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“La escritura me permitió materializar un diálogo interno y transformarlo en algo que puedo compartir”

La primera novela de Virginia Martínez, Una vez siempre, es inteligente y compleja. Entre la comedia y cierto sabor agridulce de esos libretos de teatro que dan una vuelta de tuerca a las gastadas pautas y convenciones de lo que funciona y lo que no. Es que su autora viene trabajando desde hace años dentro de los terrenos de la dramaturgia, como asistente de dirección bajo las luces de la calle Corrientes y en el off junto al director Juan Pablo Geretto, con diferentes formas del género que moldearon una identidad creativa que escapa a los lugares de confort del circuito y busca reinventarse a través de las diferentes disciplinas del arte.

Licenciada en Artes Visuales, dramaturga y guionista, en Una vez siempre (Metrópolis Libros), finalista del Premio Futurock Novela 2021, Martínez traza un relato donde el amor adolescente se filtra en una Argentina que va desgranándose hacia un nuevo destino. Dos vidas de contrastados orígenes se encuentran en medio de un clima político alborotado: los años de crisis del alfonsinismo y la inminente llegada de las ideas neoliberales de la década menemista. 

Críptica y desgarradora, rayana en la tragedia, Una vez siempre maneja con maestría los tiempos de un humor negro muy sutil. Un texto que habla del amor y sus comienzos imposibles, de la mano de una creadora que mira la realidad con una claridad política que siempre opera desde las bambalinas de sus puestas.

–Su entorno familiar está marcado por el arte, pero ¿cuáles fueron los acontecimientos que la orientaron hacia lo artístico y principalmente a la escritura?

–Mi vínculo con la literatura se remonta a mi infancia. Iba a una escuela con un fuerte compromiso con la literatura. Mis heroínas eran Elsa Bornemann y María Elena Walsh. A eso se sumaba que mis viejos trabajaban en teatro y que yo sufría mucho sus partidas nocturnas, pero lo que las volvía tolerables era la certeza de que, a la mañana siguiente, de manera casi mágica (y compensatoria) aparecería un libro. No se hablaba del asunto: yo no lloraba cuando se iban, y el libro simplemente “aparecía”. Era como un pacto tácito. Y funcionaba. Después, durante la pubertad, empecé a leer todo lo que había en mi casa: las noches seguían siendo esa zona mágica en la que yo (sin mamá ni papá en casa, con alguna niñera entretenida con mis hermanas menores) robaba libros y revistas para armar, en mi habitación, mi propia biblioteca parásita. Mucha literatura latinoamericana y rusa; teatro (tanto obras como teoría). No entendía nada, pero yo robaba y leía. Robaba y leía. De la revista Crisis, fanática. Sartre, Simone de Beauvoir, Pichon-Rivière… Y garabateaba poemas, canciones… jugando. Creo justo reconocer que la conjunción noche, delito y magia fue el acontecimiento que me acercó a la escritura.  

–Con una formación académica amplia, desde la psicología hasta las artes plásticas, ¿cómo confluyen esos intereses con el deseo narrativo y qué le aportó de distinto la escritura para elegir ese camino por sobre los otros?

–El abandono es el factor común en toda mi formación académica: me dediqué a dejar carreras por la mitad. Eso, que durante muchos años fue algo vergonzante, con el tiempo resultó una virtud, o al menos una singularidad que pude capitalizar. A los nueve años estaba convencida de ser la reencarnación de Ana Frank; a pesar de no saber qué cosa era (tampoco lo sé muy bien ahora) usaba esa idea para explicarme un deseo: quería vivir encerrada, escribiendo. Pero a los 18, de golpe, decidí abandonar la ficción. Desde entonces y durante un extenso período consumí de manera voraz textos académicos, ensayos, teoría. Lo hice como quien se vuelve evangelista o como un adicto en recuperación. Pensé: “No me voy a volver loca, ¿qué es esto de la imaginación? Me voy a resguardar de mí misma”. Entré en la Facultad de Psicología, después pasé por Sociales (coqueteando con hacer la carrera de Comunicación) hasta que finalmente terminé la licenciatura en Artes Visuales. Recién a los 33, luego de ser mamá, me acerqué nuevamente a la literatura y al texto dramático (empecé una maestría en Dramaturgia que también abandoné). Creo que el juego con mi hijo fue lo que facilitó ese regreso al teatro y a la ficción. Ya no me había vuelto loca, me sentía a salvo; y jugar con mi hijo –cosa que hacía mucho– era una experiencia tan rica, tan placentera, tan divertida. Con esa libertad reapareció la imaginación, ya no como amenaza sino como mundo posible de ser habitado. Entonces entendí mi anhelo de ser Ana Frank.O, al menos, encontré una verdad provisoria: todavía hoy mantengo un diálogo interno que a veces me agobia, la escritura me permitió materializar ese diálogo, formular una síntesis y transformarlo en algo que puedo compartir, lo cual es bastante saludable para mí y más generoso, más amable, con mi entorno también. Así que elegí la escritura gracias a mi hijo y a Ana Frank, supongo. Y al paso del tiempo.

La primera persona de Una vez siempre parece ser un “yo” muy conectado con los otros. ¿Qué elementos encontró en esa forma de relato que eligió para su obra?

–Elegí la primera persona porque es mi forma de concebir cualquier relato. Vengo del teatro y dos de sus elementos medulares –el tiempo presente y la primera persona– forman parte de mi ADN, independientemente del lenguaje o del género en el que circunstancialmente me exprese. La primera persona de un personaje que invento (porque eso son, construcciones literarias) me pone en un lugar particular al momento de escribir, es algo parecido a lo que hace un actor o una actriz que interpreta un personaje. Un “como si”. ¿Cómo respira, cómo piensa, cuál es su voz? En mi novela hay dos primeras personas, es decir, hay un corrimiento, un uso de ese recurso que se explica más por mi formación y mis gustos que por su ¿auge? hoy en día. De cualquier manera, no inventé nada. Me inserto en una tradición. Mientras agonizo, de Faulkner, tiene, si mal no recuerdo, quince narradores en primera persona. Leí esa novela gracias a un amigo muy querido, no lo había hecho antes de escribir la mía y fue fundamental para constatar que eso que yo había hecho ya estaba inventado. Y era mucho mejor. Importante, en esta época, un baño de humildad. Y conocer la historia del campo en el que, aun desde el borde, participás.

–El título de la novela es una construcción semántica que adelanta, de alguna manera, los comienzos crípticos y desgarradores del amor casi adolescente y la trama oscura del menemismo, un proceso político marcado por el neoliberalismo. ¿Cómo surgió la idea de poner en juego estos elementos que operan desde las bambalinas hacia las partes más visibles de la historia?

–Por un lado, tiene una explicación autorreferencial: fui adolescente en los 90, es decir que, para mí, adolescencia y menemismo van de la mano, lamentablemente. Por otro, hay una decisión política, desde el mínimo lugar que ocupo, que es el de crear ficciones. Considero importante repensar (de manera individual y colectiva) esa época, porque allí anida el germen de políticas que aún hoy padecemos y la construcción simbólica, discursiva, de un imaginario que, aun con las mutaciones que ha vivido a lo largo de estos años, alimenta y da sentido a maneras de entender el mundo que interpreto muy nocivas, a una sensibilidad deliberadamente inútil si el objetivo fuera, claro, el bienestar de un pueblo, alcanzar una justicia social.

–Hay una construcción de la forma de contar que está absolutamente despejada de aclaraciones y formalismos. ¿Es una forma de escapar del género específico y plasmar una narrativa más cercana a la construccion de imágenes literarias?

–Lo único que me propuse fue ser auténtica. No me propuse escapar de nada, ni ser original, no tuve ninguna pretensión más que la de tomarme la libertad que, en general, no tengo en mi trabajo como guionista. Las y los guionistas, normalmente, desarrollamos productos cuyos perfiles no definimos. Rara vez, en nuestro país, un autor desarrolla, escribe y ejecuta su propia idea. En la industria audiovisual generalmente se trabaja por encargo, se desarrolla y se le da carnadura a un disparador o a una idea que viene preconcebida, y el trabajo consiste en posibilitar la reproducción de un “sentido común”. Ese perfil, diseñado por las plataformas, no afecta solo los contenidos sino también las estrategias narrativas. Al sentarme a escribir mi primera novela dije: “¡Al fin! Soy Libre, la hija de Frozen y Nino Bravo, agárrense”.

¿Esas revueltas de amor adolescente hoy están en extinción en una sociedad tan atravesada por los algoritmos y lo políticamente correcto?

–¡No! Definitivamente no. Soy madre de un adolescente. Hoy tienen nuevos y distintos recursos, están atravesados por otros problemas y viven en un mundo cada vez más horrible, pero los y las adolescentes aún se aman y arden. Lo que espero es que todavía también quieran cambiar el mundo.

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