche del 16 de marzo de 1955.

A las tres en punto de la madrugada el tren se detuvo en la estación de Dolores. Burgos permanecía en su butaca con la mirada perdida. En ese preciso instante, dos vehículos negros atravesaban a todo trapo la ruta 2. En el primero, un Chevrolet Sedán, iban cinco individuos; uno era el comisario Evaristo Urricelqui, quien maldecía por lo bajo. En el segundo, un Oldsmobile 88, iban otros seis policías no menos nerviosos. Ambos autos clavaron los frenos junto a la estación de Dolores, y de las cabinas saltaron sus ocupantes al unísono para correr hacia el andén. Fue un acto infructuoso: sólo vieron alejarse el farol rojo del último vagón.

Burgos seguía inmerso en sus cavilaciones.

Quizás entonces haya pensado en la mujer de sus sueños, a sabiendas de que el lazo con ella se había cortado para siempre. Y tal vez sus evocaciones se remontaran, como en una película proyectada al revés, hasta el momento mismo en que su vida se topó con la de ella. Era la primavera de 1945 cuando Alcira, recién llegada de Salta, le alquiló una pieza a su madre. Lo cierto es que la flamante inquilina –de apenas 17 años– no tardó en deslumbrarlo; tanto es así que él comenzó a arrastrarle el ala, aún a pesar de que los separaba un océano social. Alcira sólo tenía estudios primarios y trabajaba de empleada doméstica. Su pretendiente, en cambio, poseía un excelente nivel cultural; era perito mercantil y trabajaba en la papelería mayorista del padre. No obstante, la magia del amor allanaría tal disparidad. ¿Acaso la música del 17 de octubre preludiaba un romance justicialista?

Al tiempo, Alcira se mudó, pero sin dejar de verse con su galán, quien con el correr de los años empezó a sentir una verdadera obsesión por ella. Era un sentimiento nada fácil de sobrellevar, ya que no siempre fue correspondido. Así, en medio de idas y venidas, transcurrió más de una década. Hasta llegar a febrero de 1955. Burgos había quedado solo en la ciudad, mientras sus padres estaban de vacaciones en Necochea. Es posible que ahora recordara los paseos en la plaza Lezama con Alcira. Las tórridas visitas de ella a su dormitorio. Y la discusión de esa noche. El motivo: una carta de otro hombre que él había descubierto en su cartera. Fue el principio del fin.

EL REY DEL CORTE

Para el padre Wenceslao, cura de una parroquia de Hurlingham, ese hallazgo fue como un milagro, pero a la inversa. Ello le ocurrió en una estrecha calle de Loma Hermosa, al tropezar con un envoltorio improvisado con una tela de mantel e hilo sisal. En su interior había un torso de mujer. Era la mañana del 19 de febrero. A la semana, en un baldío de Nueva Pompeya fue encontrado un paquete similar; allí había una pierna. Y horas después apareció flotando en el Riachuelo un envoltorio idéntico; contenía los brazos y la cabeza. Aquella cabeza no se veía favorecida por la muerte. El labio inferior le colgaba, dejando al descubierto los dientes y las encías. Parte de la piel estaba carcomida. Los ojos, propulsados hacia afuera. Y ni siquiera se distinguía el color del pelo. Sin embargo, en su mueca atroz había una historia que merecía ser descifrada. Fue lo que pensó el tipo que observaba la expresión incierta de aquel rostro en la morgue de la calle Viamonte. Era un joven subcomisario asignado al caso. Su nombre: Evaristo Meneses. Pero aún se ignoraba la identidad de la difunta. Y fue una cicatriz en el hombro la clave al respecto. Provenía de una cirugía poco común, llamada osteosíntesis. En el país había solamente dos médicos que la practicaban. Uno de ellos iluminó el enigma: la descuartizada resultó ser Alcira Methyger, una empleada doméstica de 27 años. Meneses ubicó a una hermana en el Hotel Sur, de la calle Piedras. Ella reveló que Alcira coqueteaba con varios hombres, y nombró a uno de ellos: Jorge Eduardo Burgos. Su perfil inquietó a Meneses. Y con ese pálpito regresó al Departamento Central. Allí Urricelqui tenía otra teoría. Porque en el hogar del último patrón de Alcira encontró algunas cartas de sus admiradores. Y una pertenecía a un tal Panical Ramoroso. Este, por algún despecho, la había amenazado por escrito. Pero Meneses insistía con la hipótesis de Burgos. Urricelqui, en cambio, dispuso la búsqueda del hombre llamado Panical. Este fue detenido en su casa, ante su señora; ella, visiblemente enfurecida, le recriminaba la infidelidad, mientras los policías lo interrogaban in situ. Pero fue liberado. Meneses seguía insistiendo con la hipótesis de Burgos. Y, de mala gana, Urricelqui accedió a ir por él. Llegaron al departamento de Barracas minutos antes de la medianoche con sus armas ya empuñadas. Burgos acababa de partir a Mar del Plata. Sin perder un instante, el comisario resolvió atraparlo en el trayecto. Y al final logró interceptarlo en la estación de Maipú. Ya ante el juez, Burgos evocó la noche del crimen: el descubrimiento de esa carta, su furia, los dientes de ella hincándole un dedo. Y el golpe fatal. El resto del asunto transcurrió con un serrucho en la bañera. Si bien el caso tuvo una gran repercusión periodística desde el hallazgo de los restos mutilados, recién a partir del arresto de Burgos corrieron ríos de tinta. Y dio pie a un fenómeno político digno de ser analizado. La disparidad social entre sus protagonistas hizo que el público dividiera sus simpatías. Para algunos, Alcira dio la vida para no someterse al yugo afectivo del hijo de sus patrones; para otros, él era un muchacho de bien, caído en las garras de una arribista. En realidad, bajo semejante distribución de pareceres anidaba nada menos que un signo de la época: la antinomia en torno al peronismo. El interés por el asunto cesó abruptamente el 16 de junio de ese año, al ser opacado por un crimen aun mayor: el bombardeo a la Plaza de Mayo. Burgos, en tanto, fue condenado a 20 años de prisión.

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