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El cielo por asalto

Tuvimos una dictadura a la que le gustaba llamarse “Revolución Argentina”. Lo de “revolución” estaba bastante lejos de su significante histórico y remitía más bien a la palabra que usaban los “grandes medios” para referirse a los golpes de Estado. Así había ocurrido con la “Revolución del 30” y con la autodenominada “Libertadora”. Algunos, basándose en el horror de la dictadura de Martínez de Hoz y Videla –que no se llamó revolución sino “Proceso”–, hablaron de aquel largo período dictatorial que asoló al país entre fines de junio de 1966 y marzo de 1973 como “dictablanda”. Sin embargo, hubo censura, desapariciones, torturas, fusilamientos y la violación de la Constitución en todas las formas posibles. Se proscribió la actividad política, y el Congreso fue cerrado junto con todos los locales partidarios. El cierre de los canales tradicionales de participación condujo a la violencia política popular en respuesta a la permanente violencia estatal. Estallaron Rosariazos, Cordobazos, Tucumanazos, Rocazos; la gente se hartó y se expresó como pudo. La represión fue muy dura y aumentó notablemente la población carcelaria de militantes populares. Sectores juveniles impulsaron la renovación de la Iglesia católica en consonancia con una fuerte corriente impulsada desde el Concilio Vaticano II y la Conferencia de Medellín de 1968. Finalmente, después de casi dos mil años, la opción por los pobres predicada por Jesús se ponía en marcha. Surgieron grupos guerrilleros marxistas y peronistas, y la dictadura se vio acorralada por varios frentes. Lanusse, el último dictador de esta “revolución”, tuvo que tragarse el sapo de iniciar negociaciones con su histórico enemigo, el hombre al que había intentado derrocar junto al general Menéndez en 1951 y que, tras el fracaso, lo había encarcelado. Comenzaron devolviendo el cadáver de Evita, que habían secuestrado en noviembre de 1955, y siguieron con una propuesta de Gran Acuerdo Nacional, representado con una profusa campaña publicitaria con simbología futbolística de un gran partido que “teníamos que jugar todos”. Convocaron a elecciones con fecha incierta y con una cláusula proscriptiva hecha para Perón: todos los candidatos tenían que estar en el país antes del 25 de agosto de 1973 para poder participar en las elecciones. La estrategia de Perón era otra. Por un lado, no estaba dispuesto a aceptar las condiciones de la dictadura, y por otro, quería que hubiese un candidato de transición que no fuera él mismo. En la semana que se cumplía el plazo se produjo la
masacre de Trelew, uno de los crímenes más graves de aquella “dictablanda”. Perón decidió volver el 17 de noviembre y designar a su delegado personal, Héctor Cámpora, como candidato. El sector más movilizado del movimiento, aunque claramente no el más poderoso, vio en esta designación un triunfo. El Tío Cámpora se había mostrado como una persona cercana a ellos, a la tendencia revolucionaria del peronismo, que cubría un amplio espectro desde su organización armada, Montoneros, hasta los grupos de base barriales, sindicales y estudiantiles. Lanusse intentó frenar al peronismo con la trampa del balotaje. Pero todo fue inútil. El 11 de marzo, la fórmula peronista obtuvo más del 49 por ciento de los votos y el candidato radical, Ricardo Balbín, que había obtenido menos de la mitad, aceptó la derrota y no hubo segunda vuelta.
El 25 de mayo de 1973 fue un día de fiesta. La Plaza de Mayo se fue colmando desde la noche anterior de jóvenes con ponchos colorados y vinchas de cintas argentinas. Coreaban consignas revolucionarias, saludaban al Chile de Allende y a la Cuba de Fidel, pedían la libertad de los combatientes, se ilusionaban con un hospital de niños en las instalaciones del Sheraton Hotel y gritaban “Se van, se van y nunca volverán”, en referencia a los militares y sus socios civiles. Lo que sigue es la crónica de un año inolvidable, una fecha bisagra en nuestra historia, imprescindible para comprender los años que siguieron.

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