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Caras y Caretas

           

El modo Puig

El escritor villeguense tiene una obra vasta y fundamental compuesta por novelas, piezas teatrales, relatos y cartas, y tantísimos manuscritos que dejósin publicar. Todos atravesados por el lenguaje de la vida cotidiana, de los medios, del cine, con la riqueza del folletín y con una visión política clara y a la vez disruptiva, en la vereda opuesta de la cultura oficial.

En un tiempo en que surgen nuevas identidades, en que sustraer el deseo de las imposiciones del heteropatriarcado se ha vuelto una cuestión política mayor, nos ponemos a ver películas, escuchar canciones, revisar lecturas y nos encontramos, a nuestro pesar, con una tradición literaria que se divide entre el autoritarismo machista de las vanguardias y el grito militante de minorías acalladas. Es allí donde las novelas de Manuel Puig nos esperan como un lugar donde ir a refugiarnos. Nos recuerdan que también hubo un tiempo dentro de ese tiempo en que se leían otras cosas. Que en el pueblo donde Toto crecía enamorado de la compañerita de banco y también del novio de su vecina se traficaban historias que advertían “te ven que sos sirvienta y a vos te la deben haber jurado, aunque tengas 12 años” en la misma novela en la que una niña becada afirma, desde el año 1947, que “la oligarquía verá las necesidades del obrero aunque este tenga que abrirle de un machetazo el cráneo y escribírselo en el seso con los dedos” mientras sueña con ser doctora. Volvemos a leer hoy La traición de Rita Hayworth (1968) y sorprende por la violencia que padece cada personaje. Arribamos al capítulo final y nos conmueve al punto de no querer “spoilear”, por si alguien quisiera leerlo, el desenlace de una historia que no parecía que tuviera trama en desarrollo. Esa novela fue leída como autobiográfica. Tal vez el padre o la madre se parezcan en algo (en sus nombres levemente modificados al menos, como para recordarnos que son y no son al mismo tiempo) a los padres de Manuel Puig. Tal vez Coronel Vallejos sea un evidente General Villegas degradado, el pueblo de provincia donde creció Coco, característico en esos años por su sequedad y hoy frecuente víctima de inundaciones; de todos modos fue necesario un enorme esfuerzo para reducir tan delicado desmonte de mecanismos de poder a sólo la recuperación de conversaciones oídas en la infancia y una denuncia o fascinación con el mundo de Hollywood. Sin duda el gran triunfo de Manuel Puig fue la capacidad de hacer hablar a sus personajes como si no hubiese un escritor por detrás. Saber, en un tiempo en que el imperativo era “ser la voz de los que no tienen voz”, que el que no tenía voz propia era él y hacer una literatura con lo impropio, no sólo de la voz sino de la lengua nacional. Algo de eso debe de estar funcionando en las traducciones, que el mismo autor llamaba “adaptaciones”, cuando la vigencia de Manuel Puig llega hoy a sociedades en apariencia tan distantes de ese pueblo bonaerense como Japón, donde El beso de la mujer araña acompaña en ventas al último libro de Haruki Murakami, el puigiano más famoso, y como Hong Kong, desde donde viajó Wong Kar-wai a filmar Happy Together, AKA The Buenos Aires Affair, en homenaje a Puig.

LOS TEMAS

A Puig se le reconoció desde el primer momento la maestría. Cómo no hacerlo, cómo sustraerse al encanto de esa voz ausente y por eso mismo perseguida; una voz que escuchamos allí donde no está y nos dice al oído, como un bolero, que podemos ser aceptadas, que estas cosas que nos pasan existen y ocupan lugar en un libro. Lo que sutilmente se le fue retaceando es el permiso para hablar de ciertos temas. Manuel Puig como la voz argentina que habla de varones homosexuales y de vecinas que van al cine, cuentan chismes y vuelven a su casa. Nada más falso. Por un lado es raro porque no hay varones homosexuales en las novelas de Puig, sino identidades fluctuantes; y si perturba hasta la ceguera que en El beso de la mujer araña un varón izquierdista heterosexual goce junto con Molina, que se define como una mujer normal que se acuesta con hombres, es porque la literatura de Puig, como nos advierte Delfina Cabrera, “pone en escena una[s] subjetividad[es] que subvierte[n] categorías modernas esenciales como las de lengua, género y cuerpo”. Una vez abierta esa compuerta, no debería extrañar que Pubis angelical (1979) sea protagonizada por tres mujeres unidas de manera extraña en el tiempo y culmine con una escena en la que una Madre de Plaza de Mayo pone fin a las luchas fratricidas. Me pregunto cuántas veces aparecen las Madres en la literatura argentina protagonizando una ficción y no me deja de sorprender la tenacidad en minimizar el gesto. Parece que Puig empezó la novela hablando de Hedy Lamarr y terminó hablando de Azucena Villaflor en un ambiente literario que hubiera aceptado presentar a una actriz como militante comprometida, pero jamás pudo distinguir a una Madre de Plaza de Mayo en una historia futurista, aunque aparezca “allí en el centro mismo de la plaza, donde se yergue una pirámide blanca (…) Y se puso de pie y preguntó, forzando la voz cuanto pudo, dónde estaba su hija”. No se trata tanto de un rechazo sino de la afirmación ciega de un consenso, ya lo dijo María Elena Walsh: “Defendé la rebelión que no altere la rutina: el poeta en la leonera, la mujer en la cocina”. Es una cuestión de orden: los temas políticos se presentan en formato de novela realista, comprometida y de denuncia; el policial es para develar una verdad oculta, y la ciencia ficción es de los varones. De algún modo, género literario y género sexual se rebelan en la obra de Manuel Puig de una manera que altera la rutina.

Pero es que las mujeres, en la literatura de Puig, siempre son mujeres raras y tienen derivas inesperadas. Pensemos en Gladys, la artista de The Buenos Aires Affair (1974), que cursó estudios en Washington y es descubierta en una playa del litoral bonaerense juntando resaca para sus cuadros. Usa un mechón que le tapa un ojo vaciado en un ataque, mientras el maquillaje resalta “como un colibrí” el ojo sobreviviente y repite de ese modo las figuras que su padre admiraba en la revista Rico Tipo, “de largos cabellos lacios con las puntas levantadas y gran mechón, casi tapándole uno de los ojos verdes, grandes y almendrados que ocupaban la mayor parte del rostro”. Gladys se presenta como víctima ideal durante esta novela policial donde los críticos parecen ser los asesinos, pero lo cierto es que mientras el macho violento muere en un accidente automovilístico, la artista, a punto de arrojarse al vacío, entabla conversación con una vecina y termina durmiendo con ella y su bebé. Toda la novela, y esto no siempre se ha advertido, transcurre en mayo de 1969, días antes de que el conjunto de movilizaciones conocido como “Cordobazo” produjera un cambio inesperado en el devenir de la historia argentina. Estamos en 1973, plena efervescencia de la militancia que descartaba cualquier actividad intelectual como “masturbatoria”, y Gladys, mientras ensueña en su dormitorio de Playa Blanca, “introduce la yema de un dedo en su sexo, obteniendo sensación de frío” comenzando una acción que se desarrolla en notas al pie, se interrumpe y se retoma, logrando un placer no autorizado. Esta escena disruptiva, primera aparición de notas al pie en la obra de Manuel Puig, tampoco ha sido comentada por los críticos. Se comprende entonces la admiración distraída por la obra de Manuel Puig, un escritor que se esfuerza por cultivar un arte popular pero desconoce todo mandato que no provenga de la forma narrativa. Alguien que supo que en la intimidad de una hoja de papel se podía decir cualquier cosa, pero para eso había que inventar un idioma, un modo, y que el único pecado era aburrir. Acaso sea este el secreto que Puig aprendió en la oscuridad del cine de su pueblo al que acudía cada tarde de la mano de su madre a partir de, como suele decirse, su más tierna infancia.

LO QUE VINO DEL CINE

 “Desde muy chico me gustó el cine, siempre el cine, únicamente el cine. La primera película que vi fue La novia de Frankenstein, con Boris Karloff y Elsa Lanchester. Tenía entonces cuatro años. Recuerdo que, al principio, no quería entrar porque la sala a oscuras me inspiraba miedo, hasta que papá me llevó a la cabina de proyección y me tranquilizó.”

Manuel Puig nació en diciembre de 1932, lo que significa que fue en 1937 cuando conoció la imponente sala del Cine Teatro Español que quedaba a cuatro cuadras de su casa y donde funcionaba también, en el piso superior, la Biblioteca Municipal. La elección de esa primera película, extraña para llevar a un chico de jardín de infantes, no revestía tanta importancia en esos años: se trataba de un estreno de la Universal y era lo que daban en el cine, dos años después de su estreno en Estados Unidos. El miedo a la sala se resolvió de la mano de su padre, que lo llevó a ver el mecanismo de proyección; la ilusión quedó del lado de la madre. Y los detalles.

Después de una infancia dividida entre las tardes de cine donde todo era fantasía y el malestar de enfrentarse al autoritarismo propio de patrones de estancia; después de una adolescencia en Buenos Aires en la que conoció autores estadounidenses y películas europeas mientras estudiaba en el colegio Ward y completaba sus estudios de inglés, francés e italiano, Manuel Puig partió hacia Roma con una beca para estudiar cine. Corría 1956 y la distancia dio nacimiento a una correspondencia sostenida por seis años en la que no deja de pedir detalles: “Espero muchas noticias y detalles, quiero detalles de la fábrica”, y de darlos: “El asunto del corto, con mayores detalles, fue así”, o cuando comenta su tarea en el Centro Sperimentale di Cinematografia: “Nos dan escenas sueltas y hay que pensarlas bien con los detalles de movimientos, tonos, etc.”. Los detalles abundan, de ellos está hecha la comunicación. En ese sentido es particularmente interesante una carta de 1957, cuando estaba escribiendo el guion Summer Indoors, y recuerda: “Mamá: ¿te acordás de los detalles en las comedias de Irene Dunne? Cómo quisiera volver a verlas”. Para una lectora de Manuel Puig está todo dicho, desde la funda que envuelve la bolsa de agua caliente en el dormitorio de Mabel en Boquitas pintadas hasta los merengues que Nidia comparte con el cuidador en Cae la noche tropical, sólo importan los detalles que sostienen la narración. Ninguno está ahí para denotar realismo, cada uno cuenta la historia invisible del deseo, posible de vislumbrar en las sombras que proyecta el calentador en una celda que comparten dos disidencias en El beso de la mujer araña. La funda de lana, los merengues y las sombras proyectadas (evidente definición de cine) muestran con su obstinada presencia que están ahí más allá de los sentidos que quieran adjudicarles, están y no se borran.

Los detalles son, por otra parte, un lujo, lo que había en los edificios palaciegos de los cines y de las escuelas públicas de los años 30, el lujo de los pobres y de las clases medias que convivían en ambos espacios. El lujo de las grandes comedias musicales, de los vestuarios y los decorados, generó un espacio del exceso capaz de superar un código escrito que, a partir de 1934, reguló la producción cinematográfica. Todo estaba prohibido, desde determinados temas hasta la mostración del cuerpo, la duración de un beso o la presencia de sangre en los tiroteos; sin embargo todo sucedía en la pantalla, o fuera de escena pero en la febril imaginación de las y les espectadores. En particular, uno de los mandatos generales se convirtió en una suerte de mandamiento inverso. Si el código determinaba que “la ley, natural o humana, no será ridiculizada y la simpatía del auditorio no irá hacia aquellos que la violentan”, podemos reconocer en cada película exitosa de los años 40 y 50, al menos en cada película de las que había en la videoteca de Manuel Puig y tuve la suerte de compartir con Male Puig, que eso no pasaba. Fui organizando y realizando la descripción del archivo de manuscritos que estaban en la casa de Male a lo largo de trece años, acaso con la motivación oculta de asistir a ese cineclub exclusivo donde cada película era seguida de una charla inteligente y sensible que me abrió un universo, y lo que aprendí es que las criaturas más débiles se llevaban toda nuestra simpatía. La virtud de Irene Dunne no le impedía pasar la noche con Charles Boyer, un hombre casado, y seguir cada uno con su vida en Cuando llegue el mañana (1939), mientras que podríamos decir que la ley “natural o humana” aparece bastante ridiculizada en Lo que el cielo nos da (1955), que además de ser la película favorita de Male Puig muestra que la madre y viuda Jane Wyman tiene todo el derecho de irse con un jardinero mucho más joven que ella y rechazar el regalo que le hacen sus hijos de un moderno televisor que la mantendría en su casa. Después de todo, el final de la última novela de Puig, Cae la noche tropical (1988), replica de alguna manera ese escándalo: el de la señora grande que prefiere alejarse de sus hijos para ir a vivir sola, en amistad con otras mujeres y con la perspectiva de contratar a un joven que la lleve de paseo (por otra parte, obedecer a los hijos resulta fatal en la película y en la novela). Si tuviera que pensar en una lección que pasa de ese cine narrativo a la obra de Puig (y también del poético de Dreyer y Ozu, directores muy presentes en la colección de videos) es cierta política de archivo disidente alojada en los detalles, vale decir, hacer presencia de aquello que no estaba previsto, que no responde a lo esperado. Como si no hubiera entendido bien o como si no supiera cuáles son esos mandatos que de tan grabados en la piel no es necesario decirlos, Puig encuentra en el espacio de una hoja de papel esa misma libertad que había experimentado en la sala de cine; y del mismo modo en que dibujaban escenas con su madre para que las películas vistas no quedaran totalmente en el pasado, fue guardando papeles escritos, tachados, garabateados, para que la escritura no se fuera del todo con cada libro publicado.

LOS MANUSCRITOS

Manuel Puig murió en Cuernavaca el 22 de julio de 1990, a los 57 años. Antes había escrito unos guiones y obras teatrales que transcurrían en cantinas que el escritor mexicano Mario Bellatin encuentra muy parecidas a El Farolito, donde muere el cónsul de Bajo el volcán, la novela de Malcolm Lowry que cuenta ese último día en Cuernavaca. La vida en esa ciudad estaba recién comenzando y Puig había comprado una casa donde acomodó un espacio para contener los mil quinientos VHS y casetes Betamax familiares reunidos durante los anteriores diez años de residente en Río de Janeiro y, por primera vez, organizó un escritorio. En él, los relativamente pocos libros que conservaba consigo y varias carpetas con hojas escritas en una Olivetti portátil llenas de subrayados y tachaduras.

Cuando muere un escritor nace un archivo, aunque el auge de los archivos personales haya llevado a algunos escritores a organizar su legado en vida, con o sin retribución económica. Puedo decir, por cercanía con el caso de Manuel Puig y por el contacto que tuve estos años con otros archivos de escritores, que casi nunca se trata de un tema de dinero, o no únicamente. Delegar en una institución las tareas de catalogación, conservación y difusión de un patrimonio es alivianar a la familia y a les amigues de una pesada herencia (se puede ver el film Las poetas visitan a Juana Bignozzi para entender esto junto con Mercedes Halfon, que la recibió). En este caso fue Carlos Puig, el hermano, quien se encontró frente una cantidad enorme de documentos (varios años después se llegarían a calcular en más de quince mil folios) que superaban en mucho las ocho novelas conocidas, incluso si se agregaban los dos guiones publicados en vida. Si Manuel era ordenado, Carlos también lo fue. La archivística sostiene entre sus principios el de orden original, tan necesario de respetar estrictamente cuando se trata de un libro de entradas de una comisaría o de asientos bancarios, y tan difícil de sostener cuando se trata de papeles de creación retomados en diferentes momentos de la vida, cambiados muchas veces de lugar e intervenidos, como pudimos constatar, con varios años de diferencia. Si algo supo Carlos desde el primer momento, acaso por ser él mismo un pintor, es que la obra merecía permanecer toda junta y respetando la disposición que había recibido en el último domicilio de su hermano. Con esa preocupación los reunió, los dejó en guarda en una universidad norteamericana y los repatrió ante una oferta de comprarlos en bloque, sin antes organizarlos ni resguardar documentos sensibles como la correspondencia familiar que compilé bajo el título Querida familia, con asesoramiento de amigos de Manuel y notas al pie desgranadas en charlas con Male después o antes de la película. Sobre todo, con la autorización de la principal destinataria de las cartas, que leyó el prólogo para interiorizarse de cuál sería el interés de hacer públicas esas conversaciones epistolares.

El archivo, ahora digitalizado por Mara Puig y Pedro Gergho, siguió en el domicilio particular de la familia hasta la muerte de Male Puig, en mayo de 2006, después de lo cual se bifurcó. Mientras el cuerpo físico (vale decir, las cajas con los manuscritos y la correspondencia) sigue al día de hoy sin encontrar una institución que lo contenga, el cuerpo digital que corresponde a la creación literaria se aloja en la Universidad Nacional de La Plata en un portal de acceso abierto. El camino en ambos casos estuvo lleno de meandros, pero si pienso que la digitalización comenzó en 1998 con los manuscritos de El beso de la mujer araña, debo reconocer que fue uno de los primeros proyectos de este tipo, no sólo en la región. Si además entiendo que el objetivo principal es facilitar el acceso de los manuscritos a quien quiera mirarlos, que se ofrecen en imágenes para que los puedan ver mejor y desordenar sin riesgo para su integridad, algo del modo Puig aparece en la decisión tomada en 2012 de alojar institucionalmente el cuerpo digital del archivo en un sitio público, no sólo sin pedir compensación económica sino habiendo aportado muchas horas de trabajo para su existencia. El sitio se llama ARCAS, y quien lo busque sumando “UNLP” podrá acceder a todos los manuscritos de Manuel Puig en compañía de los archivos de Edgardo Vigo y de Mario Bellatin. A más de treinta años de la muerte de Manuel Puig, estamos a punto de llegar a los diez primeros años de apertura total de sus archivos literarios. Pasen y vean, hay mucho todavía por descubrir.

Escrito por
Graciela Goldchluk
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