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Caras y Caretas

           

Muerte en el Amazonas

En Caballococha, Perú, se produjo un singular crimen con un hombre que había hecho de destruir el medio ambiente su forma de vida.

En el noroeste peruano, la pequeña ciudad de Caballococha, recostada sobre la orilla derecha del río Amazonas, le debe su nombre a una antiquísima leyenda, la de un enorme corcel que en las noches sin luna emergía del lago homónimo, anunciándose con relinchos que aterrorizaban a los pobladores.

Pues bien, ya a fines del siglo XX –exactamente, el 26 de septiembre de 1993– los desveló otro horror, el de un cadáver en la cabina de un Peugeot 405 estacionado junto a la Plaza de Armas, a media cuadra del destacamento de la Policía Nacional.

Nadie lo había visto ni escuchado llegar.

El hallazgo corrió por cuenta de unos chicos que iban a la escuela. Y al rato, ese sitio se llenó de curiosos, quienes esgrimían sus hipótesis acerca de lo ocurrido, sin quitar los ojos del difunto. Su cara lucía crispada por una mueca atroz; a esa expresión la empeoraba un orificio sangrante en la sien izquierda. Se trataba de Jonas Argüello, un notable del lugar.

Bien vale reparar en él.

EL EMPRENDEDOR

Nacido en la ciudad guatemalteca de Amatitlán durante el crudo invierno de 1934, este individuo llegó a cursar estudios de Ingeniería en la Universidad de San Carlos. Pero un homicidio en riña lo obligó a poner los pies en polvorosa antes de recibirse. Y a bordo de un barco carguero llegó al puerto del Callao, en Perú. Desde allí fue a dedo hacia Lima, donde obtuvo trabajo de jornalero en una empresa maderera de capitales estadounidenses, el Consorcio Forestal Iquitos Sur, convirtiéndose en obrero asalariado durante una huelga. Aquello le valió el desprecio de sus compañeros, dado que lo consideraban un carnero. Lo cierto es que dicha animosidad fue inversamente proporcional a la estima que generó entre sus patrones. Tanto es así que fue rápidamente ascendido a capataz. Entonces, se lo trasladó a la filial corporativa de Caballococha. Tenía 25 años y la vida le sonreía.

Se puede decir que allí encontró su lugar en el mundo.

Quizás en ello pensara un cuarto de siglo después, desde una butaca del cine Real de esa ciudad, al concluir la proyección de Fitzcarraldo, la película de Werner Herzog sobre la epopeya de un alocado “emprendedor” –tal como se dice ahora– que enlaza su ambición por el negocio del caucho amazónico con su fanatismo por la ópera. Así es que se le mete entre ceja y ceja la idea de construir un teatro lírico en plena selva, un proyecto que lo obliga al traslado de los materiales en una embarcación de gran porte, la cual, con ayuda de los indígenas locales, deberá atravesar un tramo por tierra, pasando por encima de un monte, para luego ponerlo a navegar en un caudaloso río. En resumen, el bueno de Jonas se sintió muy identificado con este personaje.

No era para menos: sin otra herramienta que su voluntad, aquel prófugo de la Justicia se había convertido allí en una especie de rey. O, mejor dicho, de virrey, dado que gobernaba ese territorio en nombre de la multinacional que lo había rescatado del oprobio. Y para la cual hasta trastocó su geografía.

Porque él, con mano de hierro, había dirigido la desforestación de unas dos mil hectáreas en la región del Amazonas, afectando sus bosques y, por lo tanto, al medio ambiente. Desde cualquier punto de los ríos Nieva y Marañón se podía ver el constante tránsito de botes cargados con madera. Y semejante acopio demandó una tarea extra: desalojar a las comunidades aborígenes; en especial, a la de los tupíes, establecida desde el siglo XVI en los confines del Imperio incaico. De hecho, algunos de sus asentamientos fueron diezmados a sangre y fuego por matones reclutados por Argüello.

Ahora, vestido con un elegante traje de lino blanco, aquel hombre ya cincuentón abandonaba la sala del cine tomando por el brazo a su esposa, doña María Leonor, quien, algo incómoda, lo escrutaba por el rabillo del ojo.

Jonas, quien le llevaba 23 años de edad, la había tomado en matrimonio hacía apenas unos meses. En aquel entonces –corría el otoño de 1983– a ella, hija de un hacendado en bancarrota, le sentaba bien su flamante estado civil.

Sin embargo, con el paso del tiempo, comenzaron a correr habladurías sobre su presunto amorío con don Ezequiel Bermúdez Naya, quien fungía de asistente del marido.

Ya al comenzar la primavera de 1993, Jonas tuvo problemas de salud.

INDIGESTIÓN Y DESPUÉS

El tipo acababa de cenar ají de gallina, uno de sus platos favoritos, aunque sin disfrutarlo del todo debido a que el arroz tenía un sabor levemente amargo. Lo cierto es que su ingesta le causó cierta pesadez. Y se lo hizo saber a su esposa con un dejo de reproche. Ella, entonces, le ofreció una taza de té. Al rato se lo sirvió en la sala de estar, donde él se había instalado ante un enorme televisor. Pero, de pronto, palideció. Y tambaleando, llegó al baño. En aquel instante se escucharon sus arcadas. Ese lunes durmió de mala manera.

A la mañana siguiente despertó aliviado. Pero después del almuerzo, el estómago le jugó otra mala pasada.

María Leonor lo asistía con suma devoción, según declararía después el médico que acudió a su domicilio para revisarlo. –Una simple intoxicación, posiblemente provocada por algún alimento en mal estado –fue su diagnóstico, antes de retirarse.

Ya era miércoles cuando el pobre Jonas tuvo contracciones musculares y dificultades respiratorias.

Pero el jueves experimentó otra franca mejoría, según le dijo el propio Jonas por teléfono a un ejecutivo de la empresa.

Pero, aparentemente, algo sucedería.

Ya se sabe que al clarear el viernes, su cadáver apareció con un balazo en la sien izquierda, dentro del Peugeot 405.

Suicidio o asesinato en ocasión de robo fueron las dos alternativas que barajaron los investigadores. La primera fue descartada rápidamente, puesto que el finado no era zurdo. Y con respecto a la segunda, no faltaba ninguno de sus efectos personales.

En medio de aquellas circunstancias, la viuda se mostraba inconsolable ante todos los que le ofrecían el pésame.

La autopsia tuvo la última palabra. Y aquella palabra fue sorprendente: “estricnina”. En efecto, los forenses encontraron en las vísceras del fallecido una cantidad de ese veneno que podría haber liquidado a un elefante.

De modo que el disparo en la cabeza fue post mortem, con el propósito de encubrir la acción de esa pócima mortal.

María Leonor y su amante, Ezequiel Bermúdez Naya, fueron detenidos de inmediato.

Así, envenenado, partió hacia el Más Allá el hombre que convirtió la destrucción del ecosistema en su actividad profesional.

Escrito por
Ricardo Ragendorfer
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