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Caras y Caretas

           

De sabiondos y suicidas

Ilustración: Maximiliano Amici
Ilustración: Maximiliano Amici

Quino creó un universo de personajes, famosos y anónimos, capaces de expresar problemas universales, como la injusticia social, la fragilidad de las relaciones, el fin de los sueños y la brutalidad del poder económico.

En diversas entrevistas, Quino afirmó que amaba a todas sus criaturas por igual: desde un monito que dibujaba una sola vez para la tira de un periódico hasta los personajes recurrentes de Mafalda. Pero, puestos a criticar, de estos últimos, el carácter femenino principal le parecía el más artificial y fabricado, el menos espontáneo de todos. (“Las peroratas de Mafalda sobre la situación mundial me parecen bastante falsas”, señaló). En cambio, se sentía más cercano a Miguelito y a Felipe, con quienes compartía componentes autobiográficos. Con el primero, por esos planteos que se hace a partir de preguntas inútiles, mientras ve pasar y contempla el mundo a su alrededor. Y con Felipe por su filosofía y su crítica a todo lo instituido y lo que suene a obligación de los niños.

Quino supo poner en boca de las diversas niñeces cierta sapiencia sobre el universo y sobre la existencia. Es claro que a Mafalda le otorgó el papel protagónico de la historieta y a Libertad le asignó los guiones de crítica y transformación social más radicales, pero cuando les daba el remate a Felipe y a Miguelito los dotaba de razonamientos más agudos, sutiles o incluso más subversivos que los de las niñas.

Felipe se hizo célebre merced a una frase que envidiaría el propio Sócrates (“Justo a mí me tocó ser como yo”) y, más radical que Michel Foucault, el niño de dientes salientes comparó la institución escolar con un campo de concentración nazi. Asimismo, ante la pregunta de Mafalda: “¿Qué planes tenés para esta primavera, Miguelito?”, el de cabellos de hojas de árbol otoñal responde: “Vivir”. Las preguntas del egocéntrico Miguelito suelen ser existencialistas:

–¿Decime vos, Mafalda, antes de nacer nosotros ¿existía realmente el mundo?

–Mirá que sos tonto. ¡Pues claro que existía!

–¿Y para qué?

BASTONES

A su vez, si la tira de Mafalda que se volvió paradigmática de la denuncia de la Noche de los Bastones Largos es aquella en que la niña intelectualizada se acerca a un agente de policía y afirma que lo que porta es “el palito de abollar ideologías”, ¿qué decir de aquella en que Miguelito propone jugar a “hacer de policía” y para eso trae un alfiler para las torturas? ¿O el que, en los tiempos redentores del Cordobazo, amenaza a su madre con la desobediencia civil al grito de “Un día de estos doy el Miguelazo?”.

Parafraseando uno de los mejores comienzos de novela jamás escritos, Quino podría certificar a L. P. Hartley: “La infancia es un país extraño. Allí las cosas se hacen de una manera diferente”. A medida que se alejan de los años núbiles y se acercan a la adultez, sus personajes, mayormente masculinos, se vuelven seres más grises, pierden frescura y capacidad crítica.

A las escasas mujeres de sus ficciones, Quino no les asigna mejores destinos. Ya lejos de Mafalda y Libertad y más cercanos a una Susanita desencantada, los personajes femeninos recurrentes son esposas celosas o malhumoradas, victimarias que hacen trizas las fantasías bastante machistas de sus maridos, madres tiranas, amas de casa desesperadas o sumisas, ancianas y monjas, guardianas de la moral sexual y censoras de la concupiscencia.

Para Quino, los problemas universales son irreductibles, tenaces y siempre los mismos: la injusticia social, las dificultades económicos, la imposibilidad del amor o el sexo cuando las relaciones están viciadas por la voracidad del poder o del dinero, la guerra y la carrera armamentista, los fascismos, el hambre… Es el ser humano el que, conforme pasan los años, va perdiendo el horizonte, agobiado por la alienación, la dictadura de la heteronormatividad (en ¡Qué presente impresentable! se burla de los temores paternos o masculinos a la homosexualidad) y la explotación del hombre por el hombre.

ABISMO

Una de las historietas más violentas que dan cuenta de este abismo generacional es, justamente, aquella de doble página de ¡Qué presente impresentable! En una de las carillas un bebé gatea y se asquea frente a un billete de cien dólares que encuentra en el suelo (“¿Eto caca?”). Acto seguido, desde la otra carilla, un ejército de soldados armados de cañones y helicópteros rodea y apunta al bebé. El infante comprende, como Georg Simmel, que lo perdurable en la vida es lo inasible que el dinero no puede comprar –un amanecer, un beso, una caricia, la luz de la luna– y que lo que se puede comprar con dinero es lo que los humanos van a gastar y arruinar. Pero la adultez se rebela prontamente ante la rebelión infantil que pone en juego al sistema capitalista.

En la filosofía de Joaquín Salvador Lavado, el sino de los sujetos adultos es la sumisión, el desencanto y la imposibilidad de los sueños. Porque hasta en el mundo onírico aparecen las siniestras pesadillas. A su vez, la representación figurativa de la longevidad se ve materializada en aspectos y posturas físicas prototípicas de la senectud: rostros arrugados, cabezas calvas, lentes y bastones que revelan pasiones apagadas o ancladas en reminiscencias del pasado.

Por eso, una de las metáforas más frecuentes de los cómics de Quino es la del náufrago, el que oscila desencantado entre la vida y la muerte. Otros sujetos hastiados de las alucinaciones y la vida afligida optan por terminar con ella. (La obsesión de Quino por el suicidio quizás encuentra razones en la muerte voluntaria de dos dibujantes franceses referentes de su juventud: Bosc y Chaval, de Paris Match.) Mientras las mascotas –perros y gatos adorables que saben gozar de la vida– son fieles hasta la tumba, los jefes se quejan de que sus empleados murieron sin permiso y dejaron las cosas sin hacer. Ni los sueños ni la muerte son la redención de un mundo sin corazón, pero quedan la infancia, la poesía, el cómic y la risa. Por eso, siempre volvemos a Mafalda.

Quino construyó en historieta el “Cafetín de Buenos Aires” discepoliano, que es universal, y lo pobló de chiquilines sabiondos, adultos que beben sus años, se entregan sin luchar o se suicidan. Y con él aprendimos la filosofía cruel que impregna el mundo para intentar sublevarnos contra ella con humor.

Escrito por
Adrián Melo
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