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EL HIJO DEL PATRÓN

Aquella escena fue concebida con una aspiración estética muy ambiciosa: tres docenas de jinetes debían descender de una ladera con sus montas al galope, y el camarógrafo los registraría de frente desde una pequeña casamata.

De manera que, tras vociferar el director la orden de “¡Acción!”, el tipo vio venir la caballada a toda velocidad, envuelta en una polvareda. El golpeteo de sus cascos sobre la tierra producía una percusión inquietante. Y cuando el tropel ya estaba a casi dos metros del refugio, contuvo la respiración. Recién entonces vio a los equinos abrirse hacia los costados.

Finalmente, la palabra “¡Corten!” lo devolvió a la vida.

Pero hubo algún detalle que al director le disgustó, y la escena tuvo que ser repetida. Así de obsesivo era Lucas Demare.

Durante ese día otoñal de 1942 arremetía sobre su octavo largometraje, La guerra gaucha, basado en la obra homónima de Leopoldo Lugones. Una novela épica que exalta la epopeya independentista que la milicia guerrillera de Martín Güemes libró, entre 1814 y 1821, contra el ejército español en el norte de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

A tal efecto, la locación principal fue establecida en San Fernando, un caserío próximo a la quebrada de El Gallinato, al norte de la ciudad de Salta. Allí se reconstruyó un poblado del siglo XIX.

La producción también contó con 500 caballos, otras tantas cabezas de ganado vacuno y 300 paisanos en calidad de extras. Tanto los animales como los humanos fueron un aporte (sin cargo) de don Robustiano Patrón Costas, uno de los hombres más ricos del país.

Al mando de la peonada vino un sujeto que también parecía salido de una película. Demare no olvidaría la primera imagen que tuvo de él: lucía un chaleco de cuero sobre una camisa negra, rastra plateada, bombacha de campo y botas con caña alta, muy al estilo de Rodolfo Valentino en Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Su nombre: Isidoro Abalo. Y se presentó como “secretario de don Robustiano”. Pero en Salta se sabía que era su hijo bastardo, y que Patrón Costas confiaba más en él que en sus cinco vástagos reconocidos.

Lo cierto es que ese muchacho treintañero hacía denodados esfuerzos por agradar a sus semejantes, en especial a la actriz Amelia Bence, a quien le arrastraba el ala con una insistencia atroz.

Tanto es así que ella sintió alivio cuando Patrón Costas lo convocó con urgencia, por motivos que no vienen al caso. A cargo de la peonada quedó entonces un capataz apellidado Choque.

Por esos días, en el destacamento policial de la localidad de Vaqueros, situada a escasos kilómetros de allí, un puestero efectuó una denuncia por la desaparición de su hija, María, de 17 años.

En tanto, el rodaje continuaba su curso normal.

En las escenas finales, los españoles incendian esa aldea de utilería. Aún así, el argumento tendrá un final venturoso con la llegada salvadora del mismísimo Güemes al frente del grueso de su tropa.

UN CRIMEN DE PELÍCULA

Pero en el plano no ficcional sucederá algo no previsto: el hallazgo del cuerpo carbonizado de la hija del puestero en un matorral próximo al pie de la quebrada. Aquel lugar enseguida se transformó en una romería de curiosos: actores, técnicos y extras contaminaron la escena del crimen.

La llegada de una comisión policial del destacamento de Vaqueros, al mando del comisario Juan Buscaglia, frenó la partida del equipo de filmación hacia Buenos Aires. Y lo que originalmente parecía una demora de rutina comenzó a tomar visos de otro signo.

El cadáver de la víctima permanecía aún en el sitio de su muerte.

El jefe policial empezó a interrogar a los peones. El décimo en prestarse a sus preguntas fue Choque, quien se mostró muy locuaz. El tipo le hablaba en voz muy baja, como exagerando un tono confidencial.

Al concluir con él, de manera súbita, Buscaglia cambió el orden de sus forzados interlocutores. Así fue que empezaron a desfilar ante sus preguntas los integrantes del equipo técnico de la película.

Al tercero, un electricista llamado Rodolfo Lucchini, lo arrinconó.

Por sus gesticulaciones, era evidente que el pobre tipo se deshacía en explicaciones. Y que, desde su gorra de tela cuadriculada con visera, le caían gotas de sudor.

Demare estaba hecho un manojo de nervios.

Nadie sabía que, en su declaración, Choque le había dicho a Buscaglia que, unos días antes, había visto salir de aquel desfiladero a un individuo con una gorra de tela cuadriculada con visera.

Aquello coincidía con la fecha de la desaparición. El caso estaba casi resuelto.

En tales circunstancias, atraído por el crimen –cosa que supo por boca de un peón que lo había ido a buscar a la estancia de Patrón Costas–, hizo acto de presencia el joven Abalo. Su rastra brillaba más que nunca.

En paralelo, el cuerpo de María era depositado en una camilla para su traslado a la ciudad de Salta.

Unos segundos después, un oficial que colaboraba con los camilleros se aproximó al comisario.

–Detenga a ese hombre, jefe; él la mató.

Y apuntó un dedo índice sobre Abalo. Este palideció.

Buscaglia, desconcertado, miró al oficial. Y el otro extendió una moneda plateada hacia él.

–Estaba a centímetros de la chica –dijo–, recién la encontré entre los yuyos.

Como impulsado por un resorte, Buscaglia saltó hacia Abalo; o mejor dicho, hacia el escudo metálico de su rastra. Un golpe de ojo le bastó para advertir la moneda faltante.

La guerra gaucha fue estrenada en Buenos Aires el 20 de noviembre de 1942 en el cine Ambassador, de la calle Lavalle, y quedó en la historia como “la película más exitosa del cine argentino”.

Un año después, gracias a los buenos oficios de Patrón Costas, al hijo natural le dictaron la “falta de mérito” por el crimen de María.

A veces la vida no imita al cine.

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