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Dolores Etchecopar: “La poesía siempre está cuestionando las formas”

Spinoza por las bestias se titula el libro que el filósofo francés Ariel Suhamy escribió sobre la potencia que ejercen los animales en la obra del filósofo holandés pulidor de lentes. Lo que demuestra Suhamy es cómo Spinoza se deja decir (y construye algunas de sus fundamentales escenas filosóficas) a través de la araña, de los peces, de las ratas, de los perros, de las abejas, de los leones, las serpientes, los caballos. Un eje innovador que nos sume en un estado de gracia y de enigmática belleza. No solo por el hallazgo de su enfoque sino por la sintonía de ambas escrituras, las de ambos pensadores que dialogan incesantemente a lo largo del libro.

Podría ampararse en esta misma exótica latitud la obra de la poeta argentina Dolores Etchecopar. De alguna manera, Etchecopar se deja decir arrolladoramente por los animales. Se metamorfosea y habilita un yo difuso, por momentos animal, por momentos humano, asumiendo una metafísica cuya sustancia se sostiene en el universo de los elementos naturales de nuestra llanura extensa. No se trata de una poesía bucólica y mucho menos etérea (ni sauces, ni ríos, ni montañas). Sino que trama un ecosistema denso y salvaje que privilegia una escritura del desgarro, el dolor, la soledad y la pérdida.

“mi vida como liebre lleva una bala
está en apuros y mira
entre las margaritas aplastadas y el granizo
cómo levanta el día sus alas de la hierba
en este punto de la llanura que desaparece
entre el miedo y la luz
donde el árbol solista canta muy despacio”

Qué significa llevar el poema a su paroxismo. A ese borde de sí mismo donde el lenguaje extasía con irreverente lirismo y en aparente descontrol y sin embargo luego del impacto primero se aquieta, decanta, se acomoda, horada en silencio y se fuga.

“escucha el relincho del caballo de los muertos
viene subiendo del otro lado de la colina
escucha sus cascos
su resuello empeorado por tu agitación
tienes el canto desprotegido
bajo los finos cabellos de la lluvia
el caballo sube del otro lado y tropieza con tu miedo
retoma su marcha
llega el verano y no derrite la pena
amontonada como nieve contra tu puerta
miras sin decir
con qué ligereza se desplazan las nubes
en la respiración del caballo de los muertos
cómo se repliega lo que ampara
y te abrazas a una flor a su pecho
donde todo alrededor se esconde”

–Alguna vez dijiste que escribías para los caballos. A lo largo de tu obra, el caballo tiene una presencia constante. Incluso elementos que aluden a los caballos: “algunos recuerdos cabecean atados al palenque” o “de mi pasado se disparó un caballo/ y nadie supo más de él”. O “mis pies llevan tu forma despeñada y caminan/ como caballos pequeños hacia la muerte”. “estuve allí/ de pie con la cabeza dormida/ me apuró un caballo/ el sonido de sus patas sobre la tierra dura/ me encerró a escribir”.

–Mi amor inicial en la vida fueron los caballos. Pude andar desde muy chica, en el campo. Es más, yo quería ser un caballo. Hubo una Navidad en la que le puse una carta a Papá Noel donde le pedía que me regalaran algo que me convirtiera en caballo. Y me trajeron un tutú de bailarina. Casi me suicido. Me quedaba extasiada escuchando el ruido de los cascos en el suelo duro. Tenía una especie de amor total. El contacto físico, las crines, la piel, la mirada del caballo, todo lo siento como parte de mi cuerpo. Después encontré una manera, encontré unos vasos de plástico y me los ponía en las manos y caminaba con eso. El caballo tiene una presencia muy particular. Es un animal que se puede amansar y tener una relación con el humano y por otro lado siempre mantiene su dignidad. Detecta enseguida quién lo conduce, si sabe o no sabe montar. Cuando escribo, el caballo llega como un ángel salvaje o un emisario de otro mundo, puede ser el mundo de los muertos.

–Tuviste una infancia muy urbana porque sos hija de un diplomático que pasó por diferentes ciudades del mundo, y tu obra deja entrever un vínculo muy intenso con la naturaleza y la vida rural.

–He pasado en el campo los momentos más plenos, los menos extraños. La vida en la ciudad, en la casa con la familia, era para mí un lugar tenebroso, amenazante. En cambio, el campo me sumía en una comunión, una experiencia de lo abierto. Y además la naturaleza precede a lo verbal. Resulta decisivo para la poesía, porque la poesía quiere eso que está antes o después del lenguaje verbal, esa presencia, esa otra instancia. No sirve a este anhelo el lenguaje organizado de un modo convencional o enunciado desde allí. La poesía quiere estar en el mundo como los caballos o como en esos momentos en los que uno podía contactar con la presencia de las cosas sin nombrarlas.

Notas salvajes salió publicado en la editorial Argonauta fundada por Aldo Pellegrini, de alguna manera el pionero de la poesía surrealista en la Argentina. Es una editorial que privilegia una estética afín con este movimiento. ¿Cómo concebís tu obra en ese contexto?

 –Mi libro y el de Aldo Pellegrini, Escrito para nadie, fueron los primeros que se editaron en la colección de poesía de Argonauta, la que tiene un dragón en la tapa. Y sí, a mí el surrealismo me encanta, es un movimiento fabuloso, abrió mucho, liberó también al lenguaje, alentó a que el inconsciente operara en el lenguaje de un modo poético, sin perder el extrañamiento. Abrió muchas puertas. Después cada uno entra por una u otra. Sin duda fue un movimiento muy habilitador. Y creo que su influjo sobrepasa el manifiesto de Breton, se encuentra en distintas poéticas aunque no siempre de la misma manera. Reconocés que muchos poetas incorporaron a su escritura algo de eso que trajo el surrealismo sin considerarse ellos surrealistas. No creo en los encasillamientos dentro de una escuela. Más bien le escapo a eso, me parece que es encorsetarse. Y la poesía siempre está cuestionando las formas y cambiando el rumbo de lo que quiere estancarse en un lugar.

–Apenas se ingresa en tu casa, se atraviesa un amplio espacio que funciona como un atelier que expone tus tan coloridas pinturas, que son inexorablemente surrealistas, como esa cabeza de caballo atravesando como un fantasma el cuerpo de una chica. ¿De dónde vienen esas imágenes?

–Cuando empiezo a pintar me aparece primero una cara. Después hago manchas y las manchas me sugieren cosas y las voy haciendo más visibles. En general no tengo nada bocetado. Va surgiendo. A veces cubro todo. De hecho, en esa pintura que ves ahí, cubrí todo y luego apareció un ojo y quedó una pezuña. Toda esta racha de monstruos apareció a partir de la pandemia, tuvo que ver con ese horror. No podía escribir, 2020 fue muy espantoso para mí. Pasado ese año, empecé a pintar porque si no le daba una oportunidad a mi malestar iba a enloquecer mal.

–Pero tu inclinación por las artes plásticas tiene larga data. De hecho, cada una de las tapas de Hilos Editora luce uno de tus dibujos tan peculiares.

–Siempre me encantó dibujar y siempre lo tomé como algo lúdico, no como me sucede con la poesía, no con la misma constancia en la entrega. Porque por más que no escriba, sé que estoy ubicada ahí. Cuando pinto puedo dejar de hacerlo, olvidarme y retomar después, no hubo ese trabajo subterráneo que hace en mí la escritura poética. Sin embargo, últimamente tuve más constancia y lo que es más extraño es que se dieron ambos procesos creativos conjuntamente, nunca se habían ensamblado y coincidido en el tiempo y últimamente sí, por eso pienso que hubo un contagio. Algo de lo que pinto se filtró en la poesía.

–¿De qué manera?

–Con el humor. Que difícilmente aparece en la poesía. Pero en este libro que estoy trabajando ahora sí, aparece de un modo especial y a partir de un personaje que es el bufón. Es como alguien que soy y no soy yo. A veces para salir de la primera persona recurro a otros personajes. Pero no los elijo, aparecen y no se sabe de dónde. En el libro anterior, El deslumbramiento, aparecieron de golpe las abejas y fueron ellas las que ordenaron el libro. Y en este caso es el bufón. Creo que el bufón juega el papel de un portavoz de la poesía, un portavoz fallido por supuesto… Pero en verdad, explicar estos fenómenos resulta complicado, porque es rarísimo lo que pasa.

–Pienso en la filosofía y su relación con la poesía. La primera busca comprender y categorizar, la segunda sucede como epifanía y desprendimiento. Ambas bordean ciertas zonas complejas del lenguaje y, en algunas ocasiones, se unen y dialogan. ¿Cómo te vinculás con la filosofía teniendo en cuenta que hiciste casi toda la carrera en Suiza?

–Primero que nada, estudié Filosofía porque me obsesionaba mucho el tema de no entender qué hacíamos acá, en este mundo, donde de golpe nacíamos y de golpe la muerte. Eso me perturbó siempre. Entonces como la filosofía indaga, se sumerge en esos asuntos espinosos, en esas preguntas, quise acercarme a los filósofos y escucharlos. Nunca se me ocurrió estudiar Letras porque la poesía nace de un lugar que nada tiene que ver con lo académico.

–Autoras como María Zambrano o Chantal Maillard han logrado que ambos lenguajes convivan y se alimenten entre sí. ¿Algo de eso sucede en tu caso?

–Sí. En mi caso hubo una interacción. Me dio ese rigor que en la filosofía es conceptual, y en la poesía, aunque rompe con las reglas, es también necesario. Un poema es un artefacto de alta precisión en el que cada palabra resulta decisiva, por eso solemos corregir y corregir obsesivamente los poemas. La filosofía fue un maravilloso ejercicio de precisión.

–La carrera la hiciste en francés, lengua que, entiendo, habitás.

–Bastante, sí, porque el último destino diplomático de mi padre fue Suiza, en la parte francesa, y ahí fui a la escuela. Después estudié Filosofía en la Universidad de Ginebra. El idioma lo sigo teniendo y amando, sí. Pero al no practicarlo, y sobre todo hablarlo, algo se pierde. Y leo poco en francés porque me gusta más leer en castellano, te confieso, por las palabras, porque necesito que las palabras estén en mi idioma. Incluso cuando leo poetas franceses, me gustan traducidos al español, en ediciones bilingües, claro.

–En una entrevista dijiste: “La poesía no es un espejo sino un rostro que interpela, si me reconozco en lo que escribo no está vivo el poema. No será una experiencia”. ¿Podrías profundizar?

–Es que para mí escribir es una experiencia en sí. No es un medio para decir algo que uno ya sabe. Es un encuentro, es como encontrarse con otro. El poema es como otro. No es uno mismo. Si es el reflejo de uno mismo siento que no funciona. El poema que tiene lo autorreferencial de un modo muy directo, muy obvio, no me interesa. Sin duda es un tema delicado. A veces escribo cosas que no logran autonomía. Uno puede hablar de la propia historia, tomar de la memoria, pero luego tenemos que ver qué hacemos con eso, cómo lo pasamos al lenguaje, para que ese lenguaje devenga otra cosa y se presente con el misterio de un rostro. Contra esa conciencia cruda, brutal, de existir, el lenguaje convencional arroja un manto, distrae o aliena o anestesia esa conciencia. En cambio, el lenguaje poético en ese mismo lugar socorre, pero sin ocultar el espanto de esa conciencia. Por ahí va lo que pensé sobre el lenguaje poético y el lenguaje convencional, cómo funcionan frente a una misma experiencia y cómo uno es una especie de anestesia y el otro algo que nos despierta.

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