En la mañana del domingo 26 de enero de 1997 bajé a la cocina de la casa familiar a tomar unos mates y a leer el diario. Casi como cualquier domingo. Hacía seis años que trabajaba como periodista en la sección Política de la revista Noticias. Mientras iba y venía calentando el agua miré la tapa de Clarín. El título decía: “Asesinaron y quemaron a un periodista en Pinamar”. Me preocupé. Pero cuando leí la volanta caí redondo en la silla: “Era fotógrafo de la revista Noticias”. En el copete figuraba su nombre: José Luis Cabezas. No hay forma de describir la sensación de vulnerabilidad y espanto que genera saber que un compañero de trabajo fue calcinado dentro de su auto y tener la certeza de que había sido por nuestra labor como periodistas. En cuanto me repuse y dejé de sollozar, llamé a mi editor en la revista:
–Gustavo, ¿viste lo de Cabezas?
–Sí.
–Este fue el hijo de puta de Yabrán. ¿Hace falta que vaya a algún lado?
–Tranquilos. Y no demos nombres por teléfono. Ya salieron directivos de la revista a acompañar a Michi. Juntémonos mañana en la redacción y vemos cómo seguimos.
Veinticinco años después, cuesta relatar lo que pasó en el piso 6º de Corrientes 1302, nuestro lugar habitual de trabajo. Era un velorio colectivo de casi un centenar de personas. Que además se sentían vulnerables y el próximo blanco de quienes habían matado a Cabezas. Entre todo ese cúmulo de sensaciones teníamos que pensar cómo encarar periodísticamente el crimen y organizarnos para el velorio y para el reclamo de justicia.
Ese lunes volvió de Pinamar nuestro compañero Gabriel Michi. No sabíamos de cuántas formas abrazarlo y tratar de protegerlo. Todos sabíamos que él también podía haber sido víctima. En Pinamar, había quedado un primer equipo de trabajo: Carlos Russo, Carlos Dutil, Carla Castelo, Leo Álvarez y Martín Lofeudo. En la noche de aquel lunes fue el velorio de José Luis en Avellaneda. Ahí conocimos a sus padres y a su hermana. En la madrugada, Michi y un grupito de compañeros fuimos hasta mi casa en Lanús para asearnos y volver al entierro. En la misma cocina en que leí la noticia el día anterior, todos llorábamos desconsolados y pensábamos alternativas. Le presté a Michi una camisa y volvimos para el entierro en la mañana del martes. De ahí todos de vuelta a la redacción.
Inmediatamente, nos pusimos a trabajar. Nuestros compañeros desde Pinamar seguían el día a día de la causa, mientras que en la redacción nos ocupábamos de escribir la historia de Noticias con las dos principales hipótesis del crimen: Alfredo Yabrán y la Maldita Policía. La gente de la sección Información General iba a contar nuestras denuncias previas de manejos turbios y crímenes de la Bonaerense, mientras que a mí me tocaba contar la turbulenta relación con el empresario telepostal, que había arrancado en 1991 cuando junto al fotógrafo Marcelo Lombardi nos balearon en la puerta de su casa en Acassuso. Mientras estaba concentrado frente a la máquina de escribir, un grupo de compañeros me preguntó si no me daba miedo hacer una nota sobre Yabrán. Cada uno lo afrontaba como podía. Muchos temían que el edificio volara por los aires. “Si dejamos de hacer lo nuestro, ganan ellos. No lo podemos permitir.” Gustavo González, el editor de Política, vio la situación.
–Disculpá, pero la verdad es que no te pregunté si querías hacer esta nota.
–Obvio. Hay que darle más que nunca.
Cualquiera que conozca la vida cotidiana de una redacción sabe que esto no es habitual. Y seguí escribiendo. Alfredo Yabrán tenía un ápodo que sabíamos que detestaba. Así que varias veces en toda la nota utilicé “Quico” para nombrarlo. Quería que supiera que no teníamos miedo. Pero teníamos. Cuando el director de la revista, Héctor D’Amico, entendió la sensación que se vivía, nos juntó a todos y en una especie de asamblea donde se suspendieron todas las líneas de mando nos dijo que podíamos estar abiertos a explicar nuestros miedos y que serían atendidos. También le prometió a toda la redacción que los artículos de la revista serían consensuados entre todos para evitar escenas de pánico.
Empezamos a tomar recaudos extra. Dar vueltas antes de entrar a nuestras casas. Caminábamos a contramano por las calles. Armamos una cadena de teléfonos para avisar todos los días cuando alguien llegaba a su casa. Hasta teníamos el teléfono personal del jefe de la Policía Federal para dar aviso ante cualquier irregularidad. De hecho, una noche tres compañeras se habían juntado en la casa de una de ellas para sentirse más protegidas. De pronto, notaron una luz que parecía la de una mira infrarroja. A los cinco minutos un escuadrón de policía irrumpió en un departamento cercano y se encontró con unos niños haciendo travesuras con un puntero láser. Por esos días, empezamos a hacer terapia de grupo. Cada uno volcaba sus angustias. Los relatos de los sueños nocturnos asustarían hasta a Agatha Christie.
SEGUIR, A PESAR DE TODO
A los pocos días del crimen, el dueño de la revista, Jorge Fontevecchia, nos reunió para hablar del tema. El lugar elegido fue el hotel Sheraton. La situación era rara. Estábamos destruidos y nos encontrábamos en una especie de evento social.
Nos ubicamos en una mesa rectangular y tuvimos la libertad de decir todo lo que pensábamos. Y lo que pensábamos era que nos sentíamos muy desprotegidos por las condiciones en las que teníamos que trabajar. Que nos enfrentábamos a una situación de riesgo muchas veces sin celulares o tomando taxis para ir a lugares inseguros. Michi sugirió que la revista debía llevar el tema en tapa hasta dar con los culpables. Después de varios minutos, Fontevecchia tomó la palabra: “La verdad es que pensé este encuentro para hacer catarsis y no para escuchar planteos gremiales”. Muchos le respondieron. Estábamos tan desesperados y aterrados que no teníamos filtro para decir todo lo que nos pasaba. Al rato continuó Fontevecchia: “Entiendo el dolor y la bronca pero les digo que mi experiencia me indica que en tres meses ya nadie se va a acordar del tema, excepto nosotros. Y no podemos convertirnos en la viuda de Cabezas porque hay un mundo que va a seguir girando y tenemos que estar en ese mundo”.
A partir de ese momento, nos organizamos y un nuevo equipo de investigación siguió la causa. Estaba comandado por Edi Zunino, con la colaboración permanente de Michi, mientras que Christian Balbo, Daniel Balmaceda y quien escribe nos rotábamos entre los tres lugares de investigación: Buenos Aires, Pinamar y Dolores. Curiosamente, el celular que usaban Michi y Cabezas esa fatídica temporada le fue pasado a Pablo Sirvén y luego a los equipos de investigación de la revista. Obviamente, el teléfono estaba intervenido por la Justicia. Cuando me enteré, avisé a la redacción. No es que de ahí surgiera nada comprometido, pero todos teníamos miedo de lo que podíamos haber hablado de nuestros jefes o compañeros de trabajo. Desde la redacción me avisaron que habían hecho una reunión y que todos se habían comprometido a no ofenderse por lo que saliera de las escuchas. Menos mal.
Un año después quedé solo en la investigación en la ciudad de Dolores hasta el juicio oral, en diciembre de 1999. Fueron tres años sin dedicarme a otra cosa. Es imposible que alguien se dé una idea de lo que me costó volver al periodismo. Todos los temas me parecían irrelevantes. Tal vez lo fueran. Por suerte, el tiempo va devolviendo algunas cosas a su lugar.