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La peor policía

Ilustración de nota: Juan José Olivieri

Ilustración de nota: Juan José Olivieri

A mediados de 1996, José Luis Cabezas retrató en su despacho de La Plata al mítico jefe de la Bonaerense, Pedro Klodczyk. Fue para la nota que hicimos con Carlos Dutil y otros periodistas en el semanario Noticias con el título “Maldita Policía”. La fotografía de tapa era impactante; mostraba al jerarca policial mirando hacia arriba, y el brillo de sus ojos grises infundía una pizca de terror. Para gatillar esa toma, Cabezas le había pedido permiso para pararse en su escritorio. Klodczyk accedió de mala gana.

Después, ya en la calle, José Luis soltó:

–Una de las grandes satisfacciones que da este laburo es poder pisarles el escritorio a estos hijos de puta.

Y tras unos pasos en silencio se largó a reír.

No suponíamos que el título de ese artículo serviría a partir de entonces para referirse a la camada policial que actuó durante la gestión provincial de Eduardo Duhalde. Ni que sería el germen del libro La Bonaerense, que escribí con Dutil. Ni que José Luis tenía sus días contados.

Porque hasta el 8 de agosto de 1996 –la fecha en que aquel número de Noticias fue publicado–, cuando eran tratadas en los medios las disfunciones de dicha mazorca, solamente se hablaba del “gatillo fácil”, que en realidad era el único delito sin fines de lucro que cometían sus efectivos. De modo que el resto de sus trapisondas eran interpretadas como “casos aislados” cometidos por “malvivientes disfrazados de policías”, ovejas negras que inexorablemente terminarían depuradas por la propia fuerza.

Un simple indicio nos sugirió que no era así: el pecado de la ostentación en el cual incurría la mayoría de los comisarios que habíamos entrevistado; los tipos tenían propiedades millonarias, flotas vehiculares de alta gama y hasta algún yate o una avioneta, como en el caso de Klodczyk.

“Dicen que soy chorro porque ando bien vestido”, nos dijo, a manera de justificación, el entonces jefe de Narcotráfico, comisario Mario Naldi. Lucía en ese momento un saco rojo fucsia, camisa rosa salmón y mocasines blancos.

Lo cierto es que la Bonaerense había hecho de la recaudación ilegal –a través de las cajas delictivas– su sistema de sobrevivencia. Y desde la noche de los tiempos. Ya a fines de la década del 50, Rodolfo Walsh supo señalar que “la secta del gatillo alegre es la logia de los dedos en la lata”.

Tanto es así que, desde aquella lejana época, proxenetas, capitalistas del juego y comerciantes irregulares trabajaron siempre en sociedad forzada con las comisarías para seguir existiendo. Luego, a tal estilo de trabajo se sumaron otros pactos con hacedores de una gran cantidad de actividades objetadas por la ley. Mediante “arreglos”, extorsiones, impuestos, peajes, tarifas o, lisa y llanamente, a través de la complicidad directa, los uniformados participaban en un diversificado mercado de asuntos, siendo los más lucrativos el tráfico de drogas, los desarmaderos, la piratería del asfalto, los secuestros extorsivos y la concesión de “zonas liberadas” para cometer asaltos. Es lógico que el punto de inflexión entre ambas etapas haya sido la última dictadura, en cuyo devenir los policías incorporaron a sus cajas dividendos obtenidos con un sinfín de delitos graves y, en algunos casos, hasta aberrantes. Finalmente, fue en la década del 90 cuando tal proceder adquirió un sesgo absolutamente empresarial.

NEGOCIADOS Y PODER

Ya gobernaba Duhalde. El doctor Eduardo Pettigiani, un ex militante fascista, estaba al mando de la Secretaría de Seguridad, hasta su reemplazo por el ex juez federal Alberto Piotti, quien formaría una dupla memorable con el comisario Klodczyk. Habían comenzado los días de la Maldita Policía. Una época de gloria cifrada en un acuerdo espurio entre el mandatario y los “Patas Negras” –tal como se llama a los efectivos de la Bonaerense–: vista gorda ante los negocios a cambio de su presencia en las calles, para instalar una ilusoria sensación de orden.

Aquel delicado equilibrio se haría trizas a partir de 1994 con la masacre de Wilde; ese hecho (una emboscada de la Brigada de Lanús, con 239 balazos para un remisero, dos narcos en disputa societaria con los uniformados y un vendedor de libros confundido con otro malhechor al que se debía “cortar”) inició una seguidilla de ruidosos escándalos, dislates y contratiempos, cuya temporada más prolífica fue entre 1996 y comienzos de 1997. Sus principales hitos: el derrumbe de Narcotráfico Sur por una cámara oculta; la detención del influyente comisario Juan Ribelli y su patota (al ser falsamente involucrados por el juez federal Juan José Galeano en el atentado contra la Amia); la causa que le armaron a Guillermo Cóppola y la masacre de Andreani (tal como se llamó a la ejecución extrajudicial de una banda enviada por la propia policía para asaltar un playón de aquella empresa en Avellaneda).

Esa cadena de eventos hizo rodar, el 11 de septiembre de 1996, las cabezas del dúo Piotti-Klodczyk.

Semejante acto quirúrgico prometía dar por concluida aquella avalancha de bochornos protagonizados por efectivos de esa fuerza. El gobernador había comprendido tempranamente que allí podría estar la lápida de sus ambiciones presidenciales. A partir de entonces, sin embargo, se desató una sinuosa trama de acciones y reacciones, de acomodamientos y desajustes, de los que su signo más visible fue el aumento geométrico del caos en el territorio provincial. La pulseada entre los policías y el resto del mundo no sólo se había convertido en un problema de Estado sino también en su gangrena. Con infinidad de tramas paralelas, alimentadas por alianzas y traiciones, promesas y venganzas, en las que su más extremo denominador común solía ser la muerte. Un verdadero thriller, pero ambientado en el mundo real.

Durante la tarde del 25 de enero de 1997, atendí una llamada telefónica de Guillermo Cantón, un fotógrafo de Noticias.

–Se lo cargaron a Cabezas. Parece que nos declararon la guerra –fueron sus exactas palabras.

Pensé que se trataba de una broma. No era así. Al clarear aquel sábado, su cadáver aún humeante fue encontrado por un paisano en una cava a cinco kilómetros de Pinamar, junto a un angosto camino de tierra que desemboca en la laguna Salada Grande.

Durante la tarde, los noticieros empezaron a difundir los primeros datos de lo ocurrido. Y en todo el país empezaba a correr una mezcla de estupor y furia, desconcierto y mala espina, a medida que afloraba el horror de aquel crimen: la cava, el auto, las esposas, el balazo y el fuego.

Desde entonces transcurrió un cuarto de siglo.

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