La naturaleza viajera en Berni estuvo en la latencia imaginaria de todo descendiente de inmigrantes. Su padre retorna a Italia por asuntos familiares y es movilizado al declararse la Gran Guerra, por lo que perdió contacto con la Argentina. La infancia de Antonio pasó, entonces, en el corredor ferroviario que lo llevaba desde Rosario a Roldán, donde sus abuelos maternos acogieron en su chacra a su hija y sus nietos. En su pintura temprana sumó al paisaje santafesino el de las sierras de Córdoba, tema del arte nacional de la época, tratado en clave posimpresionista y parte de sus primeros éxitos.
Realizó el consabido viaje de estudios a Europa gracias a una beca del Jockey Club de Rosario. A fines de 1925, Berni llegó a Madrid y en El Prado, entre admirables pintores, se inclinó por el Greco, al que también estudió en Toledo. De Goya apreció la cruda realidad de “Los desastres de la guerra” y El 3 de mayo en Madrid o Los fusilamientos, ejemplos de un arte que dio cuenta de hechos traumáticos y que Berni tendrá presentes al concebir su realismo crítico. Analizó aspectos del arte y la cultura españoles soslayando el pintoresquismo tanto en Granada, Sevilla, Córdoba y Segovia. Se aproximó a la vanguardia observando las obras de un joven Dalí, que entonces oscilaba entre el realismo y un cubismo tamizado por el retorno a la figuración clásica.
Decidió ir a París en busca de su bullicio transformador. Pasó allí unos meses, y en septiembre de 1926 está en Italia. En Florencia, Orvieto, Asís y Arezzo admiró los frescos de Giotto, Signorelli y Piero della Francesca. Se percató de que en ellos, como en el Alto Renacimiento, la arquitectura es fundamental en la composición, sobre todo para construir grandes escenas, lección aplicada con erudición en su obra a partir de 1934.
Regresó a París y se relacionó con jóvenes artistas argentinos, como Butler y Basaldúa –con los que integró el grupo de París, junto a Spilimbergo, Badi, Bigatti, Víctor Pissarro y Raquel Forner, entre otros–, quienes le recomendaron los talleres de André Lhote –del que adquirió la geometrización de las formas de su poscubismo– y de Othon Friesz, quien le aporta la expresividad de un fauvismo atemperado.
LA INFLUENCIA DEL SURREALISMO
En 1928 recibió el impacto de la pintura metafísica de De Chirico, que tanto influyera en la vanguardia surrealista. Frecuentó a Breton, Duchamp, Tzara, Dalí, Buñuel, Éluard, en la época de la publicación del “Segundo manifiesto surrealista” (1929), que favorecía la representación ilusionista. Trabó amistad con el filósofo Henri Lefebvre, quien lo inició en las ideas de izquierda, y con Louis Aragon; participó de su concepto de un arte comprometido, e integró el movimiento antiimperialista junto con intelectuales y estudiantes de varios continentes. Además, leyó a Freud, Lautréamont, Rimbaud, Gide y Proust.
Conoció a la escultora Paule Cazenave, colaboradora del escritor socialista Henri Barbusse, con la que tuvo a su hija Lily en 1930, año del regreso a la Argentina con su nueva familia y su bagaje surrealista. Hizo la primera muestra de esa vanguardia en el país en 1932. La recepción fue desfavorable frente a esas composiciones –algunas elaboradas con collages– en las que erotismo y violencia se combinaban en atmósferas de pesadilla. Pronto elaboró su nuevo realismo, y en 1936 publica un ensayo explicándolo, al tiempo que viaja por el norte argentino, itinerario que amplió en 1941, con una beca de la Comisión Nacional de Cultura para estudiar el arte precolombino y colonial en Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia.
Volvió a Europa para exponer: en 1955 en la Galerie Creuze de París, exhibición que prologó Aragon y que circuló por Berlín, Bucarest, Leipzig, Praga, Varsovia y Moscú. Allí mostró su serie de Santiago del Estero, provincia que frecuentó en sus encuentros con Spilimbergo, quien desde 1948 dirigía Bellas Artes de la Universidad de Tucumán. El nordeste argentino inspiró obras como Los hacheros (1953), que enfrentan la rudeza de los obrajes, La marcha de los cosecheros, que expone las precarias migraciones internas, y La comida, con la que retrata las carencias populares.
De los changuitos representados en este ciclo –Vuelta de la escuela, Migración (1954)– surgió Juanito Laguna, cuya familia recaló buscando mejores oportunidades en las villas marginales a las grandes ciudades. Los collages surrealistas reaparecieron sobredimensionados en montaje de chapas, cartones y toda clase de desechos que conformaron la sustancia de un personaje que circulaba –entonces y ahora– entre los desperdicios de la sociedad. Y con él como protagonista de su envío, Berni vuelve a Europa triunfante al obtener en Venecia el premio de la Bienal. En ese tiempo, instaló un taller en París en el que trabajó alternándolo con el de Buenos Aires.
Entre las muestras en el exterior, sobresale la retrospectiva organizada por el Musée d’Art Moderne de la Ville de París (1971), para la que construyó la impactante ambientación La masacre de los inocentes. En 1977, trabajó varios meses en el mítico hotel Chelsea de Nueva York en “The Magic of Everyday Life”, exhibición que respondía a los realismos de la década, que Berni tomó para transformar su reflexión crítica en Day Off, One More Butt, Noon Time, Chelsea Hotel, The Letter o Wedding Cake. Al igual que en Los hippies y Aeropuerto, desplegó en estas pinturas ácidas observaciones sobre una sociedad superficial, indiferente y sometida a la vorágine del consumo, con personajes tratados con grises que revelan su pérdida de carnadura ante las multicolores ofertas materiales.
Berni parece transitar todavía, como en los 50 y 70, las solitarias rutas del país para descubrir pueblos y suburbios, tomándoles el pulso a lugares y gente que aún palpitan en su obra.