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La batalla de Buenos Aires de 1880, episodios de un desencuentro interminable

Cuántos conductores de los miles de vehículos que lo cruzan a diario podrán saber que en las orillas de ese puente emblemático y tanguero se escucharon sordos ruidos de fusiles y de aceros. En Puente Alsina se disputó uno de los tantos combates de la batalla de la ciudad de Buenos Aires, que culminó con la nacionalización de su dominio, hasta entonces a cargo del gobierno provincial.

Las grietas aquellas se derimían a los tiros y cañonazos.

El enfrentamiento había comenzado a incubarse en febrero de 1880, con la apremiante sucesión presidencial de Nicolás Avellaneda (un pionero en eso de pagar deuda externa recortando el gasto público). Tras la muerte inesperada del hombre fuerte detrás del sillón, su ministro de Guerra, Adolfo Alsina, asoma en el horizonte la figura del general Julio Argentino Roca: joven, ambicioso y provinciano, tres condiciones que van a definir sus pasos.

“Mi nombre político debe tener de león y de zorro”, le anticipa a su compadre (y por entonces) confidente Miguel Juárez Celman.

Desde su estratégica comandancia de la frontera sur, asentada en Río Cuarto (Córdoba), Roca había comenzado a hacer sentir su influencia, nucleando el apoyo de una liga de gobernadores del interior que expresaban a las oligarquías locales y se oponían al centralismo porteño encarnado por el ex presidente Bartolomé Mitre, figura de culto en la metrópoli. El candidato opositor era Carlos Tejedor, gobernador de la opulenta provincia que se manejaba todavía desde la ciudad-puerto, un personaje menor que atesoraba como gastados pergaminos su proscripción durante el período rosista.

Sucesor de Alsina en el Ministerio de Guerra gracias a tan oportuno deceso, Roca vuelve al galope del recién conquistado desierto, dejando las últimas operaciones militares a sus subalternos, con la idea de recoger los laureles obtenidos, que tenían como premio mayor la presidencia de la nación. Pero Buenos Aires lo recibe como un militar arribista, que no tenía siquiera pátina porteña, a diferencia de su propio comprovinciano, el tucumano Avellaneda (y antes, el sanjuanino Sarmiento, que había luchado siempre  contra la Confederación, con la pluma, con la espada y la palabra). El ambiente está caldeado y al general se lo hacen notar. Zafa apenas de un atentado en las puertas del viejo Congreso de la calle Brasil.

“Los jovenes porteños, educados con palabras sublimes, veían en la candidatura de Roca una imposición vergonzante que vendría a retrotraer el acto democrático de la transmisión del mando gubernativo a las épocas semibárbaras”, interpreta Adolfo Saldías, periodista de la época.

Tejedor, el oscuro Tejedor, es el nuevo ídolo de las masas porteñas, que cierran filas en torno a su ciudad.

En paralelo, el que vuelve a la palestra es el terrible Sarmiento, investido como ministro del Interior por Avellaneda, con la idea de patrocinar su candidatura, en lugar del defenestrado Roca. Pero su vanidad y mal carácter lo enfrentan al enemigo menos conveniente en esos momentos de efervescencia popular. Tejedor estaba empeñado en una campaña contra el Ejército nacional, principal sustento roquista, prohibiendo los ejercicios militares en Buenos Aires, “que no es una plaza de armas”, a la par que organiza la Guardia Nacional (porteña) para la defensa de la provincia.

Sarmiento, desde la Nación, le niega ese derecho. Las cámaras provinciales le votarán una ley en contra de toda movilización de milicias.

Tejedor simplemente le pone el veto y sigue adelante, enmascarando la maniobra en Sociedades de Tiro y de Gimnasia, que practicarían en Palermo.

Calles y trincheras

Todo Buenos Aires se monta sobre un arsenal que incluye hasta cañones Krupp comprados con fondos provinciales.

Roca y Sarmiento renuncian a sus cargos.

Pero Roca no se baja del caballo y opera mediáticamente a una propuesta de Tejedor de declinar su candidatura si él hace lo propio, declarando que “el doctor Tejedor puede renunciar veinte veces y retirar otras tantas su renuncia sin perder uno solo de sus votos, ellos están encerrados en las cartucheras de sus vigilantes… O puede dársela a quien le plazca. (En cambio) mi candidatura no es de las que se pueden endosar a la orden, yo no puedo renunciar a los míos, pertenezco a mis electores, pero ellos no me pertenecen… No hay transaccion posible..”.

En abril, hay elecciones por el sistema de electores presidenciales en todo el país. Tejedor gana previsiblemente en Buenos Aires (y en Corrientes, unida por un pacto interprovincial). Roca, en todo el resto del país. Aunque falta la proclamación de la fórmula vencedora, que debe hacerse justamente en terreno hostil.

Lo sabe bien Avellaneda, al que le balean la casa.

Todavía hay febriles gestiones para evitar que la sangre llegue al río. Roca desliza incluso la alternativa de Sarmiento presidente, para desacomodar a Tejedor, yendo él mismo como su vice.

Sin embargo, los acontecimientos se precipitan y el 2 de junio, el presidente y ministros desplazan su sede de gobierno a la localidad bonaerense de Belgrano, que durante varios meses verá alterada su calma pueblerina.

Tras algunas escaramuzas menores (nadie quiere disparar el primer tiro), el 21 de junio se luchará en varios frentes. En Puente Alsina, donde largamente se han visto las caras ambos bandos, pero también en Corrales Viejos (hoy Parque Patricios) y Constitución. Es una guerra de trincheras defensivas que se extienden desde Palermo hasta Once y Barracas, y ataques para quebrar la férrea resistencia.

En dos días de enfrentamientos, mueren más de tres mil hombres y no puede precisarse el número de heridos, porque son atendidos en casas de familia.

Se acuerda una tregua para sepultar a los caídos y lamerse las heridas. Tácticamente, es un empate y los empates no se festejan, pero los porteños se sienten superiores en espíritu, están defendiendo su ciudad, como hicieron en las invasiones inglesas.

Entonces, interviene Mitre, a quien se le ha confiado la comandancia de la nueva Defensa de Buenos Aires.

Él firmará el armisticio, en pos de “salvar las instituciones”.

Adiós a las armas

El enjuague no dejará satisfecho a nadie, pero solucionará el entuerto. Renunciante Tejedor, Roca será presidente. Aunque todavía falta solucionar el conflicto de la capitalización, la cesión de Buenos Aires a la República.

Si la guerra es la continuación de la política por otros medios, la política es otra forma de la guerra con los mismos fines. Ya no silbarán las balas en las calles, sino que se elevarán las voces en la Legislatura provincial (hoy Manzana de las Luces).

Las más conspicuas, por un bando y por el otro, son las del martinfierrista José Hernández y el futuro ícono radical Leandro N. Alem.

Debates eran los de antes.

Alem, el hijo del mazorquero ejecutado tras la caída de Rosas, se pronuncia vehementemente en contra, a pesar de la posición de quienes hasta hace un rato eran sus compañeros de partido. Sus argumentos parecen una lección de la historia argentina que se llevaba escrita hasta esos años. En sus discursos (tuvo la palabra en tres sesiones) se remonta a los males del centralismo de Rivadavia y el partido unitario, reivindica la figura del coronel Dorrego “como la encarnación más brillante del sentimiento popular y la idea federal”, abatido por un “caudillo prestigioso en el ejército de línea” (Lavalle), al que el astuto Rosas derrota “conduciendo las legiones populares, sin gran esfuerzo” para caerle luego encima por “su voluntad caprichosa”. Menta a Uquiza y a Mitre en bandos opuestos.

Pero sus argumentos también advierten que la capitalización de Buenos Aires será “el golpe más rudo a la instituciones democráticas y al sistema federal”. El poder del presidente apoyándose en “este gran centro, en este emporio de riqueza material y de importancia moral e intelectual” (la ciudad de Buenos Aires) no tendrá contrapeso, preconiza, con certera intuición, que le fuera reconocida tardíamente.

El titán del verso gaucho le reprende que “el diputado Alem desconoce la marcha de su partido, la legalidad del Congreso, la conveniencia pública de esta cuestión”, cargando el peso de haber bogado en otra ocasiones por el traslado de la capital al interior del país. Rosario era la ciudad que reunía más consenso. Y Roca, provinciano al fin, no veía con malos ojos la alternativa. Pero fue convencido de que “no sería realmente presidente” para la siempre esquiva opinión pública porteña “si no prestaba juramento en el congreso reunido en la Plaza de Mayo y no firmaba sus decretos en la Casa Rosada”.

Con la oposición de Alem y otros pocos, la ley fue sancionada y promulgada por el presidente antes de fin de ese año demasiado ajetreado. Las autoridades provinciales siguieron residiendo en la capital nacional todavía hasta 1884. Dardo Rocha, considerado el fundador de La Plata, recién se trasladó allí hacia la mitad de su mandato.

Andando el tiempo, en la Buenos Aires que eligió como asiento de su gobierno, Roca sufrirá dos atentados.

Los porteños eran (¿son?) incorregibles.

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