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OBRA DE ARTE

Parado ante una mesa, abrió el libro para escribir con cuidada caligrafía: “Al amigo Abel Epstein, por su amistad”. Seguidamente, Leopoldo Marechal trazó su firma. El ejemplar pertenecía a la primera edición en rústica de su novela Adán Buenosayres, impresa 16 años antes.

Era una mañana otoñal de 1964. La escena transcurría en un caserón de Belgrano. Su propietario, el tal Epstein, se dedicaba a los negocios bursátiles y solía mitigar el vértigo de tal oficio con un hobby que despuntaba con avidez: coleccionar obras de arte. De hecho, allí se exhibían tres cuadros de Pedro Figari, dos de Antonio Berni, un dibujo de Matisse y una acuarela de Rodin.

El escritor los contemplaba con deleite. Hasta oír la voz del anfitrión:

–¿Usted oyó hablar alguna vez de Julio González?

–Es un nombre muy común. Pero creo que no. ¿Quién es?

Marechal lo miró al cruzarlo en el recibidor. El tipo lucía un traje acaso con demasiada fibra sintética; su andar poseía una impronta arrabalera y sus ojillos pardos irradiaban un extraño brillo.

–Nunca antes lo he visto –fue la respuesta de Marechal.

Entonces, Epstein contó que González lo había visitado con una oferta muy tentadora: un cuadro de Raúl Soldi, El violinista, por sólo 15 mil dólares. Una ganga, ya que, según su estimación, esa tela valía el triple. A simple vista, parecía una pintura auténtica. Sus trazos tenues y la luz azulada, casi difusa, encajaban con el estilo del artista. El coleccionista estuvo a punto de cerrar el trato. Pero algo lo detuvo; tal vez la apariencia del marchand. Y ante la duda, quiso saber cómo había llegado a sus manos. Algo ofendido por la pregunta, González aseguró haber sido directivo de la revista Continente, un mensuario especializado en artes plásticas que por esos días ya no salía. En sus páginas se reprodujeron algunos cuadros de Soldi; entre ellos, este. Tanto es así que sobre el dorso de la tela había un sello con la palabra “Continente”. Epstein dijo que necesitaba algunos días para pensarlo. González quedó en llamarlo.

Lo cierto es que jamás volvió a comunicarse con él. Y eso lo llevó hacia un interrogante: ¿aquel lienzo era una falsificación perfecta o se trataba del original? Tal enigma lo perseguiría a través de los años.

Hasta el 12 de septiembre de 1991. Aquel día, sorpresivamente, sus ojos volvieron a toparse con dicho retrato. Pero esta vez emitido por la pantalla de un noticiero. Fue también el último acto de una historia de locura, ambición y muerte que había comenzado hacia casi cuatro décadas.

En este punto hay que decir que Marechal fue testigo de su preludio. Y que, durante su visita a ese caserón de Belgrano, al ser mencionada la revista Continente, su mente voló inmediatamente hacia una tarde invernal de 1955.

En tal ocasión, él compartía una mesa de la confitería Richmond con su director, el periodista uruguayo Carlos Peláez, a quien todos llamaban Joaquín Dávila, ya que así firmaba sus artículos. Marechal había entablado un vínculo con este en su condición de director general de Cultura del gobierno peronista.

En 1947 –junto al secretario de Prensa, Oscar Lomuto–, Dávila empezó a editar la revista. Ahí se publicaban obras de pintores argentinos. Ellos se desvivían por ver allí sus cuadros. Pero eso tenía un precio: la no devolución de la tela reproducida. Así, Dávila acumuló una apreciable pinacoteca.

En 1955 la revista comenzó a declinar debido a dificultades financieras, a lo que se sumaba la proximidad del golpe de Estado. Entonces Dávila creyó que su salvación podría estar en la conquista del mercado estadounidense. Su plan consistía en obtener un permiso para llevar cuadros argentinos a Nueva York bajo el pretexto de una muestra y luego regresar al país. Pero su idea era vender las obras y no volver a Buenos Aires. Al respecto, ya había ordenado encajonar 150 obras para tal “exportación”. Muchos años después se sabría que entre las telas estaba El violinista.

Sin embargo, como es lógico, durante el encuentro con Marechal en la Richmond, Dávila únicamente mencionó el proyecto de la exposición, sin dar otros detalles. En cambio, le confió al escritor un dato de su esfera privada: el viaje lo emprendería sin su esposa, en razón de una grave crisis matrimonial.

Marechal y él se despidieron en la esquina de Florida y Corrientes.

EL TIRO POR LA CULATA

Dos días después, el escritor atendió en su casa una llamada telefónica; la voz del periodista Rogelio García Lupo sonaba agitada.

“¡Ocurrió algo terrible con Joaquín!”, fueron sus palabras.

El expediente judicial reconstruyó los diálogos previos a la tragedia.

–Vos estás vieja y acabada –le dijo él a su esposa tras el almuerzo.

Ella rompió en llanto. Él la observaba con una expresión maliciosa.

Entonces le comunicó que viajaría a Nueva York sin compañía, puesto que había decidido separarse de ella.

María Teresa de Peláez cayó entonces en la desesperación.

Pero Dávila no cedió.

–Estás vieja y acabada –repitió.

Y dejó al alcance de su mano un revólver calibre 22, antes de ir hacia la redacción de Continente.

Era una sugerencia explícita. Pero el arma cambiaría de dirección.

Horas más tarde, María Teresa irrumpió en el despacho de su cónyuge. Y sin mediar palabra le descerrajó tres tiros en la cabeza.

En la oficina contigua se encontraba reunido Lomuto con García Lupo y el dibujante Landrú. Luego acudió la policía. María Teresa fue detenida de inmediato.

Eso es lo que Marechal recordó nueve años después, en lo de Epstein. También supo que la viuda obtuvo la libertad bajo fianza. Y que, a la semana, esta fue revocada. Pero ella ya había huido hacia Montevideo.

De lo que no se enteró es de que los cuadros de Dávila, que permanecían en un depósito del puerto, fueron llevados subrepticiamente a Uruguay.

El autor de la maniobra fue un contrabandista de cigarrillos que se había convertido en amante de María Teresa. No era otro que Julio González.

Desde entonces, ambos comenzaron a buscar posibles compradores.

Y a partir de 1964 alternaron la venta de cuadros auténticos con otros cuya legitimidad se limitaba al sello de la revista Continente.

El rastro de la pareja, finalmente, se perdió para siempre.

Leopoldo Marechal murió el 26 de junio de 1970.

A fines de 1991, la aduana incautó en la ciudad de Posadas un lote de 28 pinturas en un micro que venía de Paraguay. No se supo la identidad de quien había realizado la encomienda y se creía que esos cuadros eran reproducciones de escaso valor. Dos días después se constató que eran auténticos.

Entre estos estaba El violinista.

La cámara de Nuevediario congeló un plano de la tela en cuestión.

Tal imagen, vista en el televisor de un geriátrico del barrio de Flores, sobresaltó a uno de sus moradores, quien se llevó las manos al pecho.

Desde la pantalla, un juez que se explayaba sobre el asunto señaló que dicho lienzo estaba valuado en un millón de dólares.

La sola mención de aquella cifra bastó para que el rostro del anciano se crispara en una mueca atroz, justo antes de desplomarse ya sin vida.

El informe forense luego consignó que Abel Epstein, de 77 años, había tenido una muerte natural.

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