Al clarear el 6 de julio de 1976 corría en la ciudad de Milán una brisa tenue y agradable. Eso Quino lo comprobó al sentarse en el jardín de su casa, situada en una calle angosta y arbolada, para desayunar un café con tostadas mientras leía el diario La Stampa. Así transcurría cada mañana de su vida en Italia. Pero aquel martes, de pronto, se topó con una noticia que le congeló la sangre: los crímenes en Buenos Aires (cometidos en el marco del terrorismo de Estado) de tres sacerdotes y dos seminaristas en la parroquia San Patricio.
Si bien aquellas masacres eran publicadas con frecuencia en los medios europeos, esta lo impresionó sobremanera por una razón específica: uno de los cadáveres (tal como supo consignar la fotografía que ilustraba el artículo) fue tapado por un afiche de su famosa viñeta que muestra a Mafalda señalando la cachiporra de un policía, bajo un globito que dice: “¿Ven? Este es el palito de abollar ideologías”.
Los esbirros de la dictadura no se habían olvidado de él.
Sin embargo, su exilio italiano había comenzado meses antes del 24 de marzo. Específicamente, a mediados de 1975, a raíz de un episodio que estuvo a punto de costarle el pellejo.
EL SILENCIO ES SALUD
Transcurría una gélida mañana de junio y él, tras departir con el editor Daniel Divinsky en una mesa de la confitería La Rambla, en Recoleta, abordó un taxi para ir hacia la Plaza de Mayo para cubrir una cita.
Como la Avenida del Libertador estaba cortada a la altura de Retiro, el vehículo dobló por Cerrito. Y al cruzar Corrientes, sus ojos enfocaron el gran anillo giratorio que el Ministerio de Bienestar Social había colocado en torno al Obelisco; allí se leía: “El silencio es salud”. Claro que no era parte de una cruzada oficial contra la contaminación sonora.
José López Rega, el otrora mucamo de Perón, tenía por entonces en sus manos la suma del poder público y manejaba a su antojo todos los resortes del Poder Ejecutivo, empezando por la presidenta, María Estela Martínez. En esos días, la Triple A, el grupo parapolicial que reportaba a sus órdenes, tenía ya en su haber unas 1.500 víctimas.
Quino apartó los ojos del Obelisco, intentando conservar la compostura. Pero tenía una buena razón para perderla: su cita era con López Rega.
El día anterior, una simple llamada telefónica lo sumió en una espantosa incertidumbre. Desde el otro lado de la línea, una voz le dijo: “El ministro lo espera mañana a las diez en punto”.
Por remate, oyó el clic que dio por concluida la comunicación.
Quino llegó a la hora señalada.
El hall del edificio ministerial no ocultaba un dispositivo de seguridad algo intimidante. Un recepcionista de gesto torvo le tomó los datos; a su lado resaltaba una ametralladora Halcón. Otros dos tipos con abultadas sobaqueras lo escrutaban de soslayo. Uno de ellos, sin dirigirle la palabra, lo acompañó de mala gana hasta el quinto piso.
“Lopecito” –como le decía el General– emergió por una puerta con los brazos extendidos. Y sonriendo de oreja a oreja le dio la bienvenida. A Quino le pareció más menudo que en las fotos.
Al rato apareció un individuo de tamaño descomunal; era su secretario privado, Carlos Villone. El ministro, tras esgrimir una urgencia protocolar, los dejó solos. El otro fue directamente al grano: “Vea, necesitamos su autorización para usar a Mafalda en una campaña política del Ministerio. Pura formalidad”.
Quino palideció. Aun así, su respuesta fue: “Tengo que pensarlo”.
Villone, con un dejo de contrariedad, le soltó: “Bué… consúltelo con la almohada. Y mañana me avisa”.
El dibujante, mientras abandonaba el despacho, escuchó por última vez la voz de Villone: “Tenga mucho cuidado”.
Lo cierto es que la aceptación de Quino nunca llegó.
Y ello provocó en López Rega un profundo malestar. Sus consecuencias no tardaron en hacerse sentir.
AUSENTE SIN AVISO
Apenas una semana había pasado desde la visita de Quino al búnker de López Rega cuando, durante la madrugada de un jueves, dos Falcon y un Torino con balizas en los techos clavaron los frenos sobre la calle Chile a unos metros de la esquina con Defensa, del barrio de San Telmo. Y de sus cabinas emergió al unísono una docena de siluetas armadas hasta los dientes.
Un portero que manguereaba la vereda les franqueó la entrada al primer edificio de la cuadra, tras recibir un culatazo en la cabeza.
El departamento de Quino estaba en el sexto piso. Las siluetas armadas derribaron la puerta a culatazos y patadas.
En aquellas circunstancias, un vecino (en bata, pijama y pantuflas, pero chapeando una credencial de la Federal y con su reglamentaria empuñada) los increpó a los gritos, antes de que al menos diez pistolas lo apuntaran a él. Eso bastó para que se llamara a silencio.
Aun así pudo reconocer al cabecilla de la patota. Se trataba de Rodolfo Almirón Sena, un antiguo principal de Robos y Hurtos que ahora integraba la custodia de López Rega. El asunto concluyó sin lamentar víctimas fatales.
Ello significa que los intrusos se fueron con las manos vacías, dado que esa vivienda estaba deshabitada.
En ese mismo instante, Quino y su mujer, Alicia, se encontraban a buen resguardo muy lejos de allí, en la ciudad mendocina de San Rafael, refugiados en la casa de César Lavado, el hermano mayor del dibujante.
La vida del matrimonio fue allí clandestina. Quino mitigaba las horas muertas produciendo material que enviaba sin remitente a las revistas que publicaban sus dibujos. Así transcurrieron dos meses.
En tales circunstancias, la política aplicada por el flamante ministro de Economía, Celestino Rodrigo, un “pollo” de López Rega, causó una virulenta reacción popular. Fue cuando este último, luego de renunciar, puso los pies en polvorosa, fugándose del país.
Pero para Quino, el peligro no se había extinguido. Porque la Triple A continuaba operando.
De modo que Alicia viajó a Italia para organizar el exilio de ambos. Y Quino permaneció en San Rafael para tramitar su pasaporte.
Para ello tuvo que ver a un comisario en la delegación mendocina de la Policía Federal. Quino transpiró la gota gorda al ver que aquel tipo tenía en su despacho el poster de Mafalda del “palito de abollar ideologías”.
Pero este no se dio cuenta de que su autor y Joaquín Lavado, el hombre que tenía ante sus ojos, eran la misma persona.
Al llegar a Milán, le contó aquella anécdota a su esposa. Ellos entonces soltaron una carcajada.
Casi un año después, al descubrir ese mismo dibujo en la fotografía que ilustraba la “Masacre de San Patricio”, sintió un ramalazo de angustia.
Quino regresó a la Argentina a comienzos de 1984.