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Caras y Caretas

           

La ley y mi lei

Nunca pensaron los dueños del granero que, junto con el ejército de desocupados y la mano de obra barata, estaban importando la rebelión. Su soberbia no les dejaba pensar que no se podía prometer a los
hambrientos de Europa, a los desheredados de toda herencia, la felicidad, el pedazo de tierra, el trabajo que les permitiera mantener a su familia, para luego someterlos a las peores condiciones de miseria y humillación.

Así fueron llegando, cargados de hambre, hijos, ilusiones, pero también de ideas, los inmigrantes. Fueron recibidos con el desprecio de quien espera un cargamento de esclavos, olvidándose de que el esclavo, al ver la mesa del amo llena de manjares, mientras él y su familia padecen las más indecibles privaciones, suele rebelarse.

Mientras los Anchorena tiraban su vajilla de oro al mar en su viaje a Europa, los cruzaban literalmente en sentido contrario quienes viajaban en tercera clase o en la cubierta de los barcos hacia el país próspero y libre, al que los dueños de la Argentina llamaban “la tierra de la gran promesa”. Lo que no aclaraban es que no pensaban cumplirla.

En 1904, el gobierno de Roca le encargó al médico catalán Juan Bialet Massé un informe sobre el estado de la clase obrera en la Argentina en vistas de una ley laboral que no llegaría a sancionarse. El funcionario se tomó muy en serio su trabajo y elaboró un documento que se transformó en la más cruda denuncia de los horrores del sistema de explotación de nuestro país. Concluía: “De un lado se han encendido los fuegos del lujo, del oropel y de la codicia desmedidos, y por el otro las miserias del pobre reciben, como esperanzas, como promesas, sin ver si se acomodan a su ser y a su medio, doctrinas utópicas o explotaciones hipócritas (…) He encontrado en toda la República una ignorancia técnica asombrosa, más en los patrones que en los obreros”. En ese mismo año resultaba electo por el barrio de La Boca el primer diputado socialista de toda América, Alfredo Palacios, que hizo aprobar las leyes laborales pioneras en nuestro país, como la de descanso dominical en 1907. Era un importante escalón en la historia de lucha de nuestro heroico movimiento obrero. El radicalismo, en el poder desde 1916, osciló entre la negociación, la aprobación de leyes laborales, como la limitación de la jornada laboral, la reglamentación del trabajo de mujeres y niños y las vacaciones para algunos gremios. El gran cambio vino con el peronismo y la multiplicación y aplicación de decenas de leyes laborales de alcance general, como el aguinaldo, las vacaciones, la licencia por maternidad, la instalación de los tribunales laborales y la incorporación de los derechos del trabajador a la Constitución de 1949. Tras el golpe de Estado de 1955, comenzó el ataque a las conquistas laborales y la legislación pertinente, con algunas excepciones, como la aprobación durante el gobierno de Illia del salario mínimo, vital y móvil, la ley de contratos de trabajo durante el tercer peronismo y el aggiornamiento y la sanción de nuevas leyes laborales durante el kirchnerismo. Hoy los trabajadores, sin excepción, sufren un ataque sin precedentes explicitado con orgullo por el Presidente, que usa la gráfica figura de una licuadora para certificar que uno de sus principales objetivos es destrozar el poder adquisitivo de los salarios, llevar el “costo laboral” a sus mínimos históricos y destrozar el Estado anulando también el histórico salario indirecto (la provisión de salud, seguridad y educación) de los argentinos. Nos parece muy oportuno recordar este largo camino que tanta sangre nos costó y que hoy se ve amenazado como pocas veces, bajo el aplauso complaciente de importantes sectores de la sociedad, muchos de ellos víctimas del modelo que avalan, ganados por los medios que les inyectaron irracionalidad y odio, y por el recuerdo del pésimo gobierno anterior. Inmersos en el absurdo pensamiento de que el costo lo pagará el otro, les vendría muy bien recordar la frase del querido Shakespeare: “El odio es un veneno que uno toma esperando que se muera el otro”.

Escrito por
Felipe Pigna
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