Fue durante algún viernes primaveral de 1923 cuando, en el Teatro Municipal de Mendoza, la compañía porteña de Pascual E. Carcavallo estrenaba la obra Mateo, un grotesco criollo de Armando Discépolo. En el elenco resaltaba por su histrionismo un hermano del autor: Enrique Santos Discépolo, de 22 años, más conocido como “Discepolín”.
Al finalizar la función, desde el palco principal, un espectador de frac se puso de pie para aplaudir a rabiar. Era nada menos que el gobernador radical, Carlos Washington Lencinas, a quien sus partidarios llamaban “el Gauchito”.
En el ágape posterior, ofrecido en un esplendoroso salón del coliseo, al mandatario le fue presentado Discepolín.
Ambos se cayeron muy en gracia.
A Lencinas lo deslumbró el ímpetu de ese muchacho de cara esmirriada y mirada vivaz. Y que, a pesar de su juventud, fuera un ascendente dramaturgo ya con tres obras en su haber: El hombre solo, El señor cura y Día feriado. Y que hubiera compuesto el tango “Qué vachaché”, estrenado por Tita Merello en el teatro Apolo, de Buenos Aires. Entonces se enfrascaron en una conversación. De pronto, el caudillo quiso saber si su interlocutor conocía a Gardel. Con una sonrisa, Discepolín se embaló con una andanada de jugosas anécdotas sobre el Zorzal, algunas hasta subidas de tono, que en realidad le habían llegado por la cercanía de este con Armando.
Lencinas, a su vez, le confió cosas sobre el presidente Marcelo Torcuato de Alvear y tampoco lo dejó bien parado a don Hipólito Yrigoyen. Ocurre que la línea interna que él encabezaba dentro de la UCR –cuyo escudo exhibía una alpargata– estaba enfrentada con ambos. En el transcurso del diálogo, aquel abogado de 35 años no ocultó su sesgo populista. Cabe al respecto resaltar que la política social del “lencinismo” incluía la jornada de ocho horas para todos los trabajadores, la ley del salario mínimo y la caja de jubilaciones. El tipo era –diríase– un peronista prematuro. Y si bien, por una cuestión de temporalidad, el significado de aquel concepto no estaba en esa época obviamente al alcance de nadie, dicha característica era precisamente lo que a Discepolín le había fascinado de su figura.
A la mañana siguiente, el Gauchito llevó a Discepolín de excursión por los bellos paisajes que había en las afueras de la ciudad. Y por la noche agasajó en su residencia a la compañía en pleno, siendo su flamante amigo el invitado de honor.
A partir de su vuelta a Buenos Aires, Discepolín mantuvo con Lencinas un profuso intercambio epistolar.
Al año, le llegó una carta del Gauchito plagada de trivialidades. Pero en el último párrafo pudo leer: “Amigo, la situación se me está complicando”. No dijo una sílaba más.
Discepolín no supo a lo que se refería. Hasta la tarde del 9 de octubre, cuando leyó en el diario Crítica que Alvear había intervenido Mendoza.
El sitio que Lencinas ganó por los votos fue ocupado por el santafesino Enrique Mosca, quien había gobernado su provincia hasta mayo, arrastrando de esa gestión una mácula: el ataque represivo que ordenó contra obreros de la compañía británica La Forestal, con un saldo de 500 muertes.
En el invierno de 1925 se vio obligado a ponerles fecha a elecciones para fines de aquel año. Los ánimos de la población se estaban caldeando.
Por razones legales, el Gauchito no pudo presentar su candidatura. Pero sí lo hizo su pollo, Alejandro Orfila, cuya campaña fue dirigida por él.
En aquellas circunstancias, invitó a Discepolín.
El porteño tuvo entonces la ocasión de apreciar su estilo proselitista. Por ejemplo, si al llegar a un rancho, siempre disfrazado de gaucho, veía a alguien sin abrigo, se sacaba el poncho y se lo daba. Pero en el auto llevaba varios de repuesto.
Orfila asumió en febrero de 1926, después de obtener el 63 por ciento de los votos. Lo cierto es que la amenaza de la intervención fue para él como una espada de Damocles. Pero su gestión logró sobrevivir a la presidencia de Alvear, dado que en realidad cayó en diciembre de 1928, apenas dos meses después de que Yrigoyen llegara por segunda vez al sillón de Rivadavia.
Al frente de Mendoza quedó Carlos Borzini, un radical de derecha que desató una persecución contra ex funcionarios y dirigentes lencinistas. Dicho sea de paso, su secretario era el joven Ricardo Balbín.
El Gauchito viajó a Buenos Aires. Allí se reencontró con Discepolín, quien acababa de estrenar “Yira… yira”, cantado por Azucena Maizani.
De modo que, durante un tiempo, al caudillo mendocino se lo veía cada noche en el teatro Maipo.
LA DESPEDIDA
En 1929, se convirtió en senador nacional por Mendoza. Pero no superó la categoría de “electo”, ya que un acuerdo entre radicales y conservadores le rechazó su pliego.
Entonces, su decisión fue volver a Buenos Aires con la idea de remediar esa antojadiza negativa con alguna negociación. Su llegada fue en septiembre. Y las gestiones que emprendió se agotaron en pocos días.
Así, el Gauchito quedó más de un mes anclado en la Reina del Plata, un tiempo que supo aprovechar para convertir su regreso a Mendoza con las manos vacías en algo parecido a una aparición triunfal. A tal efecto planeó una travesía en tren a Mendoza acompañado por colaboradores y partidarios, con la ambiciosa idea de ser recibido allí por una multitud. Él calculaba todo según su rebote en la prensa, incluso le ofreció a Discepolín ser parte de la comitiva.
Su amigo aceptó con beneplácito. Pero a última hora tuvo que abdicar al viaje porque se le cruzaba con otro compromiso: la filmación del cortometraje Yira… yira –una especie de videoclip sobre el tango homónimo–, dirigido por Edgardo Morera e interpretado por Gardel.
–¡Lástima! Me lo hubieras presentado, che –le soltó el Gauchito, con una sonrisa que se forzaba en ser gardeliana.
La escena transcurría en el andén de la estación Retiro, con el caudillo a punto de subir al tren.
Exactamente a las 11.15, esa formación de El Internacional partió hacia su destino con el ilustre pasajero.
Discepolín, algo melancólico, quedó mirando cómo se alejaba el último vagón hasta convertirse en un pequeño punto y luego… nada.
Entonces, cabizbajo, enfiló hacia la calle.
Ya durante el atardecer del día siguiente, cuando salía del estudio mayor de la Cinematográfica Valle, oyó un vozarrón que le congeló la sangre:
–¡Extra! ¡Extra! ¡Lo mataron al Gauchito Lencinas!
Más pálido que un papel, Discepolín puso unas monedas en la mano del canillita y le arrebató un ejemplar de Crítica.
Así supo que el crimen había ocurrido en las inmediaciones del Club de Armas mendocino, cuando una multitud ovacionaba al recién llegado. Y que tras sonar algunos disparos gatillados desde diferentes ángulos, Lencinas se llevó la mano al pecho y, ensangrentado, cayó de bruces.
El presunto homicida –un tal Cáseres– también fue acribillado.
El hecho jamás se esclareció. Pero no hubo duda alguna de que en aquel momento comenzó la Década Infame.