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El enigma del cuarto cerrado

Ilustración: Ricardo Ajler

Ilustración: Ricardo Ajler

En1872, estando exiliado en la Banda Oriental por los lazos que cultivó con el díscolo general Ricardo López Jordán, que ya transitaba su ocaso definitivo, el periodista José Hernández aprovechó la amnistía firmada por el presidente Sarmiento para regresar a la capital argentina, aun a sabiendas de que allí su presencia no sería vista con buenos ojos. De modo que, durante los primeros días de ese año, permaneció oculto en una suite del Gran Hotel Buenos Aires, frente a la Plaza de Mayo.

Allí se puso a escribir los primeros versos de El gaucho Martín Fierro, un western criollo que, en lo coyuntural, visibilizaría un exceso de la flamante república surgida sobre los escombros de las guerras civiles: el reclutamiento compulsivo de la paisanada por parte del ejército para combatir al indio y así ensanchar lo que el poder entendía por la “frontera de la civilización”.

Pues bien, en medio de dicha circunstancia hubo en la ciudad de Tandil y sus alrededores una masacre que conmocionó a la población: 36 inmigrantes degollados en menos de cuatro horas por un grupo de jinetes. Esos forajidos estaban comandados por los hermanos Jacinto y Nemesio Pérez.

Todo comenzó con el asalto a los calabozos del juzgado de paz, donde requisaron todas las armas. A continuación, al dirigirse a la plaza, asesinaron a un transeúnte de nacionalidad italiana. Luego, cuando se encaminaban hacia el norte, despenaron a nueve vascos sorprendidos a bordo de dos carretas. Las siguientes víctimas fueron un tendero gallego y dos escoceses que servían en el establecimiento ganadero de un inglés.

Ya al mediodía empezaron a ser perseguidos por la Guardia Rural. Aun así, en su desaforada huida se cobraron las vidas de otros 23 extranjeros. Al final, los uniformados les dieron alcance en las cercanías de la estancia Santa Ana. Jacinto Pérez y nueve de sus hombres fueron acribillados in situ. Otros ocho fueron apresados. Pero no Nemesio, quien así se convirtió en el prófugo más buscado del país.

Ello daría pie a una segunda trama, también ominosa.

Apenas habían transcurrido unas semanas cuando, el 23 de enero, un artículo publicado en la portada del matutino El Río de la Plata dio cuenta de un extraño crimen cometido nada menos que en el Gran Hotel Buenos Aires.

“Unos espantosos alaridos que se oían desde una habitación del segundo piso –señalaba el informe– hizo que la policía se constituyera en el lugar. Los agentes, junto a unos diez pasajeros, forzaron la puerta, la cual estaba cerrada por dentro. Entre el desorden fue encontrada una navaja llena de sangre y un alhajero vacío, junto a dos cuerpos sin vida.”

Dicha crónica también incluía la identidad de las víctimas: la ciudadana italiana Isabella Caraggiolo y su hija Ana, de 20 años. Al pie de la cobertura resaltaba el nombre de su autor: José Hernández.

En rigor, este se encontraba enfrascado en sus versos épicos al momento de escuchar los gritos de esas mujeres. Y fue el primero en entornar su puerta, justo cuando tales chillidos cesaron para dar paso a un silencio denso y atroz.

Pero no vio a nadie en el pasillo.

¿Acaso el matador aún permanecía en la escena del doble asesinato? Lo cierto es que recién descartó tal conjetura cuando la policía derribó la puerta, ya que allí no había ningún vestigio viviente.

De manera que su condición de simple testigo auditivo –al igual que el de los otros hospedados– valía poco para el oficial inspector vestido de civil que dirigía la cuadrilla policial. El tipo se apellidaba Argañaraz.

Hernández le oyó susurrar a la oreja de su segundo:

–Esto es obra de Nemesio.

Y en su escrito apuntó semejante hipótesis.

Pero a él únicamente lo obsesionaba el misterio del cuarto cerrado.

ENTRE EL MARTÍN FIERRO Y LA NOVELA POLICIAL

Tal vez en aquel instante haya recordado el argumento de un cuento que había leído hacía casi dos décadas: la traducción al español de “The Murders in the Rue Morgue” (“Los asesinatos de la calle Morgue”), de Edgar Allan Poe, el más británico de los escritores estadounidenses.

Se trata del primer relato detectivesco en la historia de la literatura. De hecho, su clave está cifrada en el enigma del “cuarto cerrado”; es decir, una habitación en la que nadie puede entrar ni salir.

Tal era el arcano que desveló a Hernández. Y así, justamente durante su zambullida en la poesía gauchesca, se produjo la paradoja de su sorprendente e involuntario cruce con la novela policial inglesa.

En tanto, para el inspector Argañaraz, el esclarecimiento del caso estaba depositado en la captura de Nemesio Pérez.

Por eso, la escena del crimen (el cuarto en cuestión) había perdido todo interés para él. Pero ya se sabe que para Hernández no. Cabe suponer entonces que, más que la identidad del asesino, anhelaba descubrir cómo diablos este se las ingenió para salir de allí.

¿Acaso habría encontrado la respuesta en el relato de Poe?

Porque, como lo hubiera hecho monsieur Auguste Dupin (el detective de la ficción), Hernández ingresó a hurtadillas en esa habitación. Allí cayó en la cuenta de que Argañaraz descartó la posibilidad de que el asesino hubiera huido por la ventana puesto que parecía estar bloqueada por clavos. No obstante, al revisarla, encontró un mecanismo con resorte que permitía que se trabara al cerrarse. Este hecho hacía posible que el asesino escapara por allí. El misterio técnico del cuarto cerrado había sido resuelto.

Así lo informó Hernández el 4 de febrero en El Río de la Plata.

Poco después, en un tardío telegrama enviado por la policía mendocina al inspector Argañaraz se le informó que Nemesio Pérez había sido abatido el 15 de enero por una cuadrilla de esa fuerza. Es decir, ocho días antes de los dos femicidios en el Gran Hotel Buenos Aires.

Aquel caso quedó definitivamente impune.

El gaucho Martín Fierro fue publicado a fines de ese año.

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