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Universidades nacionales y populares

Es 25 de mayo de 1973. En un clima de fervor y efervescencia, anuncian que el tedeum y el desfile por la asunción de Héctor José Cámpora debían suspenderse, debido a la cantidad de público. Afuera de la Casa Rosada hay un millón de personas. Adentro, uno de los últimos ministros en jurar es el de Cultura y Educación, Jorge Taiana. Será clave para entender lo que vendrá.
La reforma universitaria camporista estuvo liderada por la izquierda del peronismo. “Había un diagnóstico muy crítico de la universidad previa, a la que se calificaba de elitista, porque era para unos pocos, pero también de cientificista y al servicio del imperialismo. En contraposición, la nueva universidad se planteó en términos de ‘universidad del pueblo’ y ‘al servicio de la liberación nacional’”, plantea Sergio Friedemann, doctor en Ciencias Sociales.
Eso llamado “izquierda peronista” iba desde la Juventud Universitaria Peronista (JUP) y Montoneros hasta el Consejo Tecnológico del Movimiento Nacional Justicialista que dirigía Rolando García. En un principio tuvo apoyo de facciones comunistas y un sector del radicalismo. Bregaban por un proyecto de universidad a la que pudieran acceder todas las clases sociales y que resolviera problemas para salir de la dependencia. “Se rompieron convenios con fundaciones internacionales que financiaban investigaciones y la docencia pasó a ser incompatible con el desempeño en compañías multinacionales. Los contenidos y los métodos de enseñanza debían ser modificados, pero también los fines. La universidad estaba al servicio de una causa mayor que se proclamó de diversos modos: la liberación, la patria socialista”, acota Friedemann, autor del libro La Universidad Nacional y Popular de Buenos Aires.
Solo en la UBA sobresalían nombres que se volvieron emblemas: Rodolfo Puiggrós, nombrado rector y destituido en octubre de 1973, el mismo día que apareció el “Documento Reservado” que llamaba a la guerra contra la infiltración marxista; Arturo Jauretche, en Eudeba; profesores como Rodolfo Ortega Peña, Eduardo Luis Duhalde, Horacio González y Alcira Argumedo; el poeta Paco Urondo como director de la carrera de Letras. Mariano Millán, profesor de la UBA e investigador del Conicet, rememora ese primer tiempo camporista: “Se cancelaron las sanciones a alumnos y alumnas y se consideraron a los centros y agrupaciones como actores legales y legítimos de la política universitaria. La universidad debía abrirse al pueblo, por ejemplo con la apertura de oferta académica compatible con los horarios de la clase trabajadora y una política de becas. Al mismo tiempo, debía cuestionarse la separación entre trabajo manual e intelectual, con la inclusión de prácticas laborales desde el comienzo, la adopción de formas pedagógicas menos teóricas y la complementación entre docencia y extensión”.
En Arquitectura, Filosofía y Letras, Exactas y Naturales estas ideas fueron bien recibidas. “En otras facultades, como Derecho o Económicas, los cambios fueron más resistidos por los profesores”, amplía Millán. “La reforma universitaria del 73 fue muy poco conocida e incluso invisibilizada. Porque no logró una institucionalidad duradera –asegura Friedemann–. Con el retorno a la democracia existió una especie de borrón y cuenta nueva. El pasado setentista quedó sumergido bajo la sombra de la violencia política, como si no existiera nada para recuperar. A nivel universitario, el gobierno de Alfonsín decidió volver a los estatutos previos al golpe del 66, en lugar de retomar aquellos aspectos más rescatables de la última ley universitaria democrática, aprobada en marzo de 1974 con un rol activo del radicalismo.”
Ciertas propuestas que en 1973 aparecían como disruptivas o revolucionarias “hoy son moneda corriente –añade Friedemann–. Mucho más en universidades de creación más reciente, como algunas del conurbano bonaerense, que explícitamente se ubican como continuación de aquella experiencia”.
En marzo de 1974, la Ley de Universidades Nacionales (llamada “Ley Taiana”) dispuso, entre otras medidas, eliminar las restricciones al ingreso y reconoció varias demandas, aunque prohibió la práctica política en los claustros y permitió la difusa y arbitraria figura de la “subversión” como causal de intervención universitaria.

CENTRAL DE INTELIGENCIA DE LA GUERRILLA

Con Isabel en el gobierno, la reforma del 73 pasó al olvido y la violencia comenzó a naturalizarse. “La Triple A empezó a operar abiertamente y entró a los pasillos de las facultades”, describe Friedemann. El entonces rector de la UBA, Raúl Laguzzi, pierde a su bebé en un atentado de la Triple A. Intervienen la universidad y asume Alberto Ottalagano, fascista confeso. “Se anulan las transformaciones previas y comienza una escalada represiva –continúa–. Una contrarreforma, pero también una transición a la dictadura.” La relación irreversible entre Montoneros y Perón generó disidencias al interior de la JUP. A su vez, el ingreso récord de 1974 no fue recibido en condiciones adecuadas, tanto en espacios como en designación de docentes. Menciona Millán que “cerca de la mitad de los nuevos inscriptos abandonaron los estudios en pocas semanas”. Después del fallecimiento de Perón, Isabel le pidió a renuncia a Taiana. En agosto asumió en Educación el médico Oscar Ivanissevich, militante católico y del peronismo ortodoxo, quien implementó cupos de admisión. Con la llegada de la “misión Ivanissevich” se incrementaron los hechos de violencia en las universidades públicas. Intervinieron instituciones y fueron cesados más de treinta mil docentes. Miles de estudiantes desaparecieron o terminaron asesinados en los siguientes años. El 90 por ciento no había terminado su carrera.
Hacia noviembre de 1976, el secretario de Educación de la Nación, el contraalmirante Carranza, ordenó cerrar las “carreras menores” porque existía “una saturación de egresados”: Servicio Social, Bibliotecología, Teatro, Cinematografía, Audiovisualismo, Ciencias de la Información, Conducción Sindical, Relaciones Públicas, Oceanografía, Arte y Folklore, y Saneamiento Ambiental. Desde 1975 (aún en democracia) a las carreras de Antropología y Sociología ya se las consideraba “subversivas”.
En la mayoría de las universidades, como la UBA y la UNLP, a principios de marzo de 1977 se produjo un descenso abrupto del número de inscriptos en todas las carreras. El rector de la UNLP, Guillermo Gallo, lo atribuyó al “caos que vivía la universidad” convertida en la “central de inteligencia de la guerrilla”. Meses más tarde propuso reestructurar el nivel superior debido a “una cantidad exagerada” de universidades. Un discurso que hoy enarbola gran parte de la derecha. Se sabe: la historia gira en espiral. Y en la Argentina a veces marea.

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