Acababa de comenzar la primavera. Por cierto, una primavera negra. Prueba de su clima fueron los títulos de tapa del diario Clarín correspondientes al 26 de septiembre de 1974: “El Poder Ejecutivo propicia una nueva ley contra la subversión”. Más abajo, también señalaba: “En distintos atentados extremistas asesinaron a dos oficiales del Ejército, e hirieron a otro”. Y en la página ocho, un recuadro reproducía el más reciente listado de condenados a muerte por la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A); entre otros, estaban los nombres de Nacha Guevara, Mercedes Sosa, Norman Briski e Isabel Sarli.
Aquello también afectaría –diríase– indirectamente a la compositora y cantante María Elena Walsh.
Pero, para contextualizar el asunto, he aquí una breve digresión centrada en la figura de Sarli (a quien esa falange de ultraderecha no le recriminaba su ideología sino el pecado de exhibir sus senos en público).
Es que, casi cuatro décadas después, el autor de este texto la entrevistó para el documental Parapolicial negro. Apuntes para una prehistoria de la Triple A, de Javier Diment. Entonces supo recordar semejante vicisitud con la siguiente frase:
–Armando Bó habló con la presidenta [Isabel Martínez]. Ella no era de su simpatía. Pero él lo quería mucho a Perón. La cuestión es que, a la hora, me llamó Villar por teléfono.
–¿El comisario Alberto Villar?
–Sí. Y me dice: “No se preocupe, señora. Ya mismo le voy a mandar una custodia. Todo se va a arreglar. No tenga miedo”.
–¿Usted no suponía que Villar era el jefe de la Triple A?
En este punto dejaremos en suspenso la respuesta de la diva para volver a ese ya remoto jueves de 1974.
Fue durante la mañana cuando, de pronto, con aquella página de Clarín ante sus ojos, la ya célebre Walsh palideció.
Tras unos segundos de inmovilidad, su única reacción fue extender el matutino hacia su amiga, la realizadora María Herminia Avellaneda, con quien compartía el desayuno.
Su estupor no era ilógico, dado que con tres de aquellos condenados por la Triple A (Guevara, Sosa y Briski) mantenía un lazo amistoso y profesional: las dos primeras interpretaban temas suyos, y el actor figuraba en el reparto de la película Juguemos en el mundo, dirigida por Avellaneda con base en un guion de su autoría. De modo que el hecho de no figurar en esa lista no significaba un alivio para ella. Pero tampoco entendía el motivo de su exclusión.
EL SEÑOR DE LOS GATILLOS
A esa misma hora, en su oficina, el comisario Villar tenía ante sí un grabador portátil que propalaba los acordes de la canción “Como la cigarra”, compuesta, justamente, por María Elena.
Ese tipo bajo y gordinflón, que en abril había sido colocado en la cima de la Policía Federal, era un represor de fuste, cuya fama como tal se la había ganado por su actuación en el llamado viborazo, la segunda gran pueblada cordobesa (1971), y al “secuestrar” los féretros de los guerrilleros fusilados en Trelew durante el velatorio, luego de irrumpir con una tanqueta en la sede del Partido Justicialista (1972).
Ahora, mientras tomaba café con su segundo, Luis Margaride, se veía interesado en la letra de aquel tema musical; especialmente, en la estrofa que dice: “Tantas veces me mataron/ Tantas veces me morí/ Sin embargo estoy aquí/ Resucitando”.
Esas trece palabras le bastaron para detener el grabador no sin esbozar una sonrisa triunfal. Ya no le quedaban dudas de su sentido “disolvente”. Tanto es así que, de acuerdo a su escala de valores, la artista merecía ser llevada hacia el Más Allá. Pero –así se lo hizo saber a Margaride– no de inmediato.
Lo cierto es que él era un auténtico estratega. Y estaba convencido de que esa mujer podría llevarlo hacia un pez gordo: el escritor Rodolfo Walsh, quien en esos días estaba en la clandestinidad por su rol como integrante del aparato de inteligencia de la organización Montoneros.
La idea de Villar se apuntalaba en la errónea creencia de un parentesco entre ellos por tener el mismo apellido. En realidad, se trataba de una simple coincidencia, porque no eran familiares y ni siquiera se conocían.
Pero de esa equivocación, Villar jamás se percató.
De manera que dispuso un discretísimo dispositivo de vigilancia sobre el domicilio de María Elena, además de ordenar seguimientos en cada una de sus salidas. Aunque, claro, sin obtener los resultados deseados.
Ella, alertada por un sexto sentido, había suspendido las actuaciones en vivo, y su presencia en eventos públicos se redujo al mínimo.
Sus amistades amenazadas ya no estaban en la Argentina: Nacha se había exiliado en el DF mexicano; Briski, en Madrid, y Sosa, en París.
Ya entonces los crímenes de la Triple A se multiplicaban en proporción geométrica y la sangre corría en plano inclinado.
A fines de octubre, Villar todavía confiaba en que el monitoreo sobre la autora de “Manuelita la tortuga” lo conduciría a buen puerto. A la vez, decidió que, de ser así o no, ella luego sería liquidada.
EL CRUCERO DEL AMOR
Hablando de puertos, durante la primera mañana de noviembre, el comisario –que disfrutaba aquel día de un merecido descanso– partió con su esposa, Elvia Marina Pérez, desde una guardería para embarcaciones pequeñas en el río Luján, a la altura de Tigre, a bordo de la suya. Se trataba de una lancha con una eslora de ocho metros y dos motores de 135 caballos de fuerza cada uno.
El clima soleado era perfecto para esa travesía de placer.
Sus guardaespaldas, 35 federales vestidos de civil, quedaron en tierra firme. Ignoraban que, de madrugada, tres buzos montoneros habían adosado una potente carga explosiva con detonador a distancia en el casco del barco, junto a la quilla. En apariencia, todo transcurría con normalidad.
Pues bien, la nave –bautizada Marina en honor a la señora de Villar– estalló en mil pedazos al cruzar el arroyo La Rosqueta. Los trozos navales y humanos llegaron hasta las dos orillas del río.
El velatorio a cajón cerrado del matrimonio fue obviamente simbólico.
Es posible que María Elena no haya sabido en aquel momento que dicha tragedia la había salvado de su propia muerte.
Nacha Guevara, Mercedes Sosa y Norman Briski regresaron al país una vez concluida la última dictadura.
María Elena Walsh falleció por causas naturales en 2011.
Ahora es necesario retomar la entrevista a Isabel Sarli para la película de Diment, justo cuando ella se refería a la llamada telefónica del malogrado jefe policial para “protegerla” de las amenazas.
–¿Usted entonces no suponía que Villar era el jefe de la Triple A?
–No. ¡Yo qué voy a suponer! –respondió con rapidez, como pasando la cuestión por alto.
De hecho, ella saltó de inmediato hacia otros tópicos: un viaje a Caracas para estrenar La diosa virgen, junto con el miedo y la incertidumbre que sintió al enterarse en esa ciudad del ajusticiamiento de Villar.
Recién entonces, al pronunciar ese apellido, súbitamente rebobinó:
–¿Así que Villar tenía algo que ver?
La respuesta la arrinconó en un pesado y definitivo silencio.
Tras casi cuatro décadas, esa clave del asunto le había explotado en el presente. Películas dentro de películas. Algo tan azaroso como la vida misma.