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“¿SE NOS VA DE VIAJE, MANZIONE?”

El presidente Hipólito Yrigoyen fue derrocado el 6 de septiembre de 1930 por el general José Félix Uriburu. Era el primer golpe de Estado del siglo XX. Von Pepe –así le decían al nuevo mandatario, por su simpatía hacia Hitler– apuntaló su gestión en un implacable aparato represivo.

Los esbirros del nuevo régimen no ocultaron su saña hacia anarquistas y comunistas; los arrestos masivos, junto con las deportaciones y el fusilamiento tras salvajes torturas, eran para ellos el pan cotidiano. En tanto, los referentes y afiliados del radicalismo llenaban las cárceles del país.

A primera hora del 14 de febrero de 1931, una patota perteneciente a la Sección de Orden Político de la Policía de la Capital había allanado de mala manera una vivienda del barrio de Pompeya, sobre la avenida Garay. Su único ocupante reconoció enseguida al civil que comandaba el operativo, un sujeto esmirriado, de mirada turbia y cabello ralo a la gomina.

Su nombre: Leopoldo Lugones, como su papá, el escritor; pero le decían “Polo”. Y se le atribuía la invención de la picana para apurar interrogatorios. El propio Uriburu lo había puesto al frente de esa mazorca.

–¿Se nos va de viaje, Manzione? –dijo con malicia, al apuntar un dedo índice hacia una maleta abierta con ropa, algunos libros y papeles.

El tal Manzione permanecía en silencio.

Ese era el apellido verdadero de quien se hacía llamar “Homero Manzi”. Aquel muchacho de 24 años, además de estudiar Derecho e impartir clases de Literatura en los colegios Moreno y Sarmiento, componía letras de tango y ya tenía dos éxitos: “¿Por qué no me besás?”, grabado por Ignacio Corsini, y “Viejo ciego”, con música de sus amigos Cátulo Castillo y Sebastián Piana. También militaba, junto con Arturo Jauretche, en el ala yrigoyenista de la UCR.

–¿Se nos va de viaje? –insistió Lugones.

Por toda respuesta, Manzi lo miró con desprecio. Y Lugones estalló en una carcajada fingida y atroz.

No era un secreto su condición de perverso polimorfo. Ni que arrastraba un desliz: violar niños internados en un reformatorio que él había regenteado. Ni que, en su infancia, fue sorprendido por su padre al sodomizar una gallina. Dicen que ese fue un momento muy difícil para el “poeta nacional” que supo anunciar “la hora de la espada”, puesto que el hijo retorcía el pescuezo del ave para así optimizar tal performance con sus convulsiones de muerte.

Lugones esquivó los ojos de Manzi, buscando los de un policía, también de civil, con porte muy atlético, que lucía un traje negro.

El tipo revisaba cada centímetro de una biblioteca. Y al verse observado por el jefe, le dedicó un parpadeo casi imperceptible.

Aquel día, Manzi conoció la Penitenciaría Nacional.

CANTO DE AUSENCIA

El hombre del traje negro se llamaba Domingo Ubarrí. Al igual que Lugones, tenía 34 años. Y los unía una añeja amistad.

El 9 de enero de 1919, en medio de la llamada Semana Trágica, cuatro autos encabezados por un Ford Roadster irrumpieron en una calle del barrio de Once. Sus 16 ocupantes, armados con revólveres y escopetas, no tardaron en abrir fuego sobre los desprevenidos tenderos. Hubo dos muertos y 71 heridos.

Dicho ataque a la comunidad judía fue el primer pogromo realizado en tierra latinoamericana. Y corrió por cuenta de la Liga Patriótica Argentina, el grupo de ultraderecha fundado ese año por Manuel Carlés.

Entre los agresores había dos jóvenes: Lugones y Ubarrí.

Ambos fueron inseparables hasta marzo de 1921.

En esos días, la revista Popular dio cuenta de un escandalete en el seno de la alta sociedad, al interrumpir la fuerza pública una orgía sin mujeres en una mansión palermitana.

Entre los involucrados estaba Ubarrí. Por ello fue expulsado de la Liga Patriótica. Y dejó de hacerse ver en los círculos que solía frecuentar. Por lo tanto, también se distanció de su querido Polo.

Este, obligado por su famoso padre, desposó en 1923 a Carmen Aguirre, de apenas quince primaveras. Era la hija del pianista y compositor Julián Aguirre, pionero del nacionalismo folklórico. Procrearon dos hijas: Babú (bautizada Carmen, como ella) y Pirí (Susana). El matrimonio tuvo ciertos problemas: la personalidad psicopática del esposo y sus apetencias pedófilas resintieron la relación. De modo que el inicio de la Década Infame los sorprendió en medio de una crisis terminal. La separación fue consumada poco después.

En tal contexto ocurrió un hecho providencial: el reencuentro entre Polo y Ubarrí. El primero, que ya estaba al mando de la policía política, conchabó al otro para acompañarlo, con rango de oficial inspector, en su gesta punitiva.

Fue una manera de revivir los viejos tiempos.

MILONGA SENTIMENTAL

Ambos formaron en la Policía de la Ciudad un dúo memorable. A diferencia del modelo represivo aplicado al empezar el siglo XX por el comisario Ramón L. Falcón, y también en la Semana Trágica –basado en la utilización intensiva de tropas policiales y hordas fascistas a los fines de sofocar protestas políticas con embates criminales sobre los manifestantes–, ellos fueron a todas luces (o sombras, en este caso) dos verdugos de laboratorio. De hecho, instalaron en un sótano del Departamento Central de la fuerza, sobre la calle Moreno, una sala de interrogatorios equipada con variados elementos de tortura. Fue allí donde alternaban la obtención de informaciones bajo tormentos con la planificación de requisas, detenciones y cacerías callejeras.

Cabe destacar que entre los policías asignados en ese edificio empezó a rumorearse un vínculo sentimental entre Lugones y Ubarrí.

A fines de marzo de 1931, los uniformados escucharon una discusión entre ellos en el despacho del jefe. El griterío, que incluía insultos, reproches mutuos y llantos, se prolongó por un lapso que parecía interminable.

Finalmente, Ubarrí salió de allí; su expresión se veía desencajada. Y con pasitos cortos y veloces, abandonó el edificio.

Polo lo vio partir desde el Patio de las Palmeras con ojos humedecidos.

Una semana más tarde, Ubarrí fue hallado sin vida en su departamento del barrio de Belgrano. Yacía en el baño con un tiro en la sien, disparado por una pistola Mauser apoyada sobre la palma de su mano derecha.

Manzi, quien aún permanecía en la Penitenciaría Nacional, se enteró del asunto por una edición atrasada del diario Crítica facilitada por otro preso. En la foto del difunto –extraída de su legajo y publicada a cuatro columnas en la tapa– vio al esbirro que le había revisado la biblioteca el día de su arresto.

Para su asombro, bajo el título “¿Suicidio?”, en tipografía catástrofe, la cobertura firmada por el cronista G. G. G. (Gustavo Germán González) puso en duda semejante hipótesis.

Lo cierto es que el caso jamás fue esclarecido.

Manzi recuperó la libertad un mes y medio después.

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