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El sol rojo del 25

No se podían ir sin matar. En la medianoche del 25 de mayo de 1973, en las afueras del penal de Villa Devoto, la sangre de los militantes Carlos Sfeir, de 17 años, y Oscar Lysac, de 16, regó las veredas del barrio luego de que varias ráfagas de ametralladoras de los guardias atrincherados en la terraza cumplieran su rito rasante de venganza sobre los últimos manifestantes. Ellos no habían podido votar aún. Muchos de nosotros, con más de veintipico de años, tampoco. La dictadura militar se iba como había llegado en 1966: a sangre y fuego. Primero, arrasando las universidades y los derechos obreros, luego intentando reformatear el Estado de Bienestar aún sobreviviente del peronismo y reprimiendo cualquier resistencia popular. Más tarde, ante la surgencia de las organizaciones guerrilleras guevaristas (ERP y FAL) y peronistas (Montoneros y FAR), perfeccionando la tortura y el asesinato de presos políticos, como había ocurrido el 22 de agosto de 1972 en Trelew. Pero ese 25 de mayo había comenzado cruzado por la esperanza del fin del terrorismo estatal, surgido hacía ocho años con el general Juan Carlos Onganía, seguido por varios recambios, hasta la llegada del general Alejandro Agustín Lanusse, que pactaría la transición a una democracia condicionada y haría efectiva la devolución del cadáver de Evita (él había participado del secreto de su secuestro en 1955) y el fin del exilio de Juan Perón. Esa historia parecía llegar a su fin: al grito de “¡Se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar!” y “¡Libertad ya a los combatientes!”, millones en toda la Argentina saludaban la llegada al gobierno de Héctor J. Cámpora, que se había alzado con el triunfo electoral el 11 de marzo de 1973. Recuerdo la excitación de esos meses hasta la fiesta de la asunción de Cámpora, con millones en las calles de la patria, saludando su triunfo, y el mismo 25 de mayo con la compañía en el balcón de la Casa Rosada del entrañable presidente socialista de Chile, Salvador Allende, y el delegado de Fidel Castro, el presidente Osvaldo Dorticós. Recuerdo la alegría contagiosa. El “¡Chile, Cuba, el pueblo los saluda!” o “¡Se van, se van y nunca volverán!”, mientras miles corrían a las formaciones de marinos y soldados para que no llegaran a Plaza de Mayo, que no podía ser un territorio lleno de uniformes sino de bombos y jóvenes trepados a estatuas y fuentes, con sus remeras, sus banderas y sus vinchas. Todo parecía posible. Nadie había dormido por días.
Esa madrugada, en una casita muy humilde de Tigre, había estado con otros compañeros imprimiendo volantes con las consignas “¡Libertad inmediata a los combatientes!” e “¡Indulto ya!”. Llegamos a la tarde a Plaza de Mayo, cuando las columnas de la Juventud Peronista, Montoneros y otras organizaciones guevaristas, comunistas y de izquierda partían caminando hacia la cárcel de Devoto. Estábamos decididos a recorrer las ochenta cuadras que nos separaban del penal para que no quedara un solo preso político. Cerca del anochecer, las columnas llegaron al penal, que ya estaba tomado por los presos y las presas, acompañados por sus abogados defensores e igualmente militantes por los derechos humanos. Todo el barrio apoyó con agua, comida y permisos para ir al baño a los miles que rodeaban la cárcel. Era una fiesta, pero al mismo tiempo, una batalla: el gobierno popular estaba dispuesto a tratar como primera ley la de la amnistía. Pero la decisión popular estaba tomada. Las cárceles de todo el país estaban tomadas y rodeadas por familiares y multitudes. Nadie se movía. Imposible condensar en este texto cada una de las pulsiones políticas, los cánticos, de ese momento con la certeza de que nada podría describir la tensión, la alegría y la decisión de ese cíclope popular exigiendo justicia inmediata. El ministro del Interior, Esteban Righi, avaló al secretario general de la Presidencia, Juan Abal Medina, para anunciar, cerca de la medianoche, que los presos serían liberados inmediatamente porque el Tío Cámpora había firmado el indulto. Entonces la presión cedió. Las columnas comenzaron a dispersarse mientras camiones y colectivos improvisados evacuaban a los presos. Era cerca de la medianoche. Me separé de mi grupo y fui al baño del bar enfrente del penal. Escuché las ráfagas de ametralladora. Las luces se apagaron. Corrí a oscuras para huir. Ya en el umbral, alguien (luego supe quién: el querido Roberto, un seminarista que había dejado los hábitos para trabajar con los obreros de la carne en Rosario) me empujó hacia dentro. Caímos juntos y temblamos cuando una ráfaga quebró la vereda donde debíamos, ahora lo sé, morir. Pero no fuimos nosotros. Esa noche quedamos vivos para estas memorias.

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