El 4 de septiembre de 1970, se abrió en Chile una puerta de esperanza para gran parte del mundo. Como observó el historiador británico Eric Hobsbawm, en aquella década del siglo XX la expectativa social estaba del lado del comunismo, y la victoria electoral de Salvador Allende no solo consolidaba la idea de que cada vez más pueblos elegían ese ideario de justicia e igualdad social, sino que, por primera vez, el triunfo del modelo socialista no se obtenía a través de las armas sino por la vía democrática. Allende nacionalizó la banca, acabó con el latifundio, repartió tierras a 200 mil campesinos, elevó el PBI al 8,6 por ciento, bajó la inflación del 34,9 por ciento al 22,1, logró una mayor participación obrera en las ganancias de las empresas, becó a los niños indígenas para que estudiaran y, entre muchos otros éxitos, consiguió que la matrícula universitaria creciera un 89 por ciento. Era obvio que Estados Unidos no podía permitir que el “modelo chileno” fuera exitoso. Un documento del Consejo de Seguridad Nacional de EE.UU., desclasificado décadas después, alude con claridad a la necesidad de derrocar al gobieno de Allende. “Si EE.UU. no logra controlar América latina, no podrá consolidar con eficacia su dominio sobre el planeta”, dice. La experiencia del socialismo por la vía democrática concluyó con un baño de sangre mucho peor que si se hubiera conquistado el poder por la lucha armada. Washington sometió al gobierno de la Unidad Popular (coalición de izquierda liderada por los partidos Socialista y Comunista) a la más siniestra desestabilización para finalmente propiciar un golpe de Estado cívico-militar que aún hoy es un pesado lastre para el pueblo chileno. El 11 de septiembre de 1973, tropas locales lideradas por el general Augusto Pinochet y fuerzas clandestinas de la CIA y otras agencias estadounidenses derrocaron al presidente socialista a pesar de que cada uno de sus actos gubernamentales fueron rigurosamente constitucionales y apegados a las reglas de la democracia. Allende se suicidó ese día en el Palacio de La Moneda, sede del Ejecutivo chileno, mientras el edificio, en llamas, era furiosamente bombardeado por la Fuerza Aérea golpista. En los años y décadas siguientes, no hubo en Chile ni democracia ni paz. Reinaron la tortura, los asesinatos y la desaparición forzada de los ciudadanos de a pie. Miles de chilenas y chilenos se exiliaron para salvar sus vidas. Aun así, el brazo criminal de Pinochet –con la ayuda del entonces canciller de EE.UU., Henry Kissinger– llegó a matar a Orlando Letelier (último canciller de Allende) en Washington y al general Carlos Prats (exjefe de las Fuerzas Armadas) en Buenos Aires. Y recientemente se confirmó que el poeta Pablo Neruda no murió por causas naturales, sino por envenenamiento, en una clínica de Santiago.
El pánico sembrado por el golpe de 1973 permitió cambios profundos y duraderos. Como explica Naomi Klein en su libro La doctrina del shock, el terror facilitó, entre otros ensayos, la implementación de un modelo económico que luego se replicaría a nivel global. Milton Friedman y su equipo de la Universidad de Chicago impusieron en Chile lo que llamaban “el libre juego de las fuerzas del mercado”: el achicamiento del Estado, la desregulación, la reducción del déficit público, las privatizaciones –salud, educación, jubilaciones y recursos naturales–, entre otras reglas del modelo neoultraliberal. Otros “Chicago boys” desembarcarían luego en la Argentina, también amparados por el terror de la dictadura de 1976.
GUERRILLA Y REPRESIÓN
En Uruguay (como en la Argentina y gran parte de los países de la región), se eligió la guerra de guerrillas para instaurar el socialismo. En septiembre de 1970, el presidente uruguayo Jorge Pacheco Areco (1967-1972) cedió poder a las Fuerzas Armadas con el fin de derrotar a la guerrilla urbana autodenominada Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros. Su sucesor, Juan María Bordaberry, quien asumió la presidencia el 1o de marzo de 1972, convirtió a Uruguay, lisa y llanamente, en un campo de batalla. Al mes de asumir, declaró el “estado de guerra interno” (votado por más de dos tercios del parlamento) y desató una feroz represión. Bordaberry no solo alentó la violencia de las Fuerzas Armadas, sino que habilitó las acciones de los “escuadrones de la muerte” y de los comandos parapoliciales contra los tupamaros y también contra toda la izquierda que militaba en los partidos legales. Una vez más, los políticos capitalistas, que criticaban a la Unión Soviética o a Cuba y que demonizaban a la izquierda por supuestas prácticas antidemocráticas, cometían los peores crímenes y violaciones a los derechos humanos en nombre de la libertad. Ningún gobierno del Occidente “civilizado”, primermundista y teóricamente democrático hizo nada por evitar esos genocidios. La prensa internacional estaba enfocada en la guerra de Vietnam (otro genocidio) y en el encuentro del presidente estadounidense Richard Nixon con el líder comunista Mao Tse-Tung en China (1972), otra operación estratégica de Kissinger.
Las masacres en América latina eran avaladas, en silencio, con el justificativo de que eran “excesos” cometidos por dictaduras de países bananeros.
En febrero de 1973, una insurrección militar dejó claro que, en Uruguay, el título de presidente era solo decorativo. De inmediato, Bordaberry aceptó todas las demandas militares a cambio de continuar en el cargo (Pacto de Boiso Lanza). Las Fuerzas Armadas remodelaron el gabinete y eligieron nuevos ministros militares. Cuatro meses después, se consumó definitivamente un golpe de Estado, por cierto, muy peculiar. El 27 de junio de 1973, Bordaberry, con el cargo de presidente y en connivencia con las Fuerzas Armadas, disolvió las cámaras de Diputados y Senadores mientras tanques y blindados rodeaban el edificio del Congreso. Reemplazó el parlamento por un Consejo de Estado con funciones legislativas, constituyentes y de contralor administrativo. Las primeras medidas apuntaron al sector sindical: disolvió la Convención Nacional de Trabajadores (CNT) y encarceló a sus dirigentes. Luego, la dictadura restringió la libertad de reunión y limitó la libertad de prensa. Por ejemplo, al referirse al Poder Ejecutivo no se podía hablar de “dictadura”.
Hacía un mes y medio que en la Argentina había asumido un presidente democrático, Héctor Cámpora, y una semana que el general Juan Domingo Perón había regresado definitivamente al país (el 20 de junio de 1973). En Chile, se estrechaba el cerco sobre Allende y se preparaba el holocausto. En Paraguay, el tirano Alfredo Stroessner reinaba desde 1954. En Brasil había un régimen dictatorial desde 1965, y en Bolivia, el general Hugo Banzer había dado un golpe de Estado el 21 de agosto de 1971.
Desde la perspectiva de EE.UU., se requerían una reestructuración profunda que asegurara un total sometimiento regional. Se logró a través de la violencia, pero también con tácticas como el endeudamiento. En los 70, la banca privada de EE.UU. y el FMI otorgaron suculentos préstamos –impagables– a las dictaduras latinoamericanas. Fue el instrumento extorsivo hipersofisticado que no dejó más chances a las naciones deudoras que adoptar las reformas estructurales del neoliberalismo. Con esa deuda infinita, las
dictaduras ya no hicieron falta.