Fueron los años de las revoluciones, en todos los órdenes, de lo político a lo tecnológico, cuestionando, rompiendo y rediseñando, con cada acción, el mundo construido a lo largo de décadas anteriores. Un período de ideologías en pugna y rebeldía cultural, de Woodstock y la beatlemanía y, a la vez, de disconformidad social, agitación y movimiento permanente. Y todo eso sumergido en una coctelera global, implosionando en diferentes formas y tiempos, en cada punto del planeta. También en Latinoamérica.
No es inocente que, a lo largo de esos años, coincidieran episodios tan distantes geográficamente y, a la vez, tan similares en sus raíces, como el Mayo francés y el Cordobazo, con dos de los sectores rebeldes por naturaleza, estudiantes y trabajadores, confluyendo en un mismo espacio de disconformidad. Más allá de su impronta nacional de pueblada contra el Onganiato, es posible descubrir cierto parentesco en su carácter insurreccional con las revueltas en Praga contra el control soviético, las marchas feministas primero, y luego las hippies, en Estados Unidos, y hasta la furia con la que se ahogó el grito de los jóvenes mexicanos en Tlatelolco, en 1968. Porque la violencia también marcó, de principio a fin, a aquella década.
De hecho, los 60 arrancaron con el pico del terror nuclear en torno a Cuba y lo que pudo ser, a lo largo de 13 días de octubre de 1962, el factor desencadenante del tan temido enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética. El asesinato de JFK, un año más tarde, y la sustitución de Nikita Kruschev por Leonid Brézhnev implicaron el pase de página de la distensión hacia un revival de los halcones en uno y otro lado del muro, que, en su carácter no metafórico también se levantó en esa década, en 1961, y perduraría hasta 1989.
Los años siguientes se caracterizaron por un recrudecimiento en la confrontación bipolar de las fronteras ideológicas que impactó en todo el mundo como consecuencia de la disputa física por el tablero. Las incursiones se dieron, en particular, fuera de sus esferas de influencia –Vietnam como caso icónico– pero también dentro, con la invasión de Santo Domingo (1965). En concreto, gran parte de los historiadores concuerdan en que fue ese el punto disruptivo para la llamada “solución militar” por sobre la diplomacia de la Alianza para el Progreso.
POR LAS ARMAS
Desde su giro al socialismo en 1961, Cuba había dejado de ser una revolución nacionalista susceptible de ser controlada mediante imposiciones y comercio para convertirse en el potencial faro del sentimiento antiestadounidense en la región. Su modelo Granma de exportación de las ideas y el know how foquista significó una afrenta a los intereses de Washington y su Doctrina Monroe a escasas leguas de sus costas.
La Casa Blanca respondió primero con su Alianza para el Progreso, un programa de hasta 20 mil millones de dólares para atender los pedidos de ayuda al continente a lo largo de una década, con fondos que proveía a través de sus agencias y los organismos multilaterales. Detrás del leitmotiv internacionalista “Mejorar la vida de todos”, lo que yacía era una firme decisión realista de cerrar filas contra cualquier influencia ideológica foránea al espíritu liberal capitalista, enmendando las flaquezas del sistema, como la pobreza y el analfabetismo. En la Argentina, el entonces presidente Arturo Frondizi desconfió del carácter asistencialista del programa y decidió, sin éxito, apostar a un vínculo bilateral con Washington aunque el cálculo no resultó como esperaba.
Por la grieta entre Estados Unidos y la Unión Soviética, se consolidó entonces el Movimiento de Países No Alineados, una tercera posición mundial a la que la Argentina se uniría recién en 1973. La conferencia fundacional se emplazó en Belgrado, en 1961, donde el Mnoal se dio cita por primera vez como tal para fijar su autonomía de ambos bloques globales. No obstante, sus raíces se hunden en la llamada Declaración de Bandung, de 1955, con el empoderamiento a gobernanza de las Naciones Unidas y la inviolabilidad de las fronteras nacionales y la soberanía que encierran, en el marco de la descomposición de los viejos lazos coloniales.
En paralelo, la Doctrina de Seguridad Nacional entrelazó a las fuerzas militares de la región bajo el auspicio del Pentágono y sembró una integración gendarme que luego cobraría cuerpo en el Plan Cóndor, en la década siguiente. Este nuevo enfoque con base en el uso de la fuerza lo llevó a incrementar su influencia en Sudamérica a través de operaciones puntuales –como la caza y ejecución del “Che” Guevara, en Bolivia, en 1967– o los golpes de Estado en Ecuador (1961 y 1963), Brasil (1964) y la Argentina (1966).
EL “MUNDO LIBRE”
En su artículo “Estados Unidos y los golpes militares en Brasil y Argentina en los años 60”, Mario Rapoport y Rubén Laufer ven similitudes sobre la base de que “la ‘defensa del mundo occidental’ –bajo coordinación de EE.UU.– sustituyó el principio de la defensa nacional, cuyos intereses eran identificados con los de la potencia líder del ‘mundo libre’”. En ese sentido, ambos académicos hablan de una conducta que se remonta a 1945, y al accionar de los embajadores en Brasil y la Argentina, Adolph Berle y Spruille Braden, para forzar la salida del presidente Getúlio Vargas e impedir el ascenso de Juan Domingo Perón, respectivamente, como antecedente de un modus operandi recurrente.
También en esos años terminó por explotar el conflicto armado que sumiría a Colombia en una guerra de más de sesenta años y 260 mil muertos. La confrontación entre guerrillas y gobierno –a los que luego se sumaron los “paras” y, en una fase posterior, las bandas criminales producto de las desmovilizaciones de uno y otro bando– tuvo su preludio en “La Violencia”, la pelea entre liberales y conservadores en torno a la conducción del Estado colombiano. También EE.UU. halló su modo de ingresar con sus fuerzas armadas en la región a través del Plan Colombia basta ver cómo el componente militar del programa de asistencia a aquel país en su lucha contra las drogas fue superando, con el tiempo, a su parte civil vinculada al desarrollo.
Semejante nivel de violencia desde la fuerza tuvo su reflejo en el discurso del odio con el que algunos sectores ultras respondieron al entusiasmo y la pasión que despertaban ciertos personajes. El caso de los activistas negros Malcolm X y Martin Luther King es emblemático en ese sentido, en el Norte. Ambos perdieron la vida, con un año de diferencia, tras alentar a la población afroamericana en los Estados Unidos a pelear por sus derechos. Pero Latinoamérica también tuvo sus mártires en el rostro y nombre de aquellos que desafiaron el statu quo en esos tiempos de rebeldía.